domingo, 10 de julio de 2011

Capítulo XXXVIII


Cuando Alonso logró despertarse y ponerse en movimiento, Rafael hacía rato que ya no estaba en la habitación. Al joven le costó comprender como, después de la borrachera del día anterior, el hombre pudo levantarse tan temprano. Los ronquidos de Manuel, daban cuenta de que él no tenía la misma capacidad de recuperación.
Desde la cocina llegaba el cotidiano aroma del pan fresco de Aurora el cual, a pesar del banquete que había comido hacía unas pocas horas, al muchacho le hizo crujir las tripas.
- ¡Manuel! ¡Manuel!- Le dijo a su amigo, al tiempo que lo zamarreaba.
Cuando por fin logró despertarlo, al guardián le tomó un buen rato erguirse y percatarse de la realidad, quizás su propio vaho lo estuviera aturdiera. Se sentía como si un buey estuviera acostado arriba suyo. Sentándose y frotándose la cara con sus manos, dijo, con la voz más áspera que lo habitual:
- ¿Qué sucedió anoche? ¿Lo arruiné todo?-
- Lo hiciste.- Respondió Alonso con sinceridad y, antes de que la cara de su amigo terminara de transfigurarse hacia una expresión de total amargura, agregó.- Pero igualmente todo salió bien.-
Manuel lo aferró fuertemente de los hombros y dio rienda suelta a su impaciencia.
- ¡Cuéntame!- Dijo.
Alonso narró todo lo sucedido, casi sin omitir detalles; le llevó un buen tiempo hacerlo. Cuando terminó, la mirada del guardián combinaba una mezcla de alegría con incredulidad.
- ¿Es decir que me ha aceptado? ¿Qué la niña podrá ser mía, no solo en sentimientos?- Preguntó.
- Es así, amigo mío. El hombre te ha concedido la mano de su hija.- Y agregó sonriendo.- Con la condición de que no le acabes más el vino.-
Manuel lo estrechó en un fuerte abrazo y, cargado de emoción, solo derramó las pocas lágrimas que su virilidad le permitió.
Luego de lavarse las caras, con el agua casi helada que vertieron en la palangana, se dirigieron a la cocina; allí ya se encontraban Aurora y su padre.
- Los dormilones han resucitado.- Dijo Rafael irónicamente.
Los jóvenes saludaron y se sentaron a la mesa. La muchacha se mostraba indiferente y con cara de enojada, si bien estaba ofendida solamente con el guardián, Alonso fue victima inocente de ese austero trato.
Manuel miró a su amigo, compungido, y con la mano le hizo un gesto preguntándole ¿Qué le pasa? El muchacho le respondió encogiéndose de hombros, mientras reía por dentro.
La inocencia del guardián nada sabe sobre los juegos del amor, pensó.
Una vez desayunados, Rafael le pidió a Alonso que lo acompañara, porque debía darle algo. Esto hizo que la pareja se quedara a solas en la cocina. Cuando salieron el hombre dijo:
- Ahora tendrán la oportunidad de arreglar sus cosas.-
Esta actitud hizo que aumentara la simpatía del muchacho hacia el dueño de casa. Este lo condujo hasta la habitación donde, de un cofre sacó una bolsa, la cual le entregó, diciéndole:
- Estas son las monedas que poseía el enano, supongo que deben ser tuyas.-
El joven recibió la bolsa y revisó su contenido.
- Algunas son mías.- Dijo.- Otras eran de Tiago, se las llevaré a su familia ¡Gracias buen hombre! Agradezco tu decencia. Me tenía preocupado como haría para costearme mi viaje.
El hombre bajó la vista, algo avergonzado por el elogio. Alonso tomó sus pertenencias y las de Manuel y salió del lugar. Era tiempo de partir.
Cuando llegaron a la cocina el joven le dijo al guardián:
- Es hora de irnos.-
Este salió de la cocina, sin dejar de observar a Aurora quien, retribuyendo la mirada, los siguió por detrás. Rafael y Alonso se adelantaron siguiendo la huella que conducía al sendero principal. El muchacho giró la cabeza y vio que la pareja se estaba abrazando; rapidamente cruzó su brazo sobre los hombros del hombre y le preguntó, para distraerlo:
- ¿Por dónde deberemos tomar?-
Rafael le señaló el camino y le indicó que, más adelante, deberían rodear la sierra del Rebolledo, dejándola a su derecha y, posteriormente, cruzar entre la del pocito y la de la Calderina.
Una cosa es aceptar un hecho con cierto desgano, pero otra es ver este consumándose, pensó Alonso para justificar su engaño.
Detrás de ellos Aurora, con sus labios, esculpía un beso tan dulce sobre los del guardián, que este no podría dejar de recordarlo nunca más.
Finalmente la partida se hizo realidad y los dos jóvenes comenzaron a avanzar hacia el camino. La muchacha, en un último acto, corrió detrás de ellos hasta alcanzarlos y, luego de besar la mejilla de Alonso, le dijo:
- ¡Gracias!
Este volvió a demostrar que era capaz de ruborizarse. Agradeció de su parte, los cuidados y la hospitalidad recibida, y siguió caminando junto a su amigo. La niña se quedó mirando, a través de sus lágrimas, como se alejaban. Su padre se puso a su lado y apretó la rubia cabecita contra su pecho.
Salvo el cielo, que mostraba una límpido azul, todo el paisaje estaba teñido por el blanco de la nieve. Padre e hija se quedaron mirando como se empequeñecía la imagen de los muchachos a medida que se alejaban, hasta que desaparecieron de su vista, bastante antes de que llegaran al horizonte.
Pisando la delgada capa de nieve y persiguiendo las nubes de vapor que sus propias bocas emitían, Alonso y Manuel avanzaban a paso firme. El muchacho iba por delante, mientras que el guardián se esforzaba por seguirlo de cerca, luchando contra el freno que le aplicaba la resaca. Marchaban en silencio, cada uno inmerso en sus pensamientos. Manuel disfrutaba del cosquilleo que le provocaba saber que lo recibiría, a su regreso, el amor de la bella muchacha y Alonso alternaba entre la mezcla de sensaciones que le hacían sentir, la tristeza de no contar nunca más con la presencia de Tiago, muy fresca en su memoria, la incertidumbre de no saber como le dirá la noticia de su muerte a su familia y, por otro lado, el deseo de estar con Juana ¿Qué estaría haciendo? ¿Dónde se hallaría? Se preguntaba.
Sumidos en sus reflexiones avanzaron sin detenerse por más de tres horas. Cuando el cansancio les hizo tomar cuenta de ello, decidieron parar para descansar. Al observar el camino desde el cual habían llegado, se percataron que no se veía más la casa de Rafael e, incluso, la torre de Mazar Ambroz, la cual habían visto en la lejanía, sobre la izquierda del camino, al poco tiempo de haber iniciado su caminata.
Se detuvieron y se sentaron sobre unas piedras bastantes grandes y redondeadas. El guardián sacó de su bolsa unos alimentos que les había preparado Aurora, los repartió y ambos comieron.
Procurando que la digestión hiciera su trabajo sin ser perturbada, se quedaron recostados en las piedras. El frío del recuerdo de la nevada los habría incomodado, pero el sol de ese mediodía brillaba con la mayor fuerza con que lo podía hacer en invierno y eso les brindó el calor suficiente para su bienestar.
- ¿Cómo encontraste el libro?- Preguntó Manuel.
El muchacho contó la parte de la historia, que no había narrado en presencia de Aurora y de su padre. Le habló de Onofre, de su regreso a Toledo, de Tiago, Juana, Ximénez, Guillermo y todo lo allí sucedido con los calatraveños. Resultó un cuento tan interesante para el guardián que, aunque el cansancio de la caminata y la resaca de la noche anterior lo habrían hecho dormitar un poco, el interés lo mantuvo despierto durante todo el tiempo que le llevó al muchacho, el relato.
- ¿Cuál es tu historia con él?- Interrogó, como esperando su turno de saber, Alonso.
Cuando Manuel iba a comenzar su crónica, el joven lo interrumpió.
- Cuéntamelo mientras caminamos, ya hemos perdido mucho tiempo.- Le dijo.
Ambos jóvenes se pusieron de pie, acomodaron sus pertrechos y prosiguieron su recorrido.
- Fue hace tres años.- Comenzó Manuel.- Yo había ido a Granada a comerciar con los mozárabes, lo hacía periódicamente. Les llevaba pieles de cordero a las cuales cambiaba por monedas de oro. Como era mudo confiaban en mí, en que no podría contar mucho acerca de ellos. Una tarde, en la que estaba regresando a mi comarca, seguía el curso de un riacho tratando de encontrar un lugar por donde vadearlo, no era tarea fácil, ya estaba entrada la primavera, por lo que el caudal que llevaba era importante. Al doblar por una curva, escuché unos gritos que provenían de él. Corrí hasta el barranco y divisé a una niña que estaba siendo arrastrada por la correntada, se ahogaba. Río arriba vi dos moros a caballo, los cuales habían lanzado sus corceles en feroz carrera, persiguiendo a la pequeña, pero estaban muy lejos. Cuando dirigí mi atención nuevamente a la niña, observé que su cabeza golpeaba violentamente contra una roca. Sus gritos desaparecieron y su cuerpo dejó de hacer movimientos voluntarios.-
Mientras Manuel ensayaba su relato, Alonso era ahora quien, caminando a su lado, había perdido casi la noción de la realidad, entusiasmado por la historia.
- No lo dudé ni un instante.- Continuó el guardián.- Corrí barranca abajo, me arrojé a las aguas, atrapé a la niña y logré llevarla hasta la orilla. Cuando la saqué del agua estaba inconsciente pero aún respiraba. En un acto instintivo la apreté contra mi pecho y la mecí como a un bebé. Me sentía como en un trance. Quizás por el calor que le brindé o por lo que fuera, la chiquita abrió sus ojos y me miró, durante un momento, antes de que los dos jinetes llegaran. Uno de ellos se bajó rapidamente del caballo y arrancó a la pequeña de mis brazos, tomándola entre los suyos.-
Tanto uno por narrar, como el otro por escuchar, ninguno de los dos notaban los quejidos que las doradas hojas muertas de los robles, hacían bajo cada paso que daban. Estaban atravesando un añejo bosque.
- El hombre se llamaba Hakán.- Prosiguió.- Un poderoso guerrero nazarí, primo hermano del mismísimo Muhammad. La niña era su hija, Morayna, tenía 10 años.-
- ¿Y qué pasó?- Preguntó Alonso con impaciencia, como si el guardián pudiera apresurar su relato.
Manuel lo miró con una mueca risueña y continuó:
- Me llevaron a su casa, un palacio, y me cubrieron de atenciones. Intenté explicarles que deseaba y debía irme, pero no pude, ya que no entendía su lengua, plagada de aes y jotas y porque no había idioma que yo pudiera pronunciar, tú sabes. Permanecí varios días allí. Morayna se había encariñado conmigo, era una niña hermosa, tenía los cabellas más negros y brillantes que yo haya visto, unos ojos verde oscuro con forma de almendras y una piel, cetrina y tan lisa, como una porcelana.
Una noche deambulaba por la casa, aburrido e insomne, y me detuve ante una biblioteca plagada de textos que no podía entender. Uno de ellos llamó mi atención, me pareció, en principio, que estaba escrito en árabe, pero cuando fijé la vista en él, sus letras parecieron cambiar y las palabras se volvieron legibles para mí. Lo abrí y descubrí que, aunque sus páginas estaban en blanco, cuando pasaba mis dedos sobre ellas las palabras aparecían y volvían a desvanecerse. Leí todos de los hechizos que en él había. Al día siguiente decidí marcharme y ellos lo aceptaron, aunque, Morayna, lloraba por ello. Hakán me dio un salvoconducto con el cual podría circular libremente por Al Ándalus, lo llevo en mi bolsa, me ayudará para la misión, y me ofreció que me llevase lo que quisiera de su casa. Elegí el libro, el cual me entregó con algo de asombro, no podía entender que me llevara algo con tan poco valor para él. Así fue que me marché. Luego de haber leído completamente el contenido de él nuevamente, lo arrojé a una hoguera que había hecho durante la primera noche de mi viaje de regreso, los hechizos que allí había eran totalmente inútiles para mí.-
Alonso estaba maravillado por la historia. Ser un héroe y vivir en un palacio, era mucho más de lo que le había sucedido a él cuando descubrió “el libro”, en la humilde cabaña de Onofre.
De repente algo sobre el camino, muchos metros más adelante, llamó su atención.
- ¿Qué es aquello?- Le dijo a su compañero, señalando con el brazo extendido.
De atrás de una encina, un hombre corpulento surgió caminando siguiendo la misma dirección que ellos llevaban. De repente, después de unos tropezones, cayó de bruces contra el suelo y quedó inmóvil boca abajo.
Los dos muchachos apresuraron sus pasos, hasta que llegaron rapidamente a él.

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