viernes, 19 de agosto de 2011
Capítulo XLVII
Dejaron Malagón al día siguiente, tomando rumbo hacia el norte. Los pasos de Alonso tendían a acelerarse inconscientemente, como los de un potrillo retornando al corral donde se encuentra su madre, al sentir que el camino lo llevaba de regreso a sus lugares y sus seres queridos. Entre ellos se encontraba Guillermo. El muchacho recordó el sufrimiento de ambos, mientras el talavero se debatía entre la vida y la muerte por causa de la peste. Su recuperación fue una de las alegrías más grandes de su vida ¿Qué sería de la vida de él? ¿Seguiría brindando la protección que había prometido hacia Juana? Seguro que sí, pensó.
Al muchachito le costó seguir el tranco que llevaba su compañero.
- Más despacio amo, vas muy rápido y a gran velocidad.- Le dijo.
Alonso, con la sonrisa que le generó la redundancia del grullo, aminoró su marcha hasta lograr una con rapidez aceptable.
- Ahora si puedo caminar contigo, siguiendo tus pasos.- Aclaró Pedro.
El guardián reflexionó un instante, como ya lo había hecho antes, acerca de la forma de hablar del pequeño moro. De repente le vino a la cabeza una idea acerca de cómo podía corregir la reiteración en su habla.
- ¿Sabes leer?- Le peguntó.
El grullo no solo no sabía hacerlo, sino que casi no conocía lo que era. Como contestar que si, sería afirmar sobre algo que no conocía, pensando lógicamente respondió que no. Entonces al traductor se le ocurrió hacer algo sobre lo que no conocía antecedentes, salvo algunas referencias sobre las lecciones que dictaba Platón. En plena caminata comenzó a darle clases a Pedro para que aprendiera a leer. Primero le explicó lo que significaba hacerlo y para que servía.
- Es un código.- Le dijo.- Lo que tu piensas o quieres decir, lo dibujas de manera tal que, cuando lo vea otra persona que conozca que significa cada dibujo, pueda entender lo que tu piensas y repetirlo.-
- Son como los golpes que me daban los amos.- Dijo el morito con suficiencia.
- ¿Cómo es eso?- Preguntó Alonso intrigado.
- Cuando un amo me había golpeado, otro amo veía las marcas de los golpes y, sabía así, que un amo ya me había golpeado.-
El argandeño se rió por la analogía, no sin sentir compasión por lo que debía haber sufrido el chico en manos de aquellos villanos.
- Algo así.- Le respondió.
Siguieron avanzando muy entretenidos. El guardián buscaba objetos que le sirvieran para darle las lecciones a Pedro.
- ¿Ves aquella roca que termina en punta? – Le preguntó.
- ¡Si!- Respondió este.
- Esa es una “A”- Le enseñaba Alonso y complementaba la explicación dibujando una en el suelo, con una piedra o con un palo.
Al muchacho le agradó eso, tenía facilidad para el aprendizaje. A veces, en medio de la caminata, el guardián se detenía y lo sorprendía pidiéndole que dibujase en el suelo tal o cual letra. Pedro cumplía los pedidos sin error alguno, era muy inteligente.
Casi sin haberse dado cuenta ni detenerse para comer, se encontraron atravesando la sierra del Rebolledo y, antes del anochecer, llegaron a la posada donde había estado el guardián con Manuel y Simón.
Sin entablar mucha relación con los posaderos, quienes mostraban un manifiesto carácter huraño, saludaron, ingresaron al lugar, tomaron la cena cuando esta estuvo lista y, luego, se retiraron a dormir en la pequeña habitación que les habían destinado. Alonso, una vez acostado, no pudo resistir el consistente impulso de sus parpados de cerrar sus ojos, pero cada vez que esto ocurría, la voz de Pedro hacía que se abrieran.
- A, B, C…- Recitaba el jovencito con entusiasmo.
El guardián, satisfecho con el logro que estaba consiguiendo, no lo reprimió la primera vez que el muchacho lo hizo; tampoco la segunda ni la tercera. Cuando perdió la cuenta de en que número de reiteración del abecedario, que interrumpía su sueño, se encontraba el grullo, le dijo con fastidio:
-¡Calla! Por favor, debemos dormir.-
El chico, si decir nada, se quedó en silencio luego de una “M”. Tuvo el impulso de completar hasta la “Z”, pero le hizo caso a Alonso. Al poco rato ambos estaban dormidos.
Cuando a la mañana siguiente llegó el momento de que se fueran, Alonso le pagó al posadero por el hospedaje. Al hacerlo cayó en la cuenta de que casi no le quedaba dinero, por lo que debería afrontar el regreso a Toledo con total austeridad, lejos de posada alguna. No le preocupó mucho el asunto, una vez que volviera a la ciudad, si todo estaba normal, tendría hospedaje en lo de Ximénez y el trabajo en la escuela, el cual le generaría nuevas ganancias.
Al poco tiempo de haber partido decidió continuar con sus lecciones, le resultaba fácil instruir a la lucidez del muchacho.
- Te enseñaré las sílabas.- Le dijo.
- No me enseñes nada.- Respondió su acompañante.- Al amo no le gusta que sepa lo que aprendí.- Completó reprochándole.
Alonso, entendiendo lo que sucedía, logró explicarle que lo de la noche anterior no había sido un fastidio acerca de lo que él había aprendido, sino de lo mucho que hablaba sin dejarlo dormir.
Luego de la aclaración, sin síntomas de rencor alguno, el chico le dijo:
- Enséñame las síblanas.-
El guardián rió con ganas.
Continuaron por el camino y las lecciones, deteniéndose a cada rato a dibujar en el suelo, por lo que avanzaron lentamente.
Estaban muy concentrados en el aprendizaje, garabateando letras en el suelo, cuando sin que lo advirtieran, como volando, desde las ramas de uno de los árboles entre los cuales estaban, un lince, de los más grandes, surcó el aire y, con un zarpazo, hirió profundamente uno de los pómulos de Pedro. Alonso, instintivamente, tomó una rama del suelo y enfrentó al felino. Trató de ahuyentarlo pero este permaneció delante de él, desafiante y dispuesto a atacar nuevamente, El guardián evaluaba como acometería el animal, para asestarle un buen golpe, cuando de repente un recuerdo le vino a la cabeza.
- ¡Lecodám ebinea!- Dijo a viva voz.
El lince se quedó inmóvil, como consecuencia del hechizo de dominación, abandonando su actitud agresiva.
- ¡Shuuu! ¡Vete!- Gritó Alonso extendiendo su brazo y señalando la lejanía con un dedo.
Con gran parsimonia el animal dio media vuelta y se alejó del lugar. El guardián recorrió con la vista todos los alrededores, para cerciorarse de que no hubiera una pareja del atacante. No la había. Luego de la ida de la bestia se dirigió, presuroso, a ver el estado del muchacho. No era bueno, su cara estaba cubierta de sangre y mostraba tres heridas paralelas y profundas en su lado derecho. Por el miedo y el dolor, Pedro solo atinaba a llorar.
- Te pondrás bien.- Le dijo el guardián para animarlo.
Podría curarlo en ese instante, pero el estado de consciencia del muchacho le permitiría descubrir su secreto. Alonso evaluó brevemente la situación y finalmente no le importó que él supiera ¿Qué otra cosa era en ese momento más importante que el bienestar del muchacho? Pensó. Podría morir por esa herida.
- Te curaré.- Le dijo. Pero verás algo que debes prometerme que no lo contarás nunca ¿Me lo prometes?-
El jovencito, con los ojos inundados por las lágrimas y la cara por la sangre, asintió con la cabeza.
Pasando su mano por las heridas el guardián dijo:
- Haraneo atsa.-
Pedro abrió enormemente sus ojos, por un instante, y después expresó con ellos el placer del exilio del dolor. Luego, mientras se ponía de pie, preguntó:
- ¿Qué me has hecho?-
- Es mejor que no lo sepas. Me has prometido que nunca hablarías de ello.-
- Así es amo, yo siempre cumplo lo que prometo, haciéndolo.-
El guardián confió, seguramente con razón, en el chico. Continuaron el viaje y al llegar a un arroyo, el grullo pudo lavar todas sus manchas. Alonso hizo una fogata y, a la vera de ella, colgaron las ropas mojadas del muchacho en unas ramas de roble para que se secaran. El joven también aprovechó a lavar las suyas que olían a suelo de establo y las puso a secar. Las costillas estampadas en el torso de Pedro le evidenciaron al traductor el hambre que debía haber pasado con los rufianes, lo que acrecentó el sentimiento de cariño que tenía hacia él. El calor del fuego los reconfortó y los ayudó, poco a poco, a ir olvidando la situación vivida con el lince. Al rato se vistieron y siguieron caminando en silencio, hasta que le morito dijo:
- ¿Si aprendo a leer podré curar como tu lo haces?-
Alonso dudó un poco acerca de lo que le respondería hasta que, sin tener ninguna certeza de lo que le sucedería en la vida al chico, dijo:
- No lo se, pero si aprendes a hacerlo podrás lograr cosas que jamás habrías pensado que conseguirías.-
Pedro no preguntó más nada sobre el asunto y, poco a poco, el episodio del lince fue quedando en el olvido sobre las huellas que iban dejando, y sus espíritus se fueron animando, por lo que regresaron las lecciones sobre las sílabas. Ma, pe, ta, ti, eran algunas de las cosas que repetía el grullo.
Un par de horas más adelante el jovencito ya componía palabras y, sin que lo hubiesen advertido, la noche les fue llegando, el entusiasmo por las letras disminuyendo y su consciencia sobre el hambre que tenían aumentando. Estaban ya muy cerca de lo de Rafael, la luna aún mantenía fuerza suficiente como para guiarlos y el aullido de los lobos todavía no se había presentado. Alonso decidió que debían seguir y llegar esa misma noche a lo de Aurora.
Una hora más tarde, muy exhaustos pero satisfechos por el fruto del esfuerzo, llegaron a su destino. La casa estaba a oscuras y en silencio, hasta que los animales del corral se inquietaron a causa de su presencia.
Alonso se acercó a la vivienda y sin que tuviera tiempo de palmear sus manos y anunciar su presencia, de las sombras apareció un hombre que estrelló un madero contra su antebrazo izquierdo, escuchándose, con ello, el ruido de dos crujidos.
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