jueves, 14 de julio de 2011

Capítulo XXXIX


El corpulento hombre apenas podía respirar. Sus ropas, casi totalmente destruidas, dejaban ver su espalda en la cual, numerosas heridas delgadas y largas, se entrecruzaban como pinceladas rojas trazadas con desdén.
- Latigazos- Dijo Manuel quien, intrigado, hizo girar la cabeza del moribundo para poder ver su rostro.
La revelación de la identidad del caído sorprendió a ambos muchachos. Era Simón, el escudero que había pernoctado, con Rodríguez y su séquito, en la casa de Rafael.
- ¿Qué hacemos?- peguntó Alonso -¿Lo sanamos?-
Manuel pensó un poco analizando la situación y luego dijo:
- Aunque no me guste el hombre, opino que si, aquella noche actuó bien y no creo que debamos dejar a nadie sufriendo de esta manera. Pero debemos ser muy cuidadosos, sería muy peligroso que él descubriera nuestro secreto.-
- En cambio yo no estoy seguro de hacerlo.- Contestó el argandeño.- La última vez que ayudamos con un hechizo a un mal hombre, este terminó con la vida de mi amigo.-
- Pero si el destino lo ha puesto en nuestro camino y el libro nos ha dado la capacidad de curarlo, por algo ha de ser.- Respondió el guardián.
- Puede que así sea, pero todavía no he encontrado la razón por la que Tiago ha muerto, si la hubiere, y la culpa pesa, en parte, sobre mis espaldas.- Dijo con tristeza el joven.-
Permanecieron un rato en silencio, mirando el cuerpo del hombre y como sus heridas seguían dando a luz numerosas gota de sangre, que engordaban hasta no poder sostenerse más y, luego, se deslizaban hacia los lados de la espalda, formando purpurados arroyas pequeños.
- Hazlo.- Dijo Alonso luego de reflexionar.
- De acuerdo.- Concluyó Manuel. Le lanzó el hechizo de sanación y se alejó del cuerpo.
El grandote emitió unos quejidos de dolor y se retorció en el suelo, hasta que de sus heridas solamente quedaron las cicatrices. Poco a poco fue saliendo de su desvanecimiento. Cuando logró hacerlo por completo se sentó, con cierta dificultad, en el lugar donde yacía y pudo ver a los dos muchachos, de pie, a corta distancia de él.
- ¡Ustedes!- Exclamó con sorpresa.- ¿Qué me han hecho?- Preguntó.
- Nada.- Respondió Alonso con firmeza.- Acabamos de llegar aquí.
- ¿Qué me ha pasado?- Interrogó ahora Simón.
Luego de decir eso volvió a desmayarse. Si bien sus lesiones estaban curadas, había perdido mucha sangre por lo que se sentía muy debilitado.
Con esfuerzo los jóvenes lo tomaron por los brazos, lo arrastraron algunos metros y lo sentaron con la espalda apoyada contra el tronco de una vieja encina para, luego, cubrirlo con una manta.
Al rato el hombre volvió en sí nuevamente.
- ¡Toma esto!- Le dijo Alonso, ofreciéndole una bota con agua.
Luego le convidaron un trozo de queso y pan. El calor y los alimentos fueron mejorando el estado del grandote.
- ¿Por qué me ayudan?- Preguntó.- Nos hemos comportado como patanes con ustedes.- Completó.
- ¿Por qué no habríamos de hacerlo?- Respondió Alonso, no muy convencido de lo que estaba diciendo.- No sabemos como eres y no deberíamos juzgarte por los actos de tus compañeros. Si eres un hombre bueno estamos haciendo bien, si no es así, ya se encargará el destino de volver a ponerte, nuevamente, en una situación igual.
- No soy un mal hombre.- Dijo Simón agachando, avergonzadamente, la cabeza.- Quizás algo bruto, si, y rodeado de mala compañías.-
- ¿Quién te ha golpeado? – Preguntó Manuel, restándole importancia a las palabras del grandote ya que debería demostrar su bondad con hechos, no con ellas.
- Lorenzo Rodríguez y sus hombres.- Respondió.
- ¿Fuiste tu el destinatario del castigo que había prometido el Don?- Interrogó Alonso.
El hombre, levantando la mirada y con una insinuación de sonrisa en su cara, dijo:
- Si, ha sido por lo de aquella noche. Se han reído, al día siguiente, de aquella situación. Su poder los hace inescrupulosos y, si otras hubieran sido las circunstancias, no habrían dudado en intentar divertirse con la muchacha.-
Solamente de pensar, ahora que el hombre lo insinuaba, que podría haber sucedido aquello a Manuel lo invadió una repentina sensación de ira. Por un momento sintió un gran deseo de hacer justicia con mano propia, por un hecho jamás sucedido, contra aquellos hombres.
- Estamos atravesando momentos difíciles y es conveniente, para Rodríguez y los suyos, pasar inadvertidos hasta abandonar las tierras alfonsíes, por eso se marcharon de la casa sin generar problemas.- Continuó Simón.
- ¿Por qué te han castigado entonces?- Preguntó Alonso.
- Al hombre no le gustó que haya detenido a Nicasio, pasando por sobre su autoridad.- Respondió.
Los jóvenes, conscientes de la injusticia a la que había sido sometido el hombre, no insistieron con más preguntas.
- Debemos seguir nuestro viaje.- Dijo Manuel.- Puedes quedarte con la manta hasta que consigas algo que ponerte.-
El grandote agradeció el gesto a los jóvenes y les dijo:
- Me dirijo en su misma dirección, si no se oponen me gustaría hacerlo en su compañía.
Alonso y Manuel se miraron interrogativamente, por un instante, y aceptaron la propuesta.
- Puedes hacerlo.- Dijo el guardián.- ¿Para dónde te diriges?-
- Voy hacia Almagro ¿Y ustedes?- Contestó Simón.
- A Úbeda.- Dijo Alonso.
- Pues entonces los dejaré en poco tiempo, mi viaje es más corto que el suyo.- Dijo.
Los tres hombres emprendieron su camino hacia el sur, pisando las hojas caídas de los árboles y los pocos restos de la nieve que, salvo en los lugares sombreados, se había confundido entre la tierra, formando una delgada capa de barro que les dificultaba un poco el avance.
Al llegar a un pequeño arroyo el hombre se lavó, con las aguas heladas que este transportaba, la sangre reseca que decoraba su espalda.
- No entiendo como me he curado.- Les dijo a los jóvenes mientras lo hacía.- Pensé que moriría ¿Realmente no saben lo que me pasó?- Preguntó, con un dejo de suficiencia algo extraño.
Los muchachos reafirmaron su versión de haberlo encontrado sin ninguna herida.
Cuando Simón culminó su aseo, los tres continuaron caminando hacia una noche cada vez más cercana.
- Deberíamos encontrar algún albergue donde comprar algo de comida y refugio.- Sugirió Alonso.
- Hay una posada detrás de aquel monte, a orillas del Algodor.- Contestó el hombretón, señalando una pequeña montaña que se erguía a mitad de camino entre ellos y el horizonte.- Podremos llegar antes del anochecer si nos damos prisa, pero yo no tengo dinero.- Agregó.
- No te preocupes por ello, podemos cubrir tus gastos. Quizás algún día puedas devolverlo.- Dijo Manuel.
El hombre volvió a agradecer, sintiéndose bendecido de haberse encontrado con dos jóvenes de corazón tan bueno.
Caminaron hasta bien entrada la tarde sin detenerse. Una luna, vespertina y escasa, asomó temprano, por detrás del paisaje. Lo hizo por el sudeste, hacia donde se dirigían los hombres, quienes siguieron avanzando, como dirigiéndose hacia ella.
Con la noche naciendo, divisaron la posada. De su chimenea salía una densa humareda y un rojizo resplandor, los cuales eran una promesa de abrigo y comida caliente. Arribaron a ella, negociaron con el posadero y llegaron a un acuerdo, el cual les permitió alimentarse con una cena digna, beber algo de vino, procurarle alguna ropa a Simón y dormir en un lugar cómodo. Antes del final de la jornada, el hombretón volvió a darles las gracias a los dos jóvenes.
El sueño, acelerado por el cansancio, encontró a los dos muchachos pensando en sus correspondientes amadas, tan solo un poco antes de que la fatiga los durmiera.
Al día siguiente el sol comenzó brillando con firmeza, lo que prometía que el día sería agradable. Muy temprano tomaron el desayuno y, mientras la mañana terminaba de desperezarse, le pagaron al posadero y retomaron su viaje.
La nieve había desaparecido por completo y al barro le faltaba muy poco para hacerlo.
Cruzaron el Algodor, por uno de los tantos viejos puentes romanos que había en la región, y prosiguieron hacia el sur. En los diálogos que mantuvieron, mientras avanzaban, los jóvenes le revelaron a Simón más detalles sobre sus vidas, que los que este les brindó a ellos.
El mediodía llegó y, con él, el hambre. El hombre había atrapado, demostrando mucha habilidad para ello, un conejo de tamaño importante en el camino, por lo que juntaron ramas secas y encendieron una fogata utilizando un yesquero exento de magia. Simón, mientras tanto, preparó el animal y después lo cocinó.
Comieron bien los tres. Cuando se disponían a tomar una breve siesta al calor del sol invernal, Alonso, motivado por la curiosidad, interrogó al reservado hombre:
- ¿Quién te espera en Almagro?-
Simón dudó un instante antes de contestar, pero los jóvenes le inspiraban confianza por lo que comenzó a relatar lo que venía ocultando:
- En Almagro está el infante Felipe, a él sirvo y a él debo llevarle información. Rodríguez obedece a los nobles, a Nunno González. Se están reuniendo en Granada en complicidad con el mismísimo Muhammad, rebelados contra el rey Alfonso. El infante quiere interceder ante ellos. Yo me infiltre en el grupo con el que viajaba, para obtener información sobre sus actividades. Debo haber despertado sospechas, porque hace dos noches, mientras dormía, revisaron mis pertenencias, entre las que había unas cartas de Felipe hacia mí.
Alonso y Manuel escuchaban el relato con mucho interés, más por lo que tenía de épico que por la razón de los asuntos. Poco entendían de la política y sus intrigas, y no conocían a casi nadie de los que Simón nombraba.
- Cuando desperté por la mañana.- Prosiguió el relator.- Me tomaron por sorpresa y me aferraron contra un árbol. Rodríguez descargó sobre mí, una cantidad de latigazos suficientes como para hacerme desfallecer. Luego me dejaron tirado en el suelo, dándome por muerto o a poco de estarlo. No se como logré llegar al camino, ni que fue lo que me curó. Quizás haya sido magia.- Dijo con cierta ironía, que los muchachos no notaron, y continuó.- Después llegaron ustedes y comenzó la parte de la historia que ya conocen.-
Los jóvenes quedaron boquiabiertos. Si bien no comprendían mucho las razones del conflicto, les resultaba deslumbrante estar enterándose de detalles importantes, que no siempre están al alcance de la gente del vulgo.
- Creo que es tiempo de partir nuevamente.- Dijo Simón dando por concluido el relato.
En acuerdo con él, los jóvenes se pusieron de pié, acomodaron sus cosas y se pusieron a andar. Todos marcharon en silencio.
Alonso reflexionaba sobre la situación. Quizás la razón de que Simón siguiera vivo era aportar a la pacificación entre el rey y los nobles. Eso evitaría sufrimientos y pérdidas de vidas. Quizás haberlo salvado contribuía al equilibrio por el que propugnó Akunarsche, quizás fuera así. Pero lo que aún producía una herida que no cerraba en él, era lo paradójico de la muerte de Tiago, en manos del enano al cual había resucitado. No veía que razón había habido en ello.
A media tarde habían atravesado la sierra del Rebolladejo. El hombre se detuvo, induciendo a los jóvenes a hacer lo mismo.
- Aquí deberemos separarnos.- Dijo.- Ustedes deberán seguir hacia el sur, yo encontraré la senda que me lleve hacia Almagro.- Y mirando a los dos muchachos con un profundo agradecimiento, completó.- Espero que algún día el destino me permita retribuirles, al menos una parte, de todo lo que han hecho por mí.-
Se saludaron como caballeros y tomaron, cada uno, su camino. Los jóvenes lo vieron alejarse.
- Tal vez, finalmente, sea un buen hombre.- Dijo el argandeño.
- Probablemente lo sea.- Contestó Manuel.

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