jueves, 4 de agosto de 2011

Capítulo XLVI


Con la tranquilidad que le generaba saber que el muchachito que lo acompañaba era amigable, Alonso comenzó a prestarle atención a algunos detalles de él, sobre los que antes no lo había hecho. Ya se habían puesto en marcha nuevamente y, fue mientras cruzaban el puente romano, que el guardián se dio cuenta de algo, al escuchar lo que dijo el pequeño moro:
- He cruzado este puente repetidamente varias veces.-
¡Qué extraña manera de hablar tiene el muchacho! Se dijo Alonso. Pedro el grullo… Pedro el grullo… Repetía en su cabeza ¡Perogrullo! Pensó repentinamente.
- ¿Quién te ha puesto tu nombre?- Le preguntó.
- No se, desde que recuerdo los amos me llamaron así.- Respondió.- Aunque ellos lo decían mal.-
A Alonso le causó gracia la historia y que el chico creyera que los demás pronunciaran mal su nombre.
- ¿Y tú que haces por estos lugares?- Interrogó Pedro.
Un poco para amenizar la caminata y otro porque le había empezado a caer bien el muchacho, Alonso le contó acerca de varias de sus cosas. Sobre el motivo de su viaje a sur, los amigo cosechados en el camino, de Flair, de Juana y de su necesidad de regresar a Toledo.
- ¿Puedo ir allí contigo?- Preguntó el chico.
El guardián se quedó por unos instantes callado. No podía dejarlo abandonado, pero la idea de adoptarlo no estaba en sus planes y no le parecía conveniente; ni él mismo sabía lo que le depararía el destino durante la misión que tenía que cumplir, su vida se había tornado impredecible y muy agitada en los últimos tiempos.
- No.- Le dijo algo compungido.- Ya hallaremos algún lugar donde puedas vivir.-
El joven bajó la cabeza, entristecido por la noticia. Era como una mascota que se encariñaba con todo aquel que le brindaba algo de atención.
- No quiero vivir más con malos hombres, amo.- Dijo.
- No lo harás.- Respondió Alonso con firmeza y se prometió, internamente, depararle un buen porvenir al chico.
Después de esto al avance lo realizaron en silencio. El guardián reconoció el lugar por donde iban, era el bosque cercano a la casa del viejo molinero. Podrían pasar la noche allí, pensó en un primer momento, pero luego le generó cierta intranquilidad no saber que habían hecho y a quien, los golfines.
Quizás sea prudente que a Pedro no lo vea nadie, hasta alejarlo de aquí, pensó.
Guiando a su acompañante, Alonso eligió un camino para esquivar la cabaña del molinero y, por él, llegaron al arroyo en el que se habían mojado con Manuel, durante aquella nevada que tanto los había hecho sufrir. Con más tranquilidad y visibilidad que aquella vez, encontraron un lugar donde su curso se ensanchaba y las aguas discurrían entre las piedras, permitiendo, al saltar sobre ellas, cruzarlo sin mojarse.
Una vez en la otra orilla, hallaron un hueco en un peñasco, que les brindaría un buen refugio para pasar la noche, y un cercano bosquecillo de pinos que los proveería de abundante leña. Después de pedirle al muchacho que fuera a buscar madera para quemar, Alonso se acercó a las aguas y, con una vara en la mano, recitó un par de veces el paezafre ret, lo que lo proveyó nuevamente de pescados. No pudo evitar el recuerdo sobre Tiago, con quien había pasado aquellos días comiendo solamente barbos y truchas.
Una vez alimentados y al abrigo de las llamas, se taparon con las mantas y se durmieron. La fogata por delante y el peñasco por detrás, les brindaba una buena protección por si a algún lobo se le ocurría visitarlos.
Los pájaros despertaron a ambos en la madrugada. La noche se había alejado dejando, como únicos testigos de ellos, los restos humeantes de la hoguera. Chochines, mirlos y zarceros les brindaron a los viajeros, con sus trinos y gorjeos, un concierto desprolijo pero agradable.
Se pusieron de pie y, luego de desperezarse y acomodar sus cosas, retomaron su travesía hacia el norte. La villa no estaba a mucho más de medio día de viaje, llegarían temprano a ella, por lo que tendrían un buen tiempo para descansar allí.
Cuando arribaron a la ciudad la tarde estaba por la mitad. Al pasar por el mercado de la plaza mayor el avance se les hizo más lento, a Pedro todo lo que veía le llamaba la atención, por lo que se detenía en cada puesto a mirar lo que en ellos se vendía. Al principio Alonso lo incitaba a seguir caminando, hasta que se dio cuenta que el muchacho, quizás, nunca había estado en una ciudad, por lo que dejó que saciara su curiosidad, sin volver a molestarlo.
Frente a uno de los puestos el morito prestó especial atención, Alonso lo vio tomar una fruta entre sus manos y estudiarla de un lado y del otro.
- ¿Qué es esto extraño que no conozco, amo? Preguntó.
- Una fruta. Una granada.- Respondió- ¿La quieres?-
Si, dijo con la cabeza Pedro, con una gran excitación, en una actitud que demostraba que aún, en parte, seguía siendo un niño.
El guardián regateó el precio con el comerciante y cerró la operación por dos de ellas, entregándole por todo pago, una pequeña moneda.
Luego continuaron caminando. Alonso comprendió que debía darle una explicación al muchacho, pero antes de que pudiera hacerlo, el grullo le dio un mordiscón a la fruta con la vehemencia que evidenciaba que no le había hincado el diente a nada, desde el mediodía anterior. Masticó varias veces el bocado hasta que un gesto amargo se dibujó en su cara y, con gran esfuerzo y de mala gana, tragó lo que tenía en sus fauces.
El chico no supo que hacer, arrojar la fruta sería un desaire hacia su compañero y comerla un sufrimiento para si mismo.
Alonso, envuelto en una gran sonrisa, se acercó hasta él y le explicó cual era la parte de la fruta que debía comer. Pedro probó las rojas semillas con desconfianza primero y con placer después y, cuando las terminó, le sonrió a su compañero con una aureola granate decorándole la boca. El guardián tomó la granada que le quedaba y se la regaló.
Llegaron a lo de Francisco el valego un poco más tarde de lo que el joven había previsto, aunque aún era de día.
Al verlo regresar todos se alegraron, en especial Franco quien, sin poder controlar su impaciencia, le mostró, dibujando en la tierra con una pequeña piedra, que ya sabía hacer tres letras. Alonso le acarició la cabeza con cariño.
Poco después de instalados en la casa, la mujer sirvió la cena que fue abundante y agradable, Alonso contó con gracia lo sucedido desde su partida de la villa evitando, tan solo, mencionar la relación de Pedro con los golfines, para que no se generaran falsos prejuicios contra el muchacho. Poco a poco iba regresando su hábito de hablar mucho, recuperando el tiempo perdido durante la parte de su vida en la que no había podido hacerlo.
Cuando a todos les pareció prudente se retiraron a dormir. Alonso lo hizo recordando a Juana y se despertó, a la mañana siguiente, con el mismo pensamiento.
¿Qué estaría haciendo? ¿Estaría esperando verlo como él quería ver a ella? ¿Cómo le diría que ya no era mudo? Pensó.
Esto último, al principio, le creó cierta preocupación, pero luego le generó alegría, podría finalmente, decirle todo lo que sentía por ella, podría contarle planes y formar una familia normal.
- Amo ¿Ya estás despierto y no duermes más?- Le dijo Pedro sacándolo de sus pensamientos.
Alonso le dio una respuesta afirmativa levantándose del catre y poniéndose de pie.
- ¿Qué haremos, amo?- Preguntó el grullo.
- Debemos seguir viaje hacia el norte.- Respondió.
Varios minutos más tarde habían salido de la habitación y desayunado los alimentos que había preparado la mujer. Cuando llegó el momento de la despedida, el valego le dio a Alonso una bolsa con cacharros y algunos utensilios.
- ¡Por favor! Llévale estas cosas a mi hermano Diego, supongo que les hará falta, no es fácil conseguirlas en la aldea y dale noticias nuestras, hace mucho que nos vemos.- Dijo Francisco.
- Así lo haré.- Prometió el joven.
Luego de agradecerles por el hospedaje comenzaron a alejarse, pero el pequeño Franco corrió y abrazó la pierna de Alonso como tratando de evitar que se marchara. A este la situación le generó una gran ternura, se agachó y haciendo un sencillo dibujo en la tierra le dijo:
- Esta es la letra “d”, ya sabes una más ¡Apréndetelas todas.-
El niño prometió que así lo hará y se quedó parado viendo como ambos se alejaban por las despobladas calles de la villa.
Viajaron sin contratiempos durante todo el día, deteniéndose muy pocas veces lo que hizo que avanzaran bastante. Durante el viaje mantuvieron un diálogo amistoso y fluido por lo que casi sin que se dieran cuanta, al final de la jornada habían llegado a Malagón.
Al verlos arribar Diego y su mujer los recibieron con gran algarabía. Los posaderos tomaron con agrado los obsequios de Francisco y escucharon atentamente las noticias que, sobre ellos, el joven traía.
Sin que Alonso lo supiera, su ejemplo resultó ser una enseñanza para Pedro. Al muchachito no se le pasó por alto el cariño y el respeto con que recibían a su acompañante, cada vez que regresaba a algún lugar en donde ya había estado. No era algo común para él ya que, con los malos hombres, nunca habían podido volver a los sitios en donde habían estado. Comprendió, observando al guardián, la importancia de sembrar bondades, para cosechar bendiciones.

2 comentarios:

  1. Seguí, seguí que te falta poco.
    En español: Sigue, sigue que te falta poco.

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  2. Jjajajaja, te animas a ti mismo o animas a quien te lee?, la verdad es que el mismo relato anima a seguir, aquí me tienes enganchada sin poder parar, haré caso y seguiré, jajajaja, miles de besossssssssssssss

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