viernes, 10 de junio de 2011

Capítulo XXVII


Lo primero que sintió fue un paño húmedo que mojaba sus labios. Después, poco a poco, logró abrir sus ojos. La luz que volvía a ver Alonso no era la del sol; la emitía, tímidamente, una lámpara de aceite, el olor la delataba. Eso fue una bendición para ellos, habían estado cerrados por más de dos días y no habrían soportado un potente resplandor.
Cuando logró enfocar correctamente sus pupilas, notó que estaba en una habitación, humilde, pero habitación al fin. Junto a él, sentada, había una niña tan rubia como el oro, que no tendría más de quince años. Era quien le estaba dando de libar, cuidadosamente, el agua del trapo. La visión de ella lo hizo sentir mejor.
La belleza siempre es regocijante, pensó.
A medida que recuperaba su consciencia comenzó a sentir otras cosas; aunque estaba cubierto con unas mantas de lana, tenía frío y no podía dejar de tiritar. La muchacha le posó el paño húmedo en su frente y, girando la cabeza, dijo:
- Padre, ha despertado.-
Prontamente apareció, a los pies del catre donde estaba el muchacho, un hombre alto, con el cutis ajado por el sol, cubierto en parte por una densa barba.
-¿Has regresado?- Dijo este- ¿Cómo te sientes?-
La pregunta fue bastante tonta ¿Qué podría contestar Alonso? Estaba muy mal, débil, sentía un ardor extremo tanto en su cuello, como en su mejilla, y un dolor que, en un costado de su pecho, latía más que el propio corazón.
- ¿Qué te ha pasado, muchacho?- Preguntó el hombretón.
Alonso intentó hablar, pero le costó mucho trabajo hacerlo, al mover la boca el ardor de su mejilla se intensificó. Haciendo un gigantesco esfuerzo pudo decir:
- Nos atacaron.-
La niña le volvió a poner el paño húmedo, al cual le había renovado su frescura, sobre su frente.
El hombre le sonrió piadosamente y le dijo:
- De ello no me cabe ninguna duda. Puedes estar tranquilo ahora, estás a salvo aquí. Mi nombre es Rafael y ella es mi hija Aurora. Estás a salvo aquí.- Repitió.
Alonso volvió a cerrar sus ojos, le costaba mucho mantenerse despierto. Sentía que sus fuerzas disminuían minuto tras minuto. Rafael se daba cuenta de eso, por lo que continuó diciendo:
- Tu estado es tan delicado que no sabemos bien como cuidarte. Cerca de aquí, en la ladera del monte, a medio día de viaje, vive un hombre que entiende de sanaciones. He enviado por él ayer, cuando llegue podrá hacer algo por ti.
El muchacho lo escuchaba con los ojos cerrados. De tanto en tanto, una punzada en la herida del pecho le hacía emitir un quejido y llevar, instintivamente, la mano hacia ella. Cuando esto ocurría, la muchacha lo tomaba de la muñeca, con suavidad, y se la quitaba de allí.
- ¿Tiago?- Susurró el herido.
- ¿Qué?- Preguntó Rafael.
- ¿Tiago?- Logró decir un poco más fuerte el muchacho.
- ¿El anciano?- Interrogó el hombretón, interpretando lo que quería saber su interlocutor.
El joven asintió con la cabeza.
- Leee…- Titubeó un poco el barbudo, consciente de que la noticia que estaba por dar no era agradable.- Le… Nada pudimos hacer por él.- Hizo una pausa, miró a su hija como para encontrar cierto apoyo que le diera ánimo para continuar lo que debía decir, y luego siguió.- Le hemos dado correcta sepultura. Cuando llegamos hasta ustedes, ya estaba muerto.-
Al muchacho, aún con la debilidad que lo invadía, lograron desprendérsele varias lágrimas. Tiago, su amigo, se había ido para siempre.
Rafael y la niña se sintieron compungidos ante la imagen del muchacho. El hombre vio como la sensibilidad de Aurora le hacía también lagrimear. Para mitigar el dolor del joven, distrayéndolo, continuó:
- La noche anterior al día que te encontramos, habíamos visto el resplandor de una fogata por la zona de la alcantarilla y decidimos que, al día siguiente, iríamos a investigar de que se trataba, hemos sufrido algunos ataques por aquí. Cuando llegamos al lugar te encontramos malherido y te trajimos hasta acá.-
La muchacha seguía con atención el relato de se padre, pero no dejaba de prestársela, también, al herido. Cambió el paño caliente de la frente de este y lo reemplazó por otro humedecido con agua fresca.
El muchacho la miró agradecido y, a pesar de sus heridas y el dolor, sintió algo de placer al hacerlo. Era bellísima, como su amada.
¿Podré volver a estar con Juana? Pensó, lo que le generó más pesadumbre y humedeció aún más sus ojos.
- ¿Quiénes los atacaron?- Preguntó intrigado el hombretón.
- Un, un… Enano- Contestó con muchísimo esfuerzo Alonso.
- ¿Un enano?- Preguntó exaltado Rafael- ¿Un juglar?-
Alonso quedó sorprendido, como sabría eso, se preguntó y le respondió afirmativamente, más con el movimiento de la cabeza que con su voz.
-¡Flair!- Exclamó el hombre -¿Sigue viva esa lacra?-
El joven volvió a afirmar.
- Apareció, no hace mucho tiempo, por aquí.- Relató alterado.- Hambriento y con aspecto de abandono. Al principio nos generó piedad, luego alegría. Sus humoradas nos parecían graciosas y, por las noches, nos entretenía con su laúd. No es frecuente que escuchemos música. Al cabo de unos días se había ganado nuestra confianza.-
Al hombre se le produjo un nudo en la garganta, que le hizo interrumpir su relato. Cuando pudo tragar saliva, logró continuar:
- Una mañana, al despertarnos, descubrimos que había desaparecido. Pensamos que habría salido de paseo por los alrededores, por lo que no nos preocupamos demasiado, pero cerca del mediodía descubrimos a Bartolomé, en su cabaña, asesinado, junto a su mujer y a su hijita, quien había sido abusada por el engendro.-
Alonso escuchó esto último aterrorizado, pero no dudó de la veracidad del relato. Ya había comprobado la crueldad del enano.
- Más tarde.- Continuó Rafael.- Después de enterrar a los tres, nos reunimos y formamos cuatro grupos para salir a buscar al maldito. Caminamos durante dos días casi sin parar, no nos deteníamos ni por las noches.-
El muchacho escuchaba tan atento que, durante el relato, casi no sentía los dolores. Nunca creí que mi corazón podría sentir tanto odio por alguien, como el que le tengo a ese enano, pensó.
- Una mañana lo encontramos.- Prosiguió el buen hombre.- Lo hallamos dormido y lo atrapamos. Lloró, se contorsionó, negó las acusaciones y suplicó por su vida. Pero no nos podíamos apiadar de aquella víbora.-
Rafael detuvo su relato, bajó la vista, cerró sus puños con fuerza y, totalmente encrespado, gritó:
- ¡Maldita alimaña! ¡Sigue vivo!- Unas lágrimas de impotencia le enturbiaron la mirada.- ¡Maldita lacra! Bartolomé era mi hermano.- Dijo sollozando. Luego, un poco más calmado, continuó.- Mañana saldremos a buscarlo nuevamente, no debe haber llegado lejos con sus pequeños y repugnantes pasitos.- Respiró hondo, miró al techo como rogando y sentenció.- ¡Lo hallaremos!-
La niña, también llorando, volvió a cambiar el paño de la frente de Alonso, quien solo se mantenía consciente, por la fuerza que le generaba el interés en la historia que el hombre estaba relatando.
- Supongo que a ustedes también los habrá engañado.- Prosiguió.- No sientas culpa por ello, es muy hábil para hacerlo. La mañana aquella en la que lo atrapamos, decidimos que no merecía que nos mancháramos las manos con su sangre. Arrojé su laúd al río, para hacerlo sufrir alguna pérdida y, luego, lo colgamos de un árbol para que tuviera una merecida y lenta muerte. El resto de la historia creo que la sabes tú mejor que yo.-
Diciendo esto último, se calmó un poco y se sentó en un banco, con su cara apoyada en la palma de sus manos y los codos sobre sus muslos. Estuvo un rato en silencio hasta que volvió a sollozar de impotencia.
Esto fue lo último que Alonso vio, antes de desvanecerse.
Cuando el joven abrió otra vez los ojos, habían pasado varias horas. Esta vez la claridad no provenía de la lámpara, sino del sol. Era de día y la luz lo enceguecía, no lograba enfocar la mirada en objeto alguno y sentía muchísimo frío. Los ardores y el latente dolor punzante les resultaban casi insoportables. Distinguió dos siluetas dentro de la habitación, una grande y una pequeña, y supo, solo por intuición, que se trataban de Rafael y su hija.
- Ahí llegaron.- Logró escuchar.
Una claridad intrusa y repentina, que se filtró a través de la puerta recién abierta, lo encegueció aún más. Apenas si logró distinguir una nueva figura, grande y difuminada, que se paró a los pies del catre donde yacía y a la que escuchó decir:
- ¡Déjenme a solas con él! –
Luego la oscuridad y el silencio invadieron nuevamente sus sentidos.

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