jueves, 4 de agosto de 2011
Capítulo XLV
Tomando nuevamente la ruta hacia el noreste, Alonso inició su caminata. Siguiéndolo a unos pocos pasos de distancia, el muchachito hizo lo mismo. Esto incomodó al guardián, no se fiaba de él y deseaba viajar solo, ya que tenía muchas cosas en que pensar. Varias veces intentó persuadirlo de que dejara de hacerlo, pero fue inútil. Incluso cuando lo amenazaba con arrojarle piedras, el pilluelo huía hasta una distancia en la que se sintiera libre del alcance de estas, pero cuando Alonso retomaba su camino volvía a seguirlo. Finalmente el joven se resignó a la compañía del moro y avanzó sin volver a detenerse, pero tomando la precaución de mantener bajo vigilancia los movimientos de su persecutor.
Si está planeando atacarme en algún momento, podré controlarlo mejor si lo tengo a la vista, pensó sabiamente.
Ese razonamiento hizo que le molestara menos la presencia del jovenzuelo.
El anochecer los encontró cerca del lugar, entre las rocas, donde ya habían acampado Alonso y Manuel. Al guardián le pareció un buen sitio para volver a hacerlo. Juntó la leña que encontró en la zona, que no era mucha, y encendió una fogata. La pequeñez de ella evitó que desdeñara el aporte de ramas que hizo el muchacho. Sin dejar de vigilarlo, se sentó en el suelo y recostó su espalda contra una de las piedras. El reflejo de las llamas en la roca producía un caótico arco iris que, al mirarlo, invitaba a la retrospección.
- ¿Tienes algo para comer que nos pueda alimentar?- Preguntó con desenfado el muchachito.
Alonso le dijo que no meneando la cabeza y con cierta indiferencia; no quería entablar diálogo con él. Cuando la apariencia inofensiva del chico le comenzaba a generar confianza, volvían a su mente las imágenes de aquel asalto matinal de los golfines del cual, su acompañante había tomado parte. No dejó de vigilarlo con su mirada.
La noche avanzó y, con ella, el sueño. El guardián se resistía a dormir para no dejar de controlar a su acompañante. A este no parecía importarle nada porque, cuando la luna apenas atinó a asomar, recostado contra el frío granito se quedó dormido. Alonso reposaba cubierto con su manta, la que le brindaba un poco de confort, pero su cara estaba helándose. Sobre todo la punta de su nariz, a la cual sentía como un pequeño manantial del que emanaba agua. Observó el cuerpo del muchacho, acurrucado en sí mismo, y sintió un poco de compasión. Aún conservaba la bolsa de Tiago, sacó la manta del difunto de ella y lo cubrió con esta. Entrada en sueños, la cara del moro parecía la de un niño, de hecho casi lo era, que no manifestaba maldad alguna.
Echó las últimas ramas que había reservado a las llamas, las cuales ya habían empezado a mostrar cierta debilidad y permaneció sentado negándose a cerrar los ojos. Quizás como recompensa de dicho esfuerzo, fue que el cielo de esa noche le brindó un prolongado y maravilloso ballet de estrellas fugaces, que el guardián nunca había visto antes.
Se dio cuenta de que se había quedado dormido, cuando despertó a la mañana siguiente. Primero lo hizo con los ojos cerrados, pero cuando su mente tomó consciencia de la realidad, los abrió violentamente y comenzó a observar todo a su alrededor. Primero buscó en vano a su peligroso acompañante, el cual no se hallaba en el lugar. Después, falsa sospecha mediante, comprobó que su bolsa y la de Tiago no habían sido robadas. Por último se detuvo a observar la difunta fogata, de la que solo quedaba una negra mancha en el suelo de piedra y las pocas cenizas que habían logrado resistirse al viento. Recién ahí se dio cuenta de que el frío le calaba hasta los huesos. Enrolló la manta sobre si mismo y comenzó a mecerse, siempre sentado, de atrás para adelante, exhalando volutas de vapor.
Estaba en esa tarea de recuperación cuando, de pronto, apareció el muchachito; traía varias ramas secas debajo de uno de sus brazos y un conejo muerto en la mano del otro.
- Tenemos comida, amo.- Le dijo.
Alonso iba a decirle nuevamente que no era su amo, pero se contuvo, algo le dijo que sería el comienzo de una discusión inútil el hacerlo.
El jovencito acomodó las ramas y, con su yesquero, encendió rapidamente el fuego. Después, con gran habilidad y un pequeño cuchillo, desolló al animal y ensartándolo en una vara, comenzó a cocinarlo sobre las llamas, demostrando tener un gran conocimiento acerca de lo que hacía.
El guardián lo observó realizar todas esas acciones mientras analizaba la situación.
Si el muchacho hubiera querido robarme, pensó, podría haberlo hecho mientras yo estaba dormido y no me habría dado cuenta; hubiera podido, incluso, haberme matado con su cuchillo ¿Por qué habrá estado en el ataque aquel día?
El razonamiento aumentó su confianza hacia el muchacho.
- ¿Cómo te llamas?- Le dijo, teniendo el primer gesto amistoso hacia él.
- Pedro el grullo me dicen, amo.- Contestó este.
Esta vez, al joven, el rango que le otorgaba el muchacho le pareció gracioso.
- ¿Qué hacías con aquellos hombres que nos atacaron?- Interrogó Alonso.
- Eran mis amos, amo.- Respondió Pedro.
La contestación sorprendió al guardián y lo hizo pensar acerca de lo que decía ¿Un esclavo? Pensó, no hay esclavos en Castilla.
- ¿Por qué nos atacaste? Insistió Alonso.
- Yo no lo hice. Los amos lo hicieron, amo.- Fue la respuesta.
- Pero tu estabas con ellos, podrías haberte ido.-
El muchacho escuchaba y respondía sin mirar al guardián, su vista estaba fija en el conejo el cual, a medida que lo hacía girar sobre las llamas, se tornaba más y más oscuro.
- Una vez traté de escapar yéndome, amo. Pero los amos me descubrieron cuando me encontraron y me lastimaron a palazos. Estuve muchos días quieto y sin poder moverme, durante mucho tiempo.-
Alonso prestaba mucha atención a la historia que contaba el muchacho. Este, sin dejar de hablar, cortó unos trozos cocidos del conejo, se los ofreció y el argandeño los comió con agrado.
La comida, con hambre, siempre es un manjar, pensó el guardián.
- Me obligaban a hacer lo que ellos querían, si no me castigaban pegándome.- Continuó Pedro.- Cuando los de a caballo acabaron con ellos me sentí liberado, pero después de escapar me sentí solo y no me gusta estarlo sin ninguna compañía.- Concluyó.
A Alonso le causó mucha conmiseración la historia. Le creyó al muchacho, hablaba con inocencia y sin maldad. Aceptando su presencia, después de haberse alimentado ambos, se puso de pie y le dijo:
- ¡Vayámonos!-
El muchacho arrojó el último hueso de conejo que tenía en la mano a las llamas y, con una sonrisa que le atravesaba toda la cara, se levantó diciendo:
-¿Me llevas contigo, amo?-
- ¡Vayámonos!- Repitió el guardián como respuesta, sin estar seguro de lo que hacía.
El observarlo ahora, de manera más amistosa y no como un forajido, cambió la visión que Alonso había tenido sobre él. Lo veía más niño que antes, calculó que superaría los dieciséis años.
Avanzaron sobre las piedras con decisión. Ambos conocían el camino, pero más el muchacho.
Pedro no paraba de hablar y, entre tantas cosas que dijo, le contó al guardián su historia tal cual el la recordaba. Le dijo que los malos hombres lo habían criado de pequeño, luego de que sus padres muriesen. Que después de muchos años había empezado a sospechar que ellos mismos los habían matado, aunque no recordaba nada de aquello, pero que los había visto hacer cosas espantosas a la gente, por lo que eso le generó, siempre, dudas acerca de que su origen fuera el que ellos le habían contado. Le narró que los rufianes lo obligaban a trabajar para ellos, haciéndole hacer todos los quehaceres necesarios.
El relato de Pedro entretuvo a Alonso durante toda la travesía. Casi sin que se dieran cuenta, el comienzo de la tarde los encontró en la orilla del Guarrízaz. El guardián hizo que el muchacho se detuviera y le dijo:
- ¡Quédate aquí, ya regreso!-
Descendió entre las piedras hasta las aguas y, cuando estuvo oculto de la mirada del jovenzuelo, con un palo que tomó del suelo y un hechizo hizo su trabajo. De inmediato regresó con su compañero con dos pescados de generoso tamaño.
- ¿Cómo hiciste para hacerlo?- Preguntó Pedro.
Alonso no le respondió, comenzó a recolectar leña y, al poco tiempo, ambos estaban alimentándose por segunda vez en el día, lo que no era poco.
Pedro era el que más placer sentía al hacerlo.
- ¡Mnh! El gusto de esto es muy sabroso.- Dijo
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