jueves, 28 de julio de 2011

Capítulo XLIII


Tardaron bastante tiempo Alonso y Manuel, en recuperarse de la conmoción sufrida, por lo que no hablaron entre ellos, hasta el momento en que el guardián logró decir:
- No podemos dejar a estos infelices así.-
- No, no podemos.- Contestó su amigo.
La coincidencia de sus pensamientos los hizo ponerse en acción. Arrastraron los cuerpos hasta donde comenzaba a elevarse el peñasco y los acomodaron paralelamente, uno cerca del otro. Luego comenzaron a recolectar rocas y a cubrirlos con ellas. La realización de las tumbas les llevó gran parte de la mañana. Al finalizar, se higienizaron y calmaron su sed con las cristalinas aguas de la cascada, acomodaron sus pertenencias en las bolsas, no faltaba ninguna de ellas, y continuaron viaje dejando la pesada sombra de la muerte atrás.
Ninguno de los cuerpos mostró el aura para resucitarlo, pensó Alonso, quizás fue para evitar el daño que ya no podrán hacer.
Avanzaron con dificultad sobre las piedras del camino. Los montes de la sierra mostraban, a la derecha de ellos, su copete blanco, como recuerdo de la última nevada y advertencia de que el invierno estaba ahí y que podría volver a suceder otra. Todo hacía suponer que así ocurriría. La temperatura había bajado significativamente y unos cada vez menos traslúcidos nubarrones, cubrieron todo el cielo que podían ver.
No era un buen panorama para los jóvenes, si la nevada los encontraba en medio del camino y sin protección, la pasarían mal, por lo que apuraron, instintivamente, el paso. A medida que avanzaban, más oscura se ponía la tarde. La amenaza de tormenta dejó de serlo, cuando comenzaron a caer, como pequeñas plumas, los primeros copos de nieve. El helado viento intentaba hacerles detener su marcha, pero ellos siguieron avanzando con la esperanza de encontrar, prontamente, algún lugar abrigado para guarecerse. Cuando parecía que nada podría empeorar la situación, un arroyo se les interpuso en el camino, complicándoles aún más la marcha. Buscaron un lugar poco profundo y, algunas veces saltando de piedra en piedra y otras teniendo que meterse en el agua, lo cruzaron y llegaron a la otra orilla.
Con los pies y la mitad de las piernas mojadas, el frío encontró un aliado para hacerles más daño. La nieve, en su continuo descenso, les dificultaba la visión, por lo que no distinguían objeto alguno a una distancia mayor que doscientos metros.
- Nos convendría seguir el curso de agua.- Dijo Manuel.- Es más probable que encontremos alguna morada junto a él y, además correremos menos riesgo de perdernos.-
Alonso asintió con la cabeza y así lo hicieron. No estuvo equivocado el guardián, al poco tiempo de caminar río abajo, encontraron que las aguas movían la rueda de un molino y, a corta distancia de él, una vivienda exhalaba humo por su chimenea.
Llegaron a ella y observaron que no había caballos en los corrales. Esto los tranquilizó, era una prueba de que no se encontraban allí ni Rodríguez, ni alguno de sus hombres.
El dueño del lugar resultó ser un anciano que vivía solo al cual no le sorprendió la llegada de los muchachos, era frecuente que algún viajero tocara su puerta. Luego de presentarse y ofrecerle algunas monedas a cambio de hospedaje, que el hombre aceptó de buena gana, luego, por invitación de él, los muchachos entrar en la casa. Inmediatamente después de hacerlo, se pararon junto al hogar, desde el cual una generosa fogata, les brindó la calidez que poco a poco les fue quitando el frío y secando sus ropas.
Ya sea por el cansancio que los jóvenes sentían o porque al anciano, el hecho de vivir en soledad, le había quitado el hábito de la conversación, los tres permanecieron casi en silencio durante la llegada de la noche. El hombre los convidó con un caldo, dentro de unas escudillas, abundante en grasa y vapor, que les terminó calentando por completo el cuerpo. Luego de esto comieron lo que el viejo sirvió a la mesa, pan y algo de carne de cerdo y, terminado esto, se fueron a dormir sobre unas muérfagas rellenas de paja, que este les había preparado en el suelo.
A la mañana siguiente, antes de partir, saldaron la deuda que tenían con el hombre entregándole las monedas convenidas. Luego reanudaron la caminata abandonada el día anterior. El aire estaba frío pero el cielo les mostraba su mejor azul, de la tormenta de la jornada anterior solo quedaban rastros en el suelo. El terreno había perdido todos sus matices, como consecuencia del manto de nieve que lo cubría. Manuel le indicó a Alonso que deberían tomar rumbo hacia el sudeste.
- Alargaremos un poco el camino pero llegaremos al puente romano de Vallodano, por donde podremos cruzar el Guarrizas.- Le dijo.
El joven agradeció internamente que su compañero conociera el recorrido a realizar.
A medida que avanzaron el paisaje fue cambiando, la presencia de árboles y vegetación fue disminuyendo y el suelo de granito aflorando. Pasada la mañana llegaron al río, el cual corría por un pequeño cañón tallado en las rocas. Brindaba un espectáculo hermoso, mostrando la fuerza y la calma de la naturaleza, al alternar rápidos con remansos. El puente les ofreció la misma firmeza que venía brindando desde hacía cientos de años. Por él cruzaron a la otra orilla, evitando mojarse como en el día anterior. Dejado el río atrás tomaron una nueva dirección, rumbo al sudoeste. El terreno que encontraron a su paso, seguía siendo abundante en granito infértil, por lo que la presencia de pobladores era nula.
A mitad de jornada Manuel se sintió débil, la mano de Alonso sobre su frente comprobó que su temperatura era elevada. Sufría el efecto que le había causado el frío, por lo que el joven tuvo que recurrir al hechizo para curarlo. Inmediatamente el guardián se sintió con el ánimo renovado, por lo que pudieron proseguir la caminata a buena velocidad ayudados, además, porque a medida que avanzaban, la altura del terreno iba en disminución y la capa de nieve era cada vez más delgada, lo que favorecía su marcha.
Con el correr de las horas se fueron volviendo cada vez más retraídos y casi no dialogaron entre ellos, salvo para darse alguna indicación o advertencia. Cuando anocheció, encontraron refugio en una especie de cueva, a cielo abierto, que formaban dos grandes bloques de granito. El lugar se encontraba seco ya que casi no había nevado en esa zona. Esta vez, un poco por precaución y otro porque no les resultó fácil conseguir leña, hicieron una fogata pequeña y escondida. No hallaron, tampoco, nada para comer. No probaban bocado desde la mañana, por lo que rapidamente acudieron al cansancio para poder dormirse y olvidarse de la sensación de vacío de sus estómagos.
El frío del nuevo día, envalentonado por la extinción de la hoguera, y el hambre los despertó más temprano que de costumbre. El sol apenas se insinuaba detrás de las curvas de las sierras. Acomodaron sus cosas y retomaron la caminata. Unas horas más tarde se interpusieron, ante ellos, las aguas rojizas del Guadalimar. Manuel, apelando a su conocimiento sobre el camino, guió a Alonso hacia el este, a sabiendas de la existencia de un puente alfonsí de madera, por el que podrían atravesarlo. Llegaron a él, cruzaron el río y prosiguieron avanzando hacia el sur. A medida que lo hacían el granito se iba tornando menos frecuente y comenzaron a aparecer, ante sus ojos, algunos sectores de tierras fértiles con pastizales y algún que otro monte de olivos.
Cuando llegó la tarde el recorrido se fue tornando pendiente arriba. Habían llegado a la loma de Úbeda y debían subirla para llegar a la ciudad. Forcejearon con la inclinación durante un buen rato hasta que lograron ver las murallas. La visión cercana del objetivo les renovó las fuerzas por lo que, no muchos minutos más tarde, lograron llegar a ella. La pared de piedras todavía mostraba cicatrices de la lucha por la reconquista sucedida unos cuarenta años atrás.
Entraron a la ciudad por la puerta del Losal y se dirigieron hacia su centro en el cual buscarían alguna posada donde hospedarse. No habían olvidado su hambre, luego de llegar a la torre de tierra y cruzar la puerta de Bahuz, encontraron un mercader que, en un puesto improvisado de una plaza, junto al arroyo Santa María, vendía, entre otras cosas, frutas. Compraron y devoraron con rapidez, varias de ellas. Aprovechando la relación que habían entablado con el hombre lo interrogaron acerca de la ubicación de algún albergue. Quien sabe que impresión le habrían causado al hombre los muchachos, porque les indicó como llegar a un lugar donde hallarían varios de ellos, en una calle que resultaría ser de apalpollas. Agradeciéndole el consejo, Alonso y Manuel, comenzaron su recorrido por las calles de Úbeda. Siguiendo las indicaciones del mercader, llegaron hasta donde estaban reparando la iglesia de San Pablo, de los daños que le había producido el ataque del mismísimo Pero Xil, y tomaron la avenida hacia el poniente, que daba a la puerta de los carpinteros. Cinco calles más adelante, doblaron para la izquierda y encontraron, tal como el comerciante les había dicho, varios mesones. Caminaron entre ellos sin decidirse en cual entrar, hasta que en uno les salió al cruce una mujer madura, con un vestido celeste, cuyo escote era apenas menos grande que sus pechos.
- ¿Qué buscan hermosos?- Les dijo sonriente.
- Algún lugar donde pasar la noche.- Le contestó la inocencia de Alonso.
- Nada mejor que aquí.- Replicó la dama y los invitó a entrar a la posada.
Era un edificio amplio, de dos plantas, en la inferior estaban las caballerizas, seguidas por un comedor grande y, en el piso de arriba, los dormitorios; el necesario se encontraba algo alejado en un extremo del patio. Desde algunas habitaciones de arriba llegaban risotadas de mujeres que al parecer se estaban divirtiendo. Al pasar al lado del lugar donde estaban descansando los caballos, Manuel se detuvo sorprendido.
- Mira.- Le dijo en voz baja a su compañero.
Alonso también se detuvo y comprendió lo que había alarmado a su amigo. Reconocieron a uno de los corceles, se trataba de la inconfundible monta, negra y plateada, de Rodríguez.
-Malo será si la casualidad nos reúne nuevamente con el hombre ¡Vayámonos!- Dijo Manuel saliendo hacia la calle.
Alonso lo siguió, pero una muchacha con un escote algo menos relleno que el de la dama y con unos ojos verdes nazaríes, que consumaban una increíble belleza, se interpuso delante de él.
- ¿Adonde vas, guapo?- Le dijo- ¿Tienes dinero?-
El muchacho intentó esquivarla, pero cuando pensó que lo podía hacerlo, la joven dio un paso lateral, volvió a cerrarle el camino y, sin darle tiempo de emitir una palabra, lo besó en la boca. No por fríos los labios de la doncella, dejaron de parecerle dulces. Alonso se quedó, por unos instantes, inmóvil y con los ojos enormemente abiertos por la sorpresa. Un tirón del brazo lo sacó del trance.
- ¡Vamos!- Le dijo Manuel.
Apenas salieron del lugar escucharon la voz de Rodríguez que, bajando las escaleras, reclamaba la presencia de las mujeres. Lo muchachos se alejaron tan rapidamente, que estuvieron a punto de correr.
Varias calles más adelante encontraron otra posada, en la que no había portera. Era un lugar pequeño al cual atendían una joven pareja. Se presentaron y decidieron pernoctar allí. El dueño del lugar era alto y delgado como una hebra, en contraste, su mujer, bastante petiza y redonda, parecía un tonel, un poco por gordura y otro poco por varios meses de gravidez. Lope y Adelina se llamaban.
Una vez instalados, los posaderos les sirvieron la cena. Eran cinco para comer, el quinto integrante de la mesa, era un niño de unos 7 años hijo de la pareja, que al principio les pareció tímido pero, al rato de compartir la comida, lograron verle una cicatriz en el cuello que les generó una sospecha, que luego él confirmaría comunicándose con sus padres mediante señas. Era mudo, se llamaba Fermín.
Los dos amigos se miraron interrogativamente ¿Un futuro guardián? Parecían preguntarse, Alonso se encogió de hombros y continuaron comiendo. Después de cenar, durmieron y, a la mañana siguiente prepararon su partida. Antes de irse, por pedido de Alonso, Lope le indicó como llegar a la torre de Don Pero Xil, no era muy lejos de allí, y le recomendó que tuviera precaución con los benimerines. Esto extrañó un poco al muchacho, era la segunda vez que alguien relacionaba el lugar con ellos. Pagaron, saludaron y se fueron. Cuando salían se cruzaron con el niño mudo, quien les hizo una pequeña, extraña y respetuosa reverencia.

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