domingo, 28 de agosto de 2011

Capítulo LII


Trepar por la montaña le demandó mucho esfuerzo, la ladera era bastante empinada y, en algunos sectores, presentaba pequeñas paredes rocosas, las cuales tuvo que escalar. Finalmente llegó al lugar de donde emanaba la fugaz nube. Se trataba de un hueco, de no más de setenta centímetros de diámetro, profundo y oscuro. Podría ser la madriguera de algún animal, pensó en un principio, pero el sentido común le hizo ver que la emanación de vapor, evidenciaba que se trataba de algo diferente a aquello.
Tomó un palo grueso y seco que encontró, al cual utilizaría como antorcha en caso que lo necesitara, y se introdujo en el agujero. Debió arrastrarse por él, en la oscuridad total, por un largo trecho, cincuenta metros o más, quizás. Finalmente llegó hasta donde el conducto desembocaba en una galería, que le ofreció el espacio suficiente como para ponerse de pie. Tomó la punta de la rama que llevaba consigo y dijo: “Clesanaldame senín”, al tiempo que quitaba rapidamente la mano de ella, para no quemársela con la repentina llama que se produjo.
El espectáculo que el lugar, iluminado por el fuego, le brindó, le resultó impactante. Parecía como si todo lo que allí había, hubiera sido construido con la cera derretida de numerosas velas.
El sitio era un amplio salón, en el cual pendían del techo cientos de estalactitas, ninguna igual a otra, que combinaban el blanco, con el rosado y el tornasol, creando un espectáculo lumínico maravilloso. Del piso se elevaban, como un reflejo de las superiores, otras tantas piedras, redondeadas y terminadas en punta, que parecían como si al lugar le hubieran clavado enormes puñales, desde el centro de la tierra.
Alonso quedó anonadado ante la belleza de las formas y el silencio que ocupaba el sitio. Solamente el crepitar de las llamas y su respiración, eran los únicos sonidos que se podían escuchar.
¿Dónde se hallará el libro? Pensó, cuando logró salir del encanto. Las posibilidades eran muchas. Decidió realizar una búsqueda siguiendo un patrón sistemático. Comenzaría a recorrer el lugar, partiendo desde su derecha y avanzando copiando el recorrido de la pared, evitando así revisar más de una vez un mismo sitio. Las formaciones rocosas eran muchas y los recovecos que había numerosos. Aunque eso no desanimó al muchacho. Algunas de las piedras poseían formas que se asemejaban a algún objeto u otra cosa existente. Lo primero que halló, que le pareció referencial, fue una formación que parecía una tortuga y, un poco más adelante, otra que aparentaba ser un águila.
El joven revisó minuciosamente detrás de cada una de ellas, sin lograr encontrar lo que buscaba. Al cabo de un rato de permanecer en la cueva, comenzó a sentirse sofocado, si bien la temperatura era templada, la gran humedad del ambiente lo hacía menos tolerable. Cuando llegó a una piedra que parecía la estatua de una virgen, decidió tomarla como referencia, para luego seguir la búsqueda desde allí, y salir a la superficie a tomar aire puro para recuperarse. Volvió a recorrer el túnel estrecho, hasta que se halló, nuevamente, fuera de él. Respiro durante un largo rato la pureza y la frescura del aire de la montaña y luego ingresó otra vez en la cueva, no sin antes haber recogido una nueva rama, ya que la anterior había sido consumida, casi totalmente, por las llamas.
Una vez adentro, retomó la búsqueda desde el lugar en la que la había abandonado; desde la virgen. Varias fueron las formas que lo siguieron sorprendiendo durante se avance, una semejante a un ramo de azahar, se destacó entre otras, pero el manuscrito seguía sin aparecer. Cuando se encontró con una columna partida casi había culminado, infructuosamente, la inspección.
Hallar la cueva resultó difícil, sería imposible que, además, el libro estuviera demasiado oculto en ella. Nadie podría encontrarlo jamás, pensó.
Cuando llegó nuevamente al conducto de entrada, decidió volver a salir a tomar aire de nuevo. Regresaría luego a buscar el libro en los sitios que le parecieron menos apropiados para esconderlo, tales como algunos lugares húmedos que vio u otros que, por su difícil accesibilidad se le ocurrieron poco probables.
Mientras recorría el camino hacia fuera, algo no le cerraba del todo en su cabeza, le resultaba increíble que el guardián que había escrito el libro, lo escondiera de una forma casi imposible de encontrar, aún sabiendo, quien lo buscara, que este se encontraba en el lugar.
¿Lo habría hallado alguien antes? ¿Habría llegado tarde? Se preguntó con preocupación.
Cuando vislumbró la claridad de la salida, comenzó a sentir el alivio de respirar el aire exterior, pero al asomar la cabeza por el hueco, su sorpresa fue mayúscula.
Unos pocos metros más abajo, en la ladera del cerro, un hombre se encontraba de pie, como esperando su salida de la cueva.
Esto, de por sí le resultó alarmante, pero lo que más le preocupó fue el atuendo que este vestía, una túnica blanca con una cruz flordelisada negra.
¡Un calatraveño! Pensó preocupado, no porque el muchacho sintiera algo en contra de la orden, sino que recordó las malas experiencias que vivió, con algunos malignos infiltrados en ella.
¿Si fueran hombres de Ordoño sedientos de venganza? Se preguntó alarmado.
Algunas de sus sospechas se volvieron realidad, cuando escuchó una voz que provenía de un lugar muy cercano, por encima de él.
- ¿Buscas esto, quizás?-
Alonso giró la cabeza hacia atrás y vio a otro calatraveño, por arriba del hueco a través del cual estaba emergiendo de la cueva, quien, en cuclillas, le mostraba un libro que tenía en sus manos.
La indecisión lo invadió por un instante ¿Qué haría? Supo de inmediato que estaba en peligro y tuvo el impulso de volver a introducirse en la cueva, por ese tonto pensamiento que lleva a uno a creer que estando encerrado se está protegido. De inmediato descartó la idea, sería una estupidez, quedaría atrapado dentro de ella, sin ninguna posibilidad de escape.
Decidió ponerse de pie y simular que carecía de habla; su cicatriz y su experiencia en ello lo ayudarían a hacerlo.
- Nos vas a decir que secreto posee esto.- Le dijo el calatraveño que estaba detrás de él, refiriéndose al libro.
Alonso hizo evidentes señas de que no podía hablar.
Empuñando su imponente espada el monje dijo:
- ¡Ah! ¿Eres mudo como el anterior? Espero que no nos obligues a hacerte correr su misma suerte.-
Esto aterró al muchacho ¿Qué habrían hecho estos hombres? Los pensamientos se le abalanzaron en su cabeza. De alguna manera, así como Ordoño había dado con él, los dos hombres debían haber encontrado al guardián, destinado para este ejemplar de “el libro”, y lo ejecutaron, tratando de que les develara el secreto. No le cupieron casi dudas acerca de ello.
- Nos acompañarás abajo, mudito, y allí de alguna forma nos hablarás.- Dijo el otro hombre, asestándole un golpe de plano con la espada, en su espalda.
Alonso no podía creer lo que le estaba sucediendo. En su vida, se había vuelto una constante los ataques hacia él y, si bien se había librado de todos ellos, temía porque la suerte algún día le fuera esquiva y no pudiera sobrevivir. Este podía ser uno de ellos, estaba lejos de cualquier población y frente a dos hombres armados.
Descendieron la pendiente, con el mismo esfuerzo que debieron utilizar para subirla. Cuando estaban llegando al pie de la montaña, pegándole con el puño en su espalda, uno de los hombres le dijo:
- ¡Apúrate!-
El golpe hizo que el muchacho perdiera el equilibrio y que rodara sin control ladera abajo. Luego de unos metros de hacerlo, una gran roca frenó su desenfrenada caída pero al costo de lastimarle, severamente, el brazo izquierdo. Impiadosamente los hombres lo obligaron a levantarse y a continuar avanzando. A duras penas pudo hacerlo, ya no podía aferrarse de nada. Con su brazo derecho solo atinaba a tomarse el izquierdo, el cual estaba prácticamente inutilizado. Tuvo que efectuar un gigantesco autocontrol para no emitir ningún quejido que delatara su falsa mudez.
Cuando llegaron a la base del Romperropas, los calatraveños lo llevaron a una dehesa en la cual se erguían algunos robles y, en menor cantidad, unos alcornoques, haciendo que los lugares sombreados cubrieran mayor superficie que los plenamente iluminados, dándole al sitio, en esa situación, un aspecto algo tenebroso para él. Uno de los hombres volvió a pegarle, obligándolo a que cayera al suelo, de rodillas.
- ¡Sea como sea nos vas a decir como funciona el libro!- Le dijo imperativamente, amenazándolo con su arma.- Haremos hablar a este, Blas.- Acotó, cómplicemente, dirigiéndose a su compañero.
El muchacho volvió a sentirse en una encrucijada como en aquella noche en lo de Ordoño. Sabía de lo que eran capaces estos hombres para conseguir lo que querían, ya lo había sufrido en carne propia. Pero si aquella vez le importó más la vida de Juana que guardar los secretos del libro, ahora no sucedía así. Estaba dispuesto a que lo mataran y a sufrir, previamente, las torturas que seguramente la harían, antes de develarles algo. Decidió permanecer siendo mudo, para ellos.
- ¡Habla, lacra, escribe en la tierra!- Dijo uno.
El joven no se inmutó. Justo cuando el hombre se disponía a golpearlo nuevamente, la suerte comenzó a ponerse de su lado, como las otras veces. Desde atrás de los árboles, un brioso caballo surgió galopando hacia ellos. Sobre él un hombre, blandiendo una larga y pesada espada, gritaba para que dejaran al muchacho en paz.
El primero de los malignos que el jinete halló a su paso, ante lo sorpresivo del ataque, cayó abatido por el filo de la hoja, sin casi haberse dado cuenta de lo que había sucedido. El segundo fue, momentáneamente, más afortunado, logró ponerse en guardia y repeler, en cierta forma, el ataque del caballero. Las espadas chocaron ruidosamente en el aire y el calatraveño, si bien pudo protegerse del embiste, no logro evitar caer al suelo. El caballo siguió trotando la distancia que le llevó a su jinete hacerlo detener. Luego, ante la conducción de este, giró golpeando vigorosamente los cascos sobre la tierra y casi arrastrando sus ancas en ella, realizando una curva muy cerrada, para repetir el ataque. Al segundo calatraveño la arremetida, esta vez, lo encontró no muy bien parado y la espada del hidalgo lo laceró fatalmente.
El muchacho, al principio, observó toda la escena con asombro, el cual se transformó en alivio, al final. El jinete detuvo nuevamente su cabalgadura y, viendo el resultado de la batalla, se apeó de ella y se dirigió hacia Alonso. Al verlo sin el vértigo que le había producido el fragor de la lucha y más de cerca, reconociéndolo y con asombro, le dijo:
- ¡Muchacho!-
- ¡Simón!- Respondió el joven extrañado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario