viernes, 19 de agosto de 2011

Capítulo XLIX


Las bandadas de pájaros que la inminencia de la primavera había alterado, se movían caprichosamente en el cielo bajo el que caminaba Alonso. El joven avanzaba a buen ritmo, por un paisaje que ya había recorrido, solamente con la compañía que le brindaba sus profundos pensamientos. Muchos de ellos evocaban recuerdos medianamente lejanos, algunos de los cuales se entrelazaban con otros más recientes.
Tiago le había dicho que todos los guardianes habían sido mudos; todas las veces que había visto a alguien que no lo haya sido, como a Juana o a Ordoño, lanzar un hechizo, este no funcionó, sin embargo Pedro pudo, inocentemente, curarlo de la fractura que le había provocado el golpe de Rafael.
¡Y no era mudo! Pensó el muchacho. Esa paradoja lo atribulaba ¿Podría alguien utilizar un hechizo sin cumplir los requisitos para ser un guardián? Podría resultar muy peligroso eso, justificaría la misión que debía cumplir él de ir a destruir un libro huérfano. Quizás el grullo, pensó, estuviera destinado a ser uno de ellos y, en algún momento de su vida, sufriría un accidente que le hiciera perder el habla, como a él le había sucedido. No pudo hallar respuesta a esto.
Quizás todas las buenas personas fueran guardianes. Que sabía él con cuantos de estos podía haberse cruzado en su vida, sin saber que lo eran. Hace falta equilibrar mucho tanta maldad que hay en la tierra, pensó, mientras seguía avanzando envuelto en sus quizaces.
El camino lo guió por un encinar y, después, continuó copiando el recorrido del Guadaraz el que lo llevó a un lugar al cual, en cierta forma, le temía. Era el sitio donde el maldito Flair había acabado con Tiago. El recuerdo de su amigo, de lo que padeció y de su familia, le humedeció los ojos, y aunque en algún lugar cercano debería de estar enterrado, prefirió no realizar ningún tributo hacia él y prosiguió caminando dejando el lugar rapidamente.
La travesía continuó durante algunos días casi sin ningún sobresalto, de tanto en tanto se cruzaba con algún peregrino con el que, en el mejor de los casos, intercambiaba algún saludo. Solo dos veces algo alteró la calma de su viaje. Una de ellas ocurrió un día en el que a la distancia y acercándose hacia él, divisó un cortejo de caballeros que le hicieron recordar a Rodríguez y los suyos, por lo que creyó que no sería conveniente relacionarse con ellos. Se apartó del camino y se escondió. Los hombres siguieron viaje sin verlo y sin mediar inconveniente alguno.
El otro percance sucedió durante un mediodía en el cual había encendido una fogata y luego se acercó al Guajaraz a pescar. Había tomado una vara demasiado larga para hacerlo. Se puso en cuclillas muy cerca de la orilla, sumergió el extremo de la rama bajo las aguas y lanzó el “Paezafre ret. Un lucio, de un tamaño descomunal para su especie, se asió de la punta del madero. Cuando Alonso lo sintió, tiró con fuerza para sacarlo del río. El gran peso del animal, sumado al largo exagerado de la palanca que ejercía la vara, por acción y reacción, lograron que la fuerza que estaba haciendo, lejos de sacar al pez de las aguas, arrojaran el cuerpo del muchacho hacia ellas, provocando un estruendoso chapuzón. El animal, fiel a su naturaleza , nadó sin soltar la vara por causa del embrujo y Alonso siguió aferrándola, fruto del desconcierto que sufría por lo que estaba sucediendo. Esto hizo que fuera arrastrado hacia el seno de la corriente donde, al fin, atinó a soltarla. Sin saber nadar fue arrastrado corriente abajo, dando manotazos inútiles y saciando una sed que no tenía. Finalmente logró tomarse de una roca de la orilla y salió del río. Totalmente mojado y con frío, se dirigió hacia la hoguera chorreando su vergüenza sobre sus huellas. El tiempo que estuvo junto a las llamas no logró secarle totalmente las ropas; si lo pudo hacer el propio calor de su cuerpo durante la caminata que emprendió posteriormente. Desde ese día Alonso decidió que pescaría sentado en el suelo.
No podía desistir de esa forma de conseguir alimento, se había quedado casi sin dinero y era el río quien le brindaba todo lo que necesitaba: la dieta de pescados que, aún a desgano por lo poco variada, le quitaban el hambre y agua, para la sed y el aseo. Solamente, muy de vez en cuando, lograba cazar algún animal distinto, el cual le brindaba un pequeño festín.
La necesidad de pasar las noches a la intemperie, resultó ser beneficiada por las temperaturas benignas que acompañaron su viaje. Esto último lo ayudó, también, a no tener que hacer fogatas importantes que podrían llamar mucho la atención, lo que no era prudente viajando solo y desarmado.
Solo el paisaje que recorría iba variando, ya que los pensamientos recurrentes lo acompañaban siempre. Repasando los acontecimientos vividos, encontraba cosas que lo intranquilizaban. Una de ellas era la incertidumbre de no saber que situación lo esperaba en Toledo. Había huido repentinamente de allí y, si bien Guillermo seguro habría contado en el convento la historia de la enfermedad de Onofre, no sabía como había resultado aquello y con que se encontraría. Llegado el momento, si se enfrentaba con Fray Gerardo y este lo interrogaba sobre el asunto, solo debería mentir acerca de que no había ido a ver al herrero, pero no sobre su deceso, pensaba.
Los días alternaron con normalidad mañanas, tardes y noches, solamente en una de ellas Alonso durmió bajo techo. Fue un día en el que, cuando regresaba del río hacia la fogata con dos barbos, se cruzó con un campesino que había estado toda la mañana intentando pescar, sin éxito alguno. El hombre se antojó con las piezas del muchacho y se las pidió, a cambio de darle cobijo en su casa. Fue justo el último día antes de llegar a la ciudad y si bien estaba ansioso por hacerlo, necesitaba un buen descanso, por lo que aceptó la oferta y pasó el resto de la jornada en el lugar. Al mediodía siguiente, luego de que había retomado el viaje a la madrugada, llegó hasta donde las aguas del Guajaraz, perdiendo su identidad, se sumaban a las del Tajo. Toledo estaba cerca.
Rectificó su ruta hacia el este, con un paso más acelerado que el que traía hasta ese momento. Media hora más tarde logró divisar el puente de Alcántara con su torre mudéjar. Comenzó a sentirse en casa.
El más lindo de los lugares menos bellos es el de uno, pensó.
Siguió caminando y enfiló hacia el meandro del río, luego bajó hasta el puente y lo cruzó con total indiferencia hacia él y todo lo que lo rodeaba, incluso la majestuosidad del Alcázar el cual se podía ver a corta distancia. Su corazón había comenzado a palpitar como un caballo desbocado y sus pasos casi no atinaban a dejar huellas. Nada le importaba más en ese momento que la inminencia de que sabría sobre su Juana, ni siquiera la posibilidad de que fuera un proscrito en la ciudad o de que algún maligno hubiera quedado allí al acecho.
Todavía sería de día durante un largo rato, las tardes se habían estirado, a expensas de un invierno que se estaba volviendo añejo.
Subió por las pendientes que se le presentaron, sin sufrir por el esfuerzo al que sometía a sus piernas. Al cruzar la muralla por la puerta de Bisagras, comenzó a sentir el hedor de la ciudad. Curiosamente no le pareció feo ya que era una evidencia de que se encontraba en ella, y allí estaba la posada, y en ella Juana.
Al pasar junto a la mezquita de Bib Mardum, evitó mirar hacia el callejón en donde se encontraba la casa en la que habían sufrido a manos de Ordoño. Esos recuerdos quería borrarlos de su mente. Allí había muerto, aunque por unos instantes, su muchacha y, si bien luego revivió, la cicatriz de aquel dolor algunas veces lo asediaba con alguna pulsación.
Siguió avanzando, cruzó rapidamente por el barrio de francos y llegó, finalmente, a la zona de las candelas donde estaban los mesones. El sol apenas empezaba a escatimar algunos de sus rayos.
Como si flotara sobre el empedrado, dobló la última calle hasta que, en un momento, se encontró frente al mesón de Ximénez.

1 comentario:

  1. XLIX, es por seguir con los números romanos que no se porqué te has pasado a los árabes, jejeje, nop, no pienso leerlo que me faltan los anteriores, solo he venido a decirte eso, un besazo jodio argentino, muakssssssss

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