jueves, 23 de junio de 2011

Capítulo XXXIV


Esa mañana los sonidos que hizo Manuel, deambulando por la habitación, se anticiparon al de los pájaros. Era tan temprano, que el sol estaría todavía acomodándose para su salida a escena.
-¿Qué sucede?- Preguntó Alonso despertándose.
- Es la mañana ya, hay mucho que hacer en este día.- Le dijo el grandote, con un entusiasmo que no había mostrado en días anteriores.
El muchacho se sentó en el catre, esperando que se le despertaran las partes que aún no lo habían hecho. Manuel se le acercó y le quitó los vendajes, de la cabeza y del cuello, sin encontrar resistencia.
- No deberás usar más esto.- Le dijo.- Ya podrás aparecer curado, parecerá algo extraño pero no mágico.-
Recobrando totalmente su consciencia y sin darle mayor importancia a la apariencia de su recuperación, le preguntó:
- ¿Qué sucedió anoche?-
Manuel lo tomó de los hombros y le contestó:
- Hice lo que me aconsejaste, le conté toda la verdad. Ella entendió ¡Fue maravilloso! Estuvimos conversando mucho tiempo y…- Tuvo que hacer una pausa para tragar saliva, los ojos, aún en la oscuridad de la habitación, le brillaron chispeantes.- Le juré amor eterno. Y ella lo hizo también.-
Alonso lo escuchaba totalmente regocijado, disfrutando de la felicidad de su nuevo amigo.
- ¡La besé! ¡La besé!- Exclamó luego, dando unas volteretas a los saltos como un niño.- ¡Gracias! ¡Gracias, amigo!- Completó y volvió a encerrarlo en un abrazo, todavía más fuerte que el del día anterior.
- ¡Ja, ja! Cálmate hombre. Me alegro por ti.- Le expresó Alonso.
- Lo único que intenta nublar mi felicidad, es saber que en unos días deberemos partir y no la veré por mucho tiempo.- Dijo Manuel, algo apesadumbrado, sin olvidar la misión que debía cumplir.
- Superarás esos momentos de soledad.- Le contestó Alonso, con la sabiduría que su experiencia con Juana le había proporcionado.- Su recuerdo te acompañará a donde vayas y te habrá de guiar de regreso algún día.-
Bienaventurado quien tiene adonde regresar, porque no deberá vivir siempre partiendo, pensó.
Luego de un rato de conversación, salieron de la habitación. Los tímidos rayos del sol atravesaban, casi horizontalmente, las pocas hojas secas que aún pendían de las ramas de los robles.
Cuando llegaron a la cocina, la niña ya había preparado los alimentos y servido la mesa. Ella también había madrugado más que lo que acostumbraba. Los saludó con una amplia y hermosa sonrisa.
- Le he contado.- Dijo Manuel.
La muchacha se sentó junto a Alonso y tomándole las dos manos, las cuales este había posado sobre la tabla, con las suyas, le dijo:
-¡Gracias!- Dijo ella y, sin manifestar nada más, le dio un cariñoso beso en la frente.
Esta vez quien se sonrojó fue él.
Los jóvenes desayunaron en un ambiente casi festivo. Aunque hacía poco tiempo que habían entablado una relación de amistad, se sentían como si se conocieran de toda la vida.
Sigo sembrando añoranzas, pensó Alonso, consciente de su pronta partida.
Manuel y Aurora no disimulaban sus sentimientos mutuos delante del muchacho, ni falta hacía que lo hicieran. Él se sentía feliz por lo que ellos estaban viviendo aunque, a veces, lo invadía la melancolía de extrañar a su amada y, otras, la amargura de sentir lo mismo por Tiago.
Con el estómago lleno y la mañana entrada en su madurez, los dos jóvenes salieron a enfrentar el frío, para realizar las tareas diarias que el mantenimiento de la casa reclamaba.
Así comenzó una rutina que se repetiría durante varios días. Los muchachos trabajaban en diversas labores y, durante los momentos de descanso, recibían las delicadas atenciones de la niña. En las noches se transformó en algo habitual, que Alonso se retirara a la habitación temprano y Manuel lo hiciera en horas más avanzadas. El muchacho no lograba entender como resistía el guardián el diario trajín, con tan pocas horas de sueño.
Ocasionalmente se veían pasar por el sendero, no muy lejos de allí, algunos viajeros. La presencia de la alcantarilla convertía a aquel en un sitio de paso, casi obligado, para todos aquellos que debían cruzar el Guajaraz.
A los seis días de estar en el lugar, la tranquilidad del mismo le había generado algo de paz al espíritu de Alonso. Pero esa serenidad se vio un día interrumpida, por un grupo de visitantes.
Era bastante entrada la tarde cuando cinco jinetes se acercaron a la casa. Vestían como caballeros de alguna orden, con sus cotas de malla, su yelmo, un escudo sobre su espalda sostenido por una bandolera de cuero y una imponente espada, pendiendo del lado izquierdo de su cintura. Lo que los alejaba de la imagen de aquellos, era la desuniformidad en los colores de sus prendas.
A cambio de algunas monedas solicitaron alimentos para ellos y sus cabalgaduras. Consultada la niña por Alonso, acerca de la propuesta, ella aceptó. Un poco porque no eran abundantes los ingresos del hogar y otro porque quizás no fuera conveniente negarse. Los jóvenes se ocuparon de los animales y Aurora se avocó a las tareas que le demandaba la cocina. Cuando la noche cayó, todos se encontraron en la mesa. De los visitantes solo uno, quien parecía tener la voz de mando, era el que entablaba alguna conversación con los jóvenes. A estos les pareció conveniente mantener una actitud parca y poco participativa. El hombre se presentó como Lorenzo Rodríguez, dijo ser escudero del hidalgo Nuño González.
El vino, con el que la joven regó la cena, fue soltando la lengua del escudero y de alguno de los vasallos. Particularmente la de uno al que llamaban Nicasio, cuya densa y desagradable barba, iba acuñando reliquias de los bocados que probaba. Con cada vez mayor desinhibición hablaron, entre otras cosas, de una correspondencia para Don Nunno, como ellos le decían, que llevaban de su hijo Juan, hacia Granada. Cuando lo consideraban atinado, no escatimaban críticas, ni insultos para “el sabio”, a quien hacían responsable de la rebelión.
Manuel se sintió cada vez más molesto con la actitud de los invitados, Alonso percibió ello, por lo que en un momento lo llamó aparte y le dijo:
- Estamos en inferioridad en número y sin armas, deberemos ser lo más prudentes que podamos para no entablar una disputa ¿Entiendes?-
- Si.- Contestó el grandote.- Aunque hay cosas que no se si podría tolerar.-
De regreso a la cocina sucedió lo que no tenía que acontecer. A Nicasio, no solo se le había aligerado la lengua, sino que había perdido la vergüenza. Con sus toscos y percudidos dedos tocó el cabello de Aurora y dijo:
- Tan dorados bucles decorarían muy bien mi cama.-
Manuel se sonrojó como nunca y, sintiendo unos calores que le recorrieron el cuerpo desde la punta de los pies hasta la cima de la nuca, se abalanzó sobre el descortés hombre. Alonso intentó detenerlo pero no pudo, la fuerza del muchachón incrementada por el enojo, era descomunal. Otro hombre, uno que había permanecido callado hasta ese momento, llamado Simón, se interpuso entre él y Nicasio y le dijo:
- No creo que sea convenientes que nos ataques, ni justo que lo hagamos nosotros contra un valiente desarmado. Perdona al hombre y a su conducta, indigna de un noble.-
Manuel, ante la justa reacción del escudero, se calmó. Al grosero barbudo, las palabras de su compañero, le devolvieron la vergüenza y se quedó, apichonado y en silencio, sobre el escaño donde estaba sentado. Rodríguez observó toda la escena sin decir nada. Estos hechos apresuraron el final de la velada y, al poco rato, todos se durmieron, los jóvenes en la casa y los hombres en las afueras.
A la mañana siguiente los huéspedes partieron y, el escudero, pagando las monedas convenidas, prometió, sin aclarar mucho el tema, que habría un castigo por lo ocurrido la noche anterior.
Los días siguientes volvieron a sucederse con la paz acostumbrada, el recuerdo de la visita de los caballeros, quedó como una anécdota risueña que los jóvenes disfrutaron de rememorar en reiteradas ocasiones.
Tanto Alonso como la niña, estaban siempre a la expectativa de los transeúntes. La primera porque extrañaba la presencia de su padre y, el segundo, porque deseaba tener noticias sobre el destino sufrido por el enano. Manuel permanecía casi indiferente a ello.
Una tarde, a la hora en que el sol comenzaba a esconder su naranja redondez detrás de la espalda del horizonte, en la que Alonso se encontraba hachando unos troncos; hacia la dirección donde estaba la alcantarilla, vio como se acercaba un grupo de hombres. Deteniendo estos su andar, se mantuvieron agrupados por unos instantes para, luego, separarse. Tres de ellos se dirigieron hacia la casa. Uno venía por delante dando pasos cada vez más veloces. El segundo llevaba sobre sus hombros un cuerpo, algo pequeño, totalmente inmóvil.
Alonso supo que no era el único que estaba observando la escena, cuando Aurora pasó corriendo hacia ellos gritando:
- ¡Padre! ¡Padre!-
Al llegar al encuentro del viajero que venía a la vanguardia, quien también había empezado a correr cuando escuchó los gritos, la niña se estrechó en un abrazo con él.
Rafael había regresado.

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