jueves, 4 de agosto de 2011
Capítulo XLIV
Reemprendieron su viaje ralentizando, sin darse cuenta, sus pasos. La despedida de ambos estaba más cercana que nunca y, aunque era algo impostergable, ellos parecían querer postergarla. Tomaron por una calleja que los llevó hacia una avenida, la cual desembocaba en la puerta de Quesada. Si bien ir por allí les prolongaba un poco el recorrido, lo hicieron para evitar salir por la puerta de Granada, ya que ese sería el camino más probable que tomarían Rodríguez y sus hombres, si se estaban yendo también de la ciudad, y era conveniente que los evitaran.
Al atravesar la muralla se produjo el momento que siempre supieron que sería inevitable. El guardián se dirigiría hacia el sur, a cumplir su misión en la cueva de Benaoján, mientras que su amigo debería partir hacia el poniente, a librarse de la deuda que sentía que tenía que pagarle a la familia de Tiago.
No quisieron que la ceremonia se extendiera mucho, simplemente se dieron un fuerte abrazo, palmeándose con firmeza la espalda.
- Gracias por haberme salvado la vida.- Le dijo el joven, remitiéndose al estado lamentable en el que su amigo lo había encontrado en la casa de Rafael.
- Gracias por allanarme el camino hacia el corazón de Aurora.- Contestó Manuel.
Se separaron. El primero que se animó a caminar fue el guardián, quien se alejó barranca abajo hacia el sur. Alonso se quedó un instante inmóvil y reflexivo, reprimió las lágrimas que pudo, quizás nunca volverían a verse con Manuel y luego, a paso lento, comenzó a dirigirse hacia su destino.
Alejarse de la ciudad lo hizo sentirse algo mejor, el aire estaba fresco y careciente de hedores, y el paisaje era gratificante. Arces, robles y enebros lucían, aisladamente, sus siluetas a un lado y el otro del sendero y, ocasionalmente, algún ciervo se dejaba ver a la distancia. Avanzó durante un par de horas, siguiendo las indicaciones de Lope. A mitad de la mañana llegó a la cañada de El Paso y la atravesó con cierta dificultad. Cuando logró cruzarla pudo ver las torres. No eran como las había imaginado, estaban deterioradas y abandonadas, como si hubieran sufrido algún ataque. A su alrededor había tierras extrañamente cubiertas de sal, en las que no crecía vegetación alguna. A poca distancia de ellas vio el caserío que tanto le había descrito Tiago. Se acercó hacia el pequeño poblado y, a medida que lo hacía, su desazón fue en aumento. Las viviendas lucían deshabitadas y, la mayoría de ellas, en parte destruidas. Examinó algunas y solo encontró escombros y hollín. De repente un ruido le llamó la atención, al girar la cabeza hacia la dirección de donde provenía, vio a alguien ingresando en una casa. Se acercó con precaución al lugar y, venciendo sus temores, dijo:
- ¡Buen hombre, salga!-
Nada sucedió por lo que comprendió que aquella persona tenía más miedo que él. Esto lo envalentonó.
- ¡Salga, buen hombre! ¡No le haré daño!- Insistió.
Como un cachorro que evalúa hasta que punto se puede acercar a alguien sin correr peligro, de la oscuridad interior de la vivienda, se fue asomando un anciano y, de a poco, se fue acercando al joven. Vestía unos harapos marrones y raídos, tenía una larga barba, gris y sucia, y una leve joroba remataba su espalda.
- ¡Acérquese amigo, no tema!- Le dijo Alonso.
El hombre avanzó lentamente hasta quedar de pie frente a él, observándolo con desconfianza.
- Tiago.- Dijo el muchacho.- Soy su amigo, busco su casa.-
El viejo, al escuchar un nombre que le resultó familiar, sonrió logrando lucir tan solo tres dientes y tomó al muchacho por la muñeca llevándolo, casi a la rastra, hacia una de las cabañas.
- Tiago, Tiago, Tiago.- Repetía al hacerlo.
Se detuvo frente a unas paredes derruidas, entre las cuales las tejas del techo yacían rotas y desordenadas en el suelo.
- ¿Está es?- Preguntó, con asombro y aflicción, Alonso.
El anciano asintió con la cabeza.
- Tiago, Tiago.- Volvió a decir.
- ¿Dónde está la familia de él? Dijo el joven.
Dando un paso, el viejo volvió a tomarlo de la muñeca y lo guió hacia donde había sido el patio trasero de la vivienda. Cuatro montículos de tierra con improvisadas cruces hechas con palos, le reveló lo sucedido.
- ¿Tiago?- Dijo.- Su familia… ¿Han muerto?-
- Magrebíes.- Contestó simplemente el anciano, mientras decía que si con la cabeza. Luego se alejó de allí dejando al muchacho en soledad.
Alonso cayó de rodillas frente a las tumbas comprendiendo todo. En una incursión los benimerines habían atacado la aldea, destruyéndola y matando a la mujer de su amigo y a sus tres hijos.
No podía sentirse más triste, si bien no los conoció personalmente, se había encariñado con ellos a través del amor que manifestaba tenerles su amigo, cada vez que los mencionaba.
De repente una idea reveladora aclaró sus pensamientos. Su mentor no habría resistido haber regresado a su casa y encontrar que ya no tenía familia, se dijo. Fue por eso que en Flair, su ejecutor, pudo ver la aurora Tiago, pero no él. Para el anciano el enano sería quien le evitaría sufrimientos, en cambio, para si mismo, el que le haría perder a su compañero. Él no debía resucitarlo, Tiago sí.
El equilibrio también incumbe a los sentimientos, pensó.
Estuvo un buen rato penitente en el lugar, cavilando sobre todo lo sucedido. Finalmente le vino a su cabeza la imagen de Juana y sintió eso como una señal. Ya nada lo ataba al lugar, por lo que debía emprender el regreso. Con el sol del mediodía fulgurante sobre su cabeza, se puso de pie y se marchó de la destruida aldea. Mucho le quedaba por hacer, lo esperaba cumplir con su misión en alguna cueva de Talavera y regresar con su niña. Esto último sería lo primero que haría, le costaba mucho soportar su ausencia. Iría a Toledo.
Atravesó nuevamente, pero en sentido contrario, la cañada real y siguió caminando hacia el este. Según sus nuevos planes llegaría nuevamente a Úbeda bastante antes de que cayera el sol, dormiría allí y partiría al día siguiente a desandar su recorrido. A pesar de la pena que lo embargaba, sentía cierto alivio por no cargar más con la obligación de informar a la familia de Tiago, sobre lo sucedido con él, y por pensar que ellos estarían juntos, nuevamente, en algún lugar.
La tarde avanzaba hacia la noche y él hacia la ciudad. Sus pasos no eran rápidos y aunque no estaba ansioso por llegar, al poco tiempo, lo hizo. Atravesó la muralla bajo una de las últimas claridades vespertinas y se dirigió a la posada de Lope, en la que los dueños se extrañaron al verlo de regreso tan pronto.
Durante la cena Alonso les contó lo sucedido, no tenía nada que ocultarles, salvo algunos detalles. Mientras hablaba el niño, Fermín, no dejaba de mirarlo con admiración. Al día siguiente volvió a despedirse de los posaderos, en una vez que sería la última y comenzó su viaje de regreso.
Cruzó toda la ciudad hasta la puerta que lo había visto entrar y encaró la loma barranca abajo. El frío había disminuido, aunque faltaba bastante para que floreciera la primavera. Después de haber caminado lo suficiente llegó al Guadalimar y, sobre el puente de madera, lo cruzó. Había prestado mucha atención al camino durante la ida por lo que recordaba muy bien por donde debía ir, incluso en la zona granítica donde los puntos de referencia eran más confusos. Siguió avanzando hasta que decidió detenerse, al mediodía, a comer un tentempié que le había preparado Adelina.
Las manos del hombre obtienen el pan de hoy, pero las de mujer proveen el del futuro, pensó al darse cuenta que él no habría previsto, por sí mismo, que tendría hambre en algún momento.
Ya había culminado de alimentarse cuando el sonido de unos pasos y la casi simultánea aparición de alguien lo alertó. Levantó la vista y, al reconocer a quien había llegado, sus músculos se tensaron buscando una espada o algún arma que no portaba. Era el pequeño golfín moro, que había escapado del ataque de los caballeros. Alonso tomó una roca del suelo y lo amenazó con ella.
- Para, para.- Dijo el muchachito.- No te haré ningún daño que te haga mal.-
El joven no confió en sus palabras.
- Mírame.- Continuó el otro.- Estoy desarmado y débil ¡Por favor, tengo hambre! Hace dos días que no me alimento ni como nada.-
Alonso estudió por un momento la situación ¿Qué podría hacerle aquel chico? Además, si hubiera querido atacarme lo habría hecho por sorpresa, pensó.
Dejó la piedra, tomó pan y un trozo de queso de su bolsa y se los ofreció, aunque sin dejar de desconfiar de él. No podía olvidarse que había sido uno de sus atacantes. El morito tomó los alimentos y se los devoró con fruición.
Terminada la comida el guardián se puso de pie y, para despedirse del muchacho le dijo:
- Debo seguir viaje.-
- Déjame ir contigo los dos juntos, amo.- Le solicitó este.
- ¿Amo?- Pregunto Alonso.- No soy tu amo.- Afirmó.
- ¡Déjame acompañarte!- insistió el muchachuelo.
- ¡No!- Contestó secamente el guardián- ¡Viajaré solo!-
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