domingo, 28 de agosto de 2011

Capítulo LIII


- ¿Cómo has llegado aquí?- Preguntó Alonso.
- Ya te diré- Fue la respuesta de Simón, sabiendo que tendrían tiempo para explicaciones mutuas - ¿Te encuentras bien?- Preguntó a continuación, casi como un formalismo, la evidencia del estado del muchacho estaba ante sus ojos.
- ¡Mi brazo!- Solo atinó a decir el joven, dirigiendo su mirada hacia la lastimadura de este.
El hombre, inesperadamente para Alonso, posó su mano sobre la herida y dijo:
- Haraneo Atsa.-
El dolor en la extremidad del muchacho cedió y, al mismo tiempo, regresó su movilidad.
- ¡Pero! ¿Cómo?- Fue lo único que se le ocurrió decir.
- ¡Levántate!- Le dijo el hombre ofreciéndole la mano para ayudarlo.
- ¿Cómo puede ser?- Volvió a interrogar Alonso tratando de develar su intriga.
- Ya te contaré.- Contestó Simón.- ¿No tienes una misión que realizar?- Le preguntó ironicamente.
El muchacho entendió el mensaje y recordó la importancia de lo que debía hacer. Se dirigió junto al cuerpo de uno de los caídos y tomó “el libro”. Luego recolectó unas ramas secas y las encendió mediante el hechizo. Sabía que no necesitaba ocultarlo. Cuando las llamas fueron lo suficientemente grandes, arrojó el volumen en ellas, lo que no hizo más que acrecentarlas. Las hojas manuscritas se fueron consumiendo, a medida que el humo que producían se iba elevando.
- ¡Bien hijo! Has cumplido y yo también.- Le dijo Simón.
- ¿De qué se trata todo esto?- Preguntó Alonso, consciente de que el caballero era otro guardián, pero de que le faltaba una parte de la historia.
- Debes saber.- Le contestó el hombre.- El día que me hallaron con tu compañero, luego del ataque que me propinaran Rodríguez y sus hombres, supe que ustedes eran guardianes por la forma con la que me habían curado, pero no me pareció conveniente decirles que yo también lo era, mi mentor me había dado recomendaciones expresas acerca de eso.
El muchacho asintió con la cabeza y continuó escuchándolo con total atención.
- Lo que ocurrió hoy.- Prosiguió él.- Pensé que nada tendría que ver con aquello, pero ahora veo que si.-
- ¿Y cómo es qué has venido?- Dijo impaciente Alonso.
- Después de haber estado con el infante y haber recibido el informe de Manuel, acerca de los nobles rebelados, me llegó el impulso de escribir “el libro” que había leído una vez en Jaén, cuando aún era mudo; supe que era mi momento de hacerlo.
A Alonso no le sorprendió esta parte de la historia, ya comprendía como funcionaban los destinos de los herederos de Akunarsche.
- Cuando lo estaba haciendo.- Continuó Simón.- De mi pluma surgieron palabras que no provenían de mi voluntad.-
- ¿Qué decían?- Peguntaron las ansias del argandeño.
Como poseído por su relato y respondiendo, inevitablemente, la pregunta del joven, el guardián mayor prosiguió:
- Comencé a redactar en las hojas, órdenes para cumplir una misión. Escribí que debería acudir a las cuevas del águila, en las arenas de San Pedro, para ayudar a otro guardián a recuperar un ejemplar huérfano, el cual él debía destruir. Nunca me hubiera imaginado que serías tú. No te reconocí cuando llegué, pero al ver a los calatraveños sometiéndote, me di cuenta que era la situación que venía a enfrentar y ataqué.
El joven lo miró perplejo, eran muy entramados los designios de “el libro”. Él, previamente, había salvado a aquel hombre, al cual no le había brindado mucha consideración, en principio, y ahora era este quien lo rescataba y le permitía cumplir con su misión.
- ¡Gracias!- Atinó a decir, simplemente, el muchacho.
- Y yo debo decirte, gracias a ti.- Respondió Simón.- Quizás ambos deberíamos no agradecer o hacerlo eternamente ¿Quién sabe?- Concluyó.
- ¿Qué harás ahora?- Preguntó Alonso.
- Debo partir ya. Siento otro llamado en este momento. Dejarte solo no revestirá ningún peligro, ahora.
- Pues, entonces, ve hacia él.- Dijo el muchacho.
Simón estrechó su mano con la del joven, con algo de melancolía, intuía que nunca más se verían, y montó en su caballo, haciéndolo girar y lanzándolo al galope.
- ¡Qué tengas una buena vida ¡Iavolaires!- Gritó mientras se marchaba.
Al joven el corazón le dio un brinco al escucharlo ¿Iavolaires? Pensó ¡Dijo iavolaires!
Comenzó a correr detrás del jinete gritando:
- ¡Simón! ¡Simón!-
De casualidad el noble, a pesar del trepidar de los cascos de su caballo, pudo escuchar los gritos del muchacho. Tiró de las riendas hacia atrás y, pocos metros más adelante, el corcel se detuvo.
- ¿Qué sucede, hijo?-
- ¿Qué has dicho?- Preguntó el joven.
- ¿Qué he dicho, de qué?- Fue la respuesta con intriga de Simón.
- Lo último que has dicho ¿Qué es?- Interrogó con impaciencia Alonso.
El jinete pensó durante un instante y luego, extrañado, dijo:
- Que tengas una buena vida, te he deseado.-
- ¡No, no!- Exclamó el joven- ¡Lo último! ¡Lo último!-
- ¿Lo último?- Se preguntó a sí mismo Simón- ¿Iavolaires?- Dijo.
- ¡Si, si, iavolaires!- Repitió Alonso con una sonrisa, casi más amplia que su cara- ¿Dónde has aprendido esa palabra?-
- ¿Iavolaires?- Volvió a preguntar extrañado, el caballero.- De un hombre que la repetía a menudo, me pareció gracioso y ahora, a veces, la digo yo.
- ¿Qué hombre?- Interrogó el muchacho, de una manera, que le hizo entender al hombre que no se trataba de una banalidad.
- No se como se llamaba. Lo conocí en Cáceres, lo vi solo una noche.
- ¿En Cáceres?- Dijo Alonso, como si no creyera que estaba ante una pista acerca del paradero de su Juana.
- ¡Si! En Cáceres.- Contestó el hombre con algo de fastidio, por no comprender la naturaleza del interrogatorio.- Lo decía el padre de un posadero, dueño de un mesón en el que pasé una noche. No se que quieres saber, muchacho ¿Qué te traes con esto?-
- Es… Es importante para mí ¿Dónde está el mesón?- Respondió el joven.
- Entrando por la puerta de Coria y luego pasando las juderías, al llegar al lugar de los castellanos, ahí se encuentra, en el barrio de Santa María.- Explicó Simón- ¿Has terminado con tus dudas? ¿Puedo marcharme?-
Al joven le quedaba, todavía, una pregunta más en su saco.
- ¿Cómo se llamaba?-
- No se su nombre, nunca lo pregunté ni me lo dijo ¿Estás satisfecho?- Respondió severamente Simón.
- ¡Si, si, gracias!- Dijo feliz el muchacho.
El hombre volvió a hacer girar su caballo y se alejó al trotecito.
Alonso no podía creer lo sucedido, su vida había sido salvada nuevamente y, esta vez, por partida doble. Simón le había evitado la muerte, por un lado, de las manos de los malignos y, lo que era más importante para él, por el dato que acababa de brindarle
¡Iavolaires! ¿Quién otro podría decir eso, que no fuese Ximénez? Pensó.
De repente todo le cerró, en su cabeza, completamente. Cáceres ¿Cómo no se le había ocurrido? Recordó aquella tarde en la que murió de celos, al ver a Juana con otro hombre en la puerta de la posada, y la explicación que le dio Guillermo acerca de quien se trataba. Era el hermano de la niña, el cual vivía en Cáceres ¿Cómo no había recordado aquello antes? Si Juana y Ximénez habían dejado Toledo, uno de los lugares posibles a los podrían haber ido era allí, a lo de su familiar más cercano.
Se puso en movimiento, sin que le importara el hambre que tenía, ni las manchas de sangre de sus ropas, ni los cuerpos tirados en el suelo de los malos hombres. Tomó dirección hacia el sudoeste; el Tajo parecía ser siempre su destino final.
Durante la travesía, se puso a pensar en los caminos por los que había transitado su vida en los últimos tiempos, y como ellos se habían entrecruzado con los de otras personas. Sobre como cosas que parecían malas en un comienzo, luego resultaron ser buenas y viceversa.
¿Sería “el libro” el gestor de todo, absolutamente todo, aquello? Se preguntó.
Tiago había resucitado a Flaír, y este luego lo mató, en un acto que parecía ser totalmente nefasto, pero su muerte impidió que viviera, sabiendo que toda su familia no existía más, sufriendo un dolor eterno. Analizó como él mismo había salvado a Simón y luego este lo hizo con él, permitiéndole cumplir su misión. Su vida, últimamente, había tenido complejas idas y venidas ¿Qué otras coincidencias encontraría más adelante? ¿Qué otros reencuentros con personas que había conocido en el pasado? Finalmente, concluyó que sería mejor no pensar más en ello y aceptar que los hechos futuros fluyeran hacia él, sin analizarlos previamente.
Avanzó a paso firme durante dos días y descansó tres noches, sobreviviendo tal cual había aprendido a hacerlo, desde hacía unos meses. Cruzó el Tajo por un puente que atravesaba sus atronadoras aguas, a la altura de Torrejón y siguió su camino. A mitad de una tarde, divisó la ciudad en la cima de un cerro. Un rato después ingresaba en ella por la puerta de Coria. Recorrió el camino que le había indicado el noble y, al llegar al barrio de Santa María, comenzó a interrogar a quien se le cruzase en su camino, acerca de Ximénez y su hijo. Quizás fuera por la no muy antigua permanencia del primero allí y porque el segundo tendría un nombre diferente, que nadie pudo darle una respuesta. Finalmente, una anciana que parecía haber nacido con la ciudad y saber todo acerca de ella, le indicó un lugar en donde le parecía que vivía, desde hacía poco, un tal Ximénez.
- Dos calles hacia abajo y una a la izquierda.- Le dijo.
A pesar del cansancio que estaba sufriendo, por los días de caminata realizados, Alonso recorrió el camino que la mujer le indicó, al principio dando largos pasos y luego corriendo. Cuando llegó al lugar, encontró un caserón en cuya planta alta se adivinaban las habitaciones y, en la baja, los animales comían en un corral. Entró en el patio agitado por el esfuerzo realizado. Lo primero que vio fue a una vaca que, sacando su cabeza del heno, lo miró desde la perfecta redondez de sus ojos de sorpresa. Lo segundo, al recorrer el lugar con la mirada, fue el aljibe y, al lado de él, divisó lo tercero, lo que había venido a buscar.
Sosteniendo un cubo de agua, bajo se negra y lacia cabellera, y luciendo la maravillosa luz en sus ojos verdes de siempre, estaba su Juana.
Su corazón comenzó a galopar desenfrenadamente y un cosquilleo invadió su estómago. No se animó a decirle nada, la última vez que había estado con ella era mudo, solamente atinó a avanzar a su encuentro, aún con cierto dejo de incredulidad.
Cuando la muchacha, abandonando la concentración sobre lo que estaba realizando, lo vio, el cubo cayó al suelo al unísono con el grito que ella dio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario