viernes, 26 de agosto de 2011

Capítulo LI


Compadeciéndose de él, los monjes aceptaron que Alonso siguiera durmiendo, hasta bastante después de pasadas las vigilias. Comprendían su necesidad de descanso, debido al cansancio con que había arribado al convento. Cuando el muchacho por fin apareció en el comedor, ya hacía rato que no había nadie en él, tan solo el padre Olmo culminando sus tareas de limpieza del lugar. Este se apiadó de los crujidos de las tripas del joven y le trajo leche, pan y mantequilla. Para el hambre de Alonso, aquello resultó ser un manjar. Mientras comía, en la soledad de la inmensa habitación, reflexionaba acerca de los pasos que debería seguir. Buscar a Juana era lo que deseaba, pero era algo casi imposible de realizar ¿Hacia dónde iría? No tenía ni una sola pista que seguir. Concluyó que lo mejor sería cumplir, primero, su misión en las cuevas del águila y, una vez realizado esto, volver a Toledo. Quizás después de un tiempo ella regresaría a la ciudad. Si esto último no ocurría solo le quedaría soñar con que alguna casualidad lo volviera a reunir con ella. Vagaría por toda Castilla hasta hallarla si fuera necesario.
Esta última posibilidad le produjo un estremecimiento. Sería terrible vivir el resto de su vida sin volver a ver a su Juana, y la posibilidad existía. Prefirió tener fe y ponerse en acción.
Después de culminar su tardío desayuno, regresó a la habitación donde había pernoctado, tomó su saco con sus pocas cosas y se dirigió al despacho de Fray Gerardo. Allí encontró al sacerdote mayor, le explicó que partiría hacia Talavera de la Reina, para comenzar su búsqueda, agradeció las atenciones recibidas y se despidió.
-Ve con Dios, hijo.- Le dijo el fraile.- Regresa pronto.- Agregó.
Cuando atravesó la enorme puerta del cenobio, en sentido contrario al que lo había hecho el día anterior, el sol de la casi primaveral mañana, apenas si logró calentar un poco sus penas.
Recorrió los empedrados calle abajo, cruzó la muralla y, al rato, se encontró junto al Tajo y al puente de Alcántara. Echó una última mirada a la ciudad, aunque le parecía extraño, quizás nunca regresaría allí.
En el aspecto errático de cada vida, ningún mañana puede escribirse por adelantado, pensó.
Continuó caminando persiguiendo el curso del río, como cuando había partido anteriormente, pero esta vez por la margen derecha. Avanzó durante varios días por el pedregoso terreno. Algunas veces se alejaba de las aguas, cuando se le presentaba algún meandro del río, para cruzar de cresta a cresta de este y así acortar camino. Iba como en un trance, prestándole a su entorno, solamente la atención necesaria como para poder caminar. El mundo solamente giraba dentro de su cabeza. Por momentos lo invadía la desesperanza y, con ella, alguna lágrima y, durante otros, la fe le generaba energías para seguir avanzando.
Pasó la mayoría de las noches a la intemperie, solamente con el refugio de alguna pequeña cueva o una gran roca que pudiera hallar para protegerse.
No encontró grandes obstáculos en su camino, solamente cuando debió desviarse hacia el noreste, al toparse con el río Guadarrama, el cual se le presentó imposible de cruzar y debió seguir su curso, aguas arriba, hasta que halló un puente de madera, bastante transitado, sobre el que llegó a la otra orilla.
A medida que se acercaba a Talavera, comenzó a concentrarse más en la misión que le había encomendado “el libro” a través de Manuel ¿Cómo hallaría el ejemplar huérfano? Pero antes ¿Cómo encontraría la cueva donde este estaba? Se preguntaba.
Una vez que lo hallara destruirlo parecía una misión fácil de cumplir. Aunque quien sabe que podría suceder durante eso, desde que lo había encontrado, aquella noche en lo de Onofre, nada había resultado sencillo para él.
Al cabo de algunas jornadas llegó al valle del Tietar, su destino, el cual le ofreció un paisaje poblado de vegetación. Alcornoques, enebros, quejigos, jaras y madroños vieron pasar sus pasos. Hallar las cuevas no le resultaría sencillo, no tenía ninguna pista ni descripción acerca de ellas.
El lugar lo había recibido al mediodía, por lo que decidió parar a descansar un rato a orillas del río. Luego de atrapar, cocinar y comer un pescado, se sentó contra el tronco de un roble, al cual la época del año le había embarazado las yemas con hojas, a dormir.
Como si hubiera deseado que sucediera así, la buena fortuna lo visitó. Al rato de estar descansando, sumido en su siesta, unos ruidos lo despertaron. Un anciano apareció por el camino, avanzando lentamente, conduciendo un carro cargado de heno, tirado por un buey flaco y despeinado.
- ¡Ultreia!- Le dijo el hombre al verlo.
Alonso correspondió el saludo, diciendo “et suseia”, y se puso de pie.
- ¿A dónde llegas, viajero?- Interrogó frenando el avance de su vehículo.
- Debo visitar un lugar.- Respondió el muchacho.
Como el anciano le generó confianza, no dudó en develarle su destino.
- Voy hacia las Arenas de San Pedro, a las cuevas del Águila.-
- ¿Cuevas del Águila?- Preguntó el viejo.- Casi nadie sabe sobre ellas. Salvo que quieras sofocarte, no hay nada interesante allí.-
Eso le indicó a Alonso que el hombre sabía sobre ellas. Pensando rapidamente respondió:
- Debo inhalar su vapor. Me he enfermado en la ciudad y me han dicho que haciéndolo podré curarme completamente.-
El hombre no analizó mucho las razones del muchacho, un poco porque no le interesaban y otro por su corta inteligencia.
- ¿Ves aquella montaña de allí?- Le dijo señalando una de ellas.
- Si.- respondió Alonso.
- Es el Romperropas.- Le dijo.- En él hallarás las cuevas.
El hombre también le explicó por donde podría cruzar el Tietar. El muchacho agradeció las indicaciones, tomó su saco y se despidió, para proseguir su marcha. Ya sabía hacia donde debería ir.
- Espero que encuentres allí tu cura.- Dijo el hombre, al tiempo que azuzó a la bestia, la cual comenzó a caminar al ritmo que pudo.
Luego de atravesar el río, puso dirección hacia el norte. Levantó la mirada y vio las cimas nevadas de las montañas, acariciadas por la panza oscura de algunos nubarrones. No era poca la distancia que lo separaba de ellas, no lograría llegar ese día. Eso no lo desanimó, al contrario, la cercanía del lugar donde cumpliría su misión le generó nuevos ánimos, ya pronto dispondría de todo el tiempo para buscar a su Juana.
La noche lo halló caminando al pie de un peñasco; encontró una pequeña cueva en él y allí decidió pasarla. La fogata que hizo, rutinariamente, le brindó calor y protección, y pudo cocer en ella unas castañas que había recogido en el camino.
La mañana siguiente le fue anunciada por el tempranero trinar de las aves. Se despertó, se puso de pie y entibió su cuerpo, progresivamente, con sus movimientos. Con la vista clavada en su objetivo, avanzó durante toda ella sin detenerse. Los numerosos días de caminata que había vivido últimamente, habían endurecido sus músculos y aumentado su resistencia.
Apenas pasado el mediodía llegó al pie de la montaña que buscaba. No había cuevas visibles en el lugar.
¿Cómo encontrar la entrada? Se preguntó.
Inspeccionó el sitio tratando de hallar indicio de alguna cueva sin poder lograrlo. Se preguntaba si el anciano le habría mentido. Sin perder las esperanzas de encontrar lo que buscaba, caminó por todos lados, hasta que la tarde comenzó a abandonarlo y tuvo que hallar un lugar donde dormir.
Cuando al día siguiente se despertó, el aire matinal estaba frío. Un par de bostezos lo dejaron listo para encarar la jornada. Iba a ponerse en movimiento, cuando algo llamó su atención; a unos trescientos metros de altura, sobre la ladera de la montaña, una pequeña columna de vapor salía de ella y se desvanecía en el aire. Se puso de pie y comenzó a trepar hacia allí.

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