viernes, 26 de agosto de 2011

Capítulo L


Si bien la puerta era de madera, en ella se pudo ver reflejada la desazón de Alonso. El lugar lucía abandonado, la malezas habían crecido sin control a su alrededor, todo lo que le permitió el frío del invierno, y nada evidenciaba que hubiese movimiento en su interior. Empujó la hoja de madera y, conjuntamente con el chirrido, la oscuridad del interior se vio invadida por parte de la claridad de la tarde. No había casi nada adentro de la vivienda, apenas la mesa, uno de los bancos y un cajón vacío; todo cubierto de polvo. Revisó cada una de las habitaciones, sin encontrar más que su decepción entrando y saliendo de ellas.
¡Juana! ¡Juana! Su Juana ¿Dónde estaba? ¿Por qué se habría ido? Se decía.
No se desesperó, prefirió elegir pensamientos que alimentaran la esperanza de encontrarla. Osenda fue lo primero que se le ocurrió, la prima de la niña debería saber que había pasado con ella. A paso firme se dirigió hacia su casa, aún quedaba bastante del día para poder ver con la luz del sol.
Halló la vivienda de la muchacha, tal cual la había visto la última vez que había ido. Golpeó la puerta, con la violencia que le provocaba la impaciencia, y esperó. Tras su apertura, quien apareció fue un hombre gordo y barbudo, con una gruesa túnica de algodón marrón, quien, con tono poco amigable, interrogó al muchacho:
- ¿Qué quieres?-
- Busco a la muchacha para hacerle una pregunta sobre su prima.- Respondió explicativamente, para evitar malos entendidos.
La respuesta del barbudo fue casi lapidaria para las ilusiones de Alonso.
- ¿Qué muchacha?-
El joven quedó atónito, no podría existir esa duda si ella viviera allí.
- O… Osenda.- Respondió titubeando.
El hombre lo evaluó de arriba abajo antes de contestarle. Luego, concluyendo que no le importaba el asunto, respondió:
- Ah, la hija de Zurro. Se ha marchado, se casó con un caballero y se fue de aquí.
¿Osenda casada con un caballero? Se interrogó Alonso con incredulidad.
- ¿Se ma… marchó? ¿A dónde?- Preguntó.
- A Madrid.- Respondió el hombre.- Se fue con sus padres y el noble. Compré su casa y no se nada más.-
Dicho esto último, de manera algo desconsiderada, entró a la vivienda y cerró la puerta, dejando afuera al joven boquiabierto.
Dejando de lado cualquier análisis sobre el destino de la vida de Osenda, Alonso se concentró nuevamente en lo que más le interesaba, Juana.
¿Dónde estaría? ¿Cómo lo averiguaría? ¿Se habría ido con su prima a Madrid? Esto último lo descartó enseguida, el hombre había dicho que Osenda se fue con sus padres.
Dejó el lugar caminando por la calle lentamente, sin un rumbo determinado, tratando que su cabeza creara un rompecabezas, que le permitiera saber donde podía empezar a averiguar algo sobre lo que estaba buscando.
¡Guillermo! Fue la palabra que iluminó repentinamente sus pensamientos. Debía hallar al talavero, él sabría que había pasado con Juana. Para ello las alternativas no existían, tendría ir al convento y preguntar allí por él, aún corriendo el riesgo de que lo estuvieran esperando para capturarlo. No sabía que le esperaría, si lo acusarían por los incidentes con Ordoño o si habían creído la historia de que se había marchado abruptamente, para atender a Onofre en su enfermedad. Todo era incertidumbre, pero no tenía otra opción, debía ir.
Con el rumbo definido se avanza más rapidamente que cuando se viaja a ningún lado, por lo que sus pasos eran, ahora, firmes y ligeros.
Teniendo a la noche a punto de caer sobre él y la ciudad, recorrió los empedrados, barranca arriba hasta que, al cabo de algunos minutos, se encontró frente a las puertas del cenobio. Golpeó la dura madera, con la pesada aldaba que pendía de una de las hojas de ellas, y aguardó alguna respuesta. Al rato, luego de que cesaran los sonidos crecientes de unos pasos, la puerta se abrió. A quien vio detrás de ella fue al monje médico.
- ¡Alonso! ¡Has regresado! ¿Dónde has estado? ¿Qué ha sucedido con tu amigo enfermo?- Dijo el hombre.
El muchacho no respondió nada. Se sintió aliviado ante la última pregunta, significaba que habían creído, en el monasterio, el motivo que lo había llevado a partir repentinamente. Mediante señas, le dio a entender al clérigo, que le facilitara papel y pluma para poder contarle. Este, sin extrañarse por ello, lo condujo hasta el scriptorium, al tiempo que llamaba, a los gritos, a Fray Gerardo.
Cuando llegaron al lugar, también lo hizo el monje mayor.
- ¡Hijo!- Le dijo.- Me alegra verte. Al menos uno ha regresado.-
Alonso contestó con una sonrisa, pero la frase del fraile lo intranquilizó ¿Qué habrá querido decir con eso? Pensó.
El ex mudo tomó la pluma y comenzó a escribir. Por cortesía lo primero que hizo fue responder las preguntas que le había formulado el médico al verlo, pero la impaciencia por saber acerca de Guillermo lo invadía.
El muchacho contó por escrito, lo que podría haber dicho verbalmente si no tuviera que ocultar su voz y la explicación sobre la reciente existencia de ella. No fue muy extenso lo que tuvo que explicar, solamente la muerte de Onofre y, después de eso que quitaba el sentido de su permanencia en Arganda, algunos pocos detalles sobre su regreso.
Cuando vio que los monjes quedaron satisfechos con su explicación, los interrogó acerca del talavero.
- No sabemos nada de él.- Contestó Fray Gerardo.- De un día para el otro dejó de asistir al convento y, al tercero de no hacerlo, mandé a buscarlo, preocupado por él. No lo hallaron. El padre Roberto encontró la posada de Ximénez deshabitada y nadie supo decir a donde se habían ido todos.
Alonso quedó atónito ante el relato ¿Guillermo había desaparecido junto a Ximénez y su Juana? Se preguntaba ¿Por qué? ¿Cómo? ¿A dónde?
Volvió a interrogar al monje sobre ello y este le respondió:
- Nada, como si se los hubiera tragado la tierra.-
Al argandeño la noticia lo abatió, era el último recurso que tenía para conseguir una pista sobre lo sucedido con ellos ¿Qué haría? Si bien los puntos cardinales eran tan solo cuatro, la dirección que podrían haber tomado, podía ser una de las infinitas que hay.
“Deberé partir para tratar de encontrarlos”. Escribió Alonso.
- ¿Pero hacia dónde te dirigirás?- Le preguntó Gerardo.
La respuesta, el muchacho, la dio encogiéndose de hombros.
- Antes debes asearte y descansar.- Le dijo el fraile.- Te ves hecho un desastre. Pasa el tiempo que quieras aquí y cuando lo consideres pertinente podrás marcharte.
Esto último, a Alonso, le pareció bien. La prisa no era buena compañía en ese momento y, por cierto, necesitaba lavar sus prendas, su cuerpo, alimentarse y dormir en algún lugar digno.
De no haber sido por sus tribulaciones, el monasterio le habría parecido el paraíso luego de la dura travesía que había realizado. Dos novicios le prepararon agua caliente en una tina, en la que se bañó y se relajó lo que pudo. La carne de la cena resultó ser exquisita y las verduras, frescas y sabrosas.
Lo profundo de la noche lo encontró tirado en un mullido catre, sobre el cual hizo reposar, durante algunas horas, a su insomnio.
¿Qué habría sido de sus amigos? Era la pregunta que perturbaba sus pensamientos. Las posibilidades no eran muchas. Podrían haber sido secuestrados y ultimados por los malignos o haberse ido por su propia voluntad. Ambas posibilidades eran malas, la primera por sí misma y, para la segunda, tendría que haber habido algún motivo, el cual tampoco era bueno.
Se sentía muy mal por ello. Finalmente el cansancio y el sueño lograron triunfar y se durmió.

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