miércoles, 15 de junio de 2011

Capítulo XXIX


La rubia muchacha tardó bastante en regresar con la comida. Durante ese tiempo, Rafael se dedicó a contarle a Manuel, los planes que tenían para la cacería del infame enano.
- Seremos menos esta vez.- Comentó en un momento. – Ramiro, su hijo y Rodrigo se marcharon a trashumar.- Hizo una pausa en su relato.- Igualmente hallaremos al maldito.- Remató.
Alonso, simulando que dormía, tragó saliva y sintió un escozor, generado por el odio y la impotencia, que le provocaba la sola mención de Flair. Deseaba, en lo más profundo de su ser, que la misión de Rafael y sus compañeros tuviera éxito, por lo que decidió que permanecería en el lugar, hasta que estos regresaran y se enterara del resultado de la búsqueda. Si no hallaban al enano, sería él quien lo buscaría hasta los confines de la tierra, si fuese necesario, se prometió.
El diálogo y los pensamientos fueron interrumpidos por Aurora, quien ingresó con un caldero humeante, al que depositó sobre la mesa.
El olor de la comida aumentó el hambre que sentía Alonso. Hacía más de dos días que no ingería ningún alimento. Si hubiera estado dolorido por causa de las heridas, el apetito habría sido uno de los males menores que estaría sufriendo, pero se sentía saludable y enérgico. Su estomago rezongó con unos suaves sonidos guturales, que solamente podrían calmarse si el muchacho accedía a la fuente del olor. Sintió un repentino impulso de ponerse de pie, pero una invocación al sentido común lo hizo quedarse inmóvil.
Los dos hombres, apostados junto a la mesa, habiendo esperado lo suficiente como para que la comida se entibiase, comieron, utilizando hábilmente las yemas de los dedos de la mano izquierda, el arroz que la muchacha había preparado, al que combinaron con los mordiscos que les daban a sendas presas de pollo, sostenidas en sus manos derechas.
Aurora, con una escudilla de caldo tibio, se acercó al catre e irguió, con algo de esfuerzo, un poco el torso de Alonso para alimentarlo, acomodando delicadamente un pequeño almandraque, para que sostuviera su espalda.
- ¡Ten cuidado! Dijo Manuel.- Aliméntalo despacio.-
- No soy hombre para tener brutalidad y torpeza.- Contestó la niña con altanería.
El muchacho se sonrojó ¿Por qué me habrá dicho eso? Pensó.
Rafael, con la boca sonriente y desbordante de pollo y arroz, le pegó un manotazo cómplice en el antebrazo. Esto, Manuel, lo comprendió menos aún.
Alonso, con los ojos forzadamente entrecerrados, bebió de a sorbos el caldo, hasta la última gota.
Poca cosa para mi vacío vientre, se dijo en silencio.
La joven se dirigió hacia la mesa, se sentó y también comió, aunque mucho más frugalmente que sus dos compañeros.
Manuel observaba, periódicamente, al yaciente muchacho. En un momento en que Rafael y su hija estaban entretenidos conversando, Alonso, abriendo sus ojos casi con una redondez perfecta, miró al otro guardián y se señaló su panza. El muchacho le contestó haciendo un gesto, disimulado y afirmativo, con la cabeza. Cuando consideró que el almuerzo había concluido dijo:
- ¡Por favor! Déjenme solo con él, debo hacerle otras curaciones.-
- ¿Por qué no podemos quedarnos? – Le preguntó desafiantemente la Joven.
- Porque… Porque… Porque me pongo nervioso si me están observando y no logro realizar bien mis labores.- Contestó ocurrentemente el guardián.
Al parecer el argumento fue convincente. Apenas padre e hija abandonaron la habitación, Alonso, con decisión y presteza, abandonó el catre y se dirigió hacia la mesa con un solo objetivo en mente, el caldero.
Sus dos días de ayuno no dejaron casi nada en él, apenas unos huesos de pollo, desnudos y raídos.
- ¡Cálmate!- Dijo Manuel.- ¿Cómo hará tanta comida para caber adentro tuyo?-
El joven, de tan lleno que estaba, no pudo ni contestarle.
Con el hambre saciada, ambos acordaron en que debían continuar la puesta en escena. Alonso se retiró al catre, se acostó sobre el jergón y, Manuel, convidó a pasar, nuevamente, a los dueños de casa. Vertió agua del aguamanil a la palangana y se lavó, de las manos, los supuestos restos que de la curación habían quedado en ellas.
Cuando Aurora descubrió que el caldero estaba vacío, miró al guardián con enojo. Había planeado que sobrara guiso para comerlo más tarde, cuando anocheciera.
- ¡Vaya que sacias tu apetito mientras curas!- Exclamó Rafael.- Más conviene obsequiarte una cota de malla que alimentarte.-
El muchacho volvió a sonrojarse y emitió una risita nerviosa.
La niña se acercó hasta Alonso para palparle la temperatura en la frente. Cerca de la comisura de sus labios, vio que tenía un rechoncho y amarillo grano de arroz.
¡Qué raro! Habrá estado en el caldo. Pensó.
Se lo quitó de un certero golpecito con la uña de su dedo mayor. Volvió a pensar en la comida que no había sobrado y miró a Manuel, con el ceño fruncido y los labios formando una pequeña trompa. El guardián nunca advirtió ese gesto.
- Ya debemos partir.- Dijo seriamente Rafael.- La alimaña sigue suelta.-
Después de decir esto, realizó los últimos preparativos para el viaje, en los que le ayudo su hija. Se proveyó de una bolsa en la que introdujo algunos abrigos y alimentos. También tomó un hacha y una larga lanza de madera de olmo. Luego de darle un afectuoso abrazo a su niña, se paró frente a Manuel, pidiéndole:
- ¡Cuida la cabaña! ¡Cuida al enfermo! Pero sobre todo ¡Cuida a mi pequeña!-
- Ve en paz, así lo haré.- Prometió el guardián.
Cuando el hombre salió de su hogar, ya lo estaban esperando los demás integrantes de la partida. No eran pocos. Rodearon el corral de ramas de sauce y comenzaron a alejarse.
La pareja de jóvenes los observaron dirigiéndose hacia la alcantarilla. Rafael volteó la cabeza, para echarle una última mirada a su hija, y esta lo saludó dulcemente, con la palma de su mano. Manuel la miró embelezado; la niña era un encanto.
Cuando giraron para entrar nuevamente a la cabaña, ella lo miró con cara de enojada y le dijo:
- ¿Y ahora qué? ¿Habrá que sacrificar un becerro cada día, para alimentarte?-
El muchacho volvió a sonrojarse, por tercera vez, y la siguió hacia el interior de la habitación sin poder emitir palabra alguna, como si hubiera vuelto el mal que lo había aquejado poco más de dos años atrás.
Alonso, al ver que la puerta se abría, apoyó rapidamente su cabeza en el camastro y cerró sus ojos.
¿Cuánto más podré aguantar el tedio de esta parodia? Pensó.
La muchacha se sentó a su lado y, apoyándole suavemente la mano en la frente, lo observó durante un buen rato.
- Es bello.- Dijo.
Manuel, sentado en el mismo escaño donde lo había hecho para comer, dijo bastante molesto:
- Ya está mejor. Ahora debemos dejarlo tranquilo por un tiempo.
La niña, como respuesta, le brindó una mirada seria desde sus verdes ojos. A Alonso le causó gracia la situación y apenas si pudo evitar sonreír.
- Ya dirá él si lo molesto.- Dijo la niña y, poniéndose de pie, continuó.- Voy a descansar un rato. Vigílalo tú, que sabes hacerlo sin molestar.-
Manuel no atinó a contestar. Miró con la boca tontamente entreabierta, como se retiraba la delicada figura de la muchacha.
- Estás enamorándote, Amigo.- Dijo sonriente Alonso, una vez que Aurora se hubo retirado.
Al guardián, otra vez, el borra vino claro le invadió las mejillas.
- No me soporta.- Dijo.
- Yo creo lo contrario.- Contestó Alonso.
- ¿Por qué crees eso?- Preguntó inocentemente el muchacho, inepto en cuestiones de mujeres.
- Luego hablaremos de ello.- Contestó el del catre.- ¿A qué te referías con eso de que debías encontrar a “el otro”? ¿Quién te ha contado acerca de que me hallarías?-
Manuel clavó la vista en el piso, su mente alternaba pensamientos acerca de la niña y de la misión que debía cumplir, levantó lentamente la cabeza y, mirando fijamente a su colega, le dijo:
- “El libro”.-

1 comentario:

  1. Agggg, aquí lo dejo con todo el dolor de mi corazón que está más que interesante, por cierto que es un borra vino?, no lo he escuchado nunca, jajaja, miles de besossssssssss

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