miércoles, 20 de julio de 2011
Capítulo XL
Los jóvenes siguieron avanzando hacia el sur. Manuel sabía por donde debían transitar, ya había recorrido varias veces ese camino, incluso era probable que pisara, de tanto en tanto, alguna de sus viejas huellas. Alonso prestaba especial atención al paisaje, debería volver solo y se esmeraba por recordar cada detalle, para no extraviarse en su retorno; al no seguir el curso de un río, la tarea no sería simple. Frente a ellos se alzaba, timidamente y con sus cimas cubiertas por la flamante nieve, la sierra del Pocito. Era una larga caminata la que afrontaban. Al llegar a ella la rodearon, para luego recorrer una planicie en la que se esparcían montes de robles, encinas y algunos pastizales. De vez en cuando veían alguna cabaña de campesinos. Eso los tranquilizaba, no les costaría mucho encontrar donde refugiarse cuando la noche llegara. Así fue, en el momento en que esta finalmente lo hizo, arribaron a Malagón, una pequeña aldea de no más de quince casas. Una de ellas era una posada, en la cual decidieron pernoctar.
El ventero apenas conversaba, tenía una mirada triste y un andar taciturno. Su mujer, por el contrario, padecía de intemperancia verbal. Contó detalles de lo que había hecho durante el día, durante el año, de los vecinos y de su vida, a los muchachos, mientras estos se alimentaban. Finalmente el hombre se retiró y Alonso se atrevió a preguntarle a ella acerca de él:
- ¿Qué le sucede?-
- La peste.- Dijo la mujer con pesadumbre.- La peste ha atacado al ganado. Mueren uno y otro animal cada día. Si perdemos los que quedan ya no tendremos nada.-
Esa noticia entristeció a los jóvenes, los dueños de casa parecían gente buena y trabajadora, quines no merecían semejante desgracia. Cuando la noche avanzó y todos se habían retirado a dormir, en la estrecha habitación en la que estaban, el argandeño le dijo a su compañero:
- Tendríamos que hacer algo para ayudarlos.-
- ¿Qué podemos hacer?- Preguntó Manuel.
- No estoy seguro.- Respondió el joven.- Podríamos ir a ver a los animales para observar que sucede con ellos, quizás sirva algún hechizo.-
Al guardián le pareció buena idea. Esperaron un buen rato y, luego de cerciorarse de que los posaderos estuvieran dormidos, se enfrentaron, con determinación, a la gélida intemperie.
El cielo estaba tan límpido que parecía que no le cabía ni una estrella más. La luna, aunque incompleta, les brindaba la luz suficiente como para que se movieran con facilidad.
Llegaron a los corrales en los que encontraron una situación preocupante. Una cerda grande yacía muerta, desde hacía no mucho tiempo, su cuerpo desprendía aún, el poco calor que le quedaba. Cinco lechones, a su alrededor, parecían velarla. Los demás animales no lucían nada bien; permanecían inmóviles y sin haberse inmutado por la presencia de los dos jóvenes. Alonso se acercó a un padrillo, que estaba echado en un rincón del corral, le pasó su mano por el lomo y dijo:
- Haraneo Atsa-
El puerco se sacudió un poco y, lentamente, se puso de pie. Fue en ese instante que los guardianes descubrieron que los hechizos, al menos el de sanación, funcionaban también con las bestias.
- Hagámoslo con todos- Dijo Alonso.
Luego de un rato, cuando el recitado había concluido, la totalidad de los animales se encontraron en buen estado, salvo el que habían encontrado muerto, al cual no pudieron resucitar.
Una vez de regreso a la habitación, satisfechos, a pesar del frío los jóvenes se durmieron rápida y plácidamente.
La mañana siguiente no comenzó en calma, un histriónico griterío despertó a los jóvenes. Provenían de la mujer que, desde el corral, llamaba a su marido y lanzaba exclamaciones de alegría.
Manuel y Alonso se levantaron, lavaron sus caras y se dirigieron, saliendo de la habitación, hacia el lugar. Allí el posadero y su mujer se abrazaban y bailaban dando gritos. Los animales se mostraban con gran vitalidad reclamando, a su manera, alimento. Cuando el hombre notó la presencia de los muchachos también los abrazó, como si se trataran de viejos amigos, en la confusión que genera una alegría descontrolada.
- ¡Han traído la suerte a nuestro hogar!- Les dijo, sin sospechar siquiera, que ellos habían sido los causantes del milagro.
A los dos jóvenes les causaron mucha gracia las reacciones de la pareja. Cuando la efusividad se calmó, la mujer preparó el desayuno, por lo que todos se sentaron a la mesa de la cocina. La pareja, por un buen rato, intercambió expresiones de felicidad, que compartieron con los huéspedes. Los niños permanecían en silencio por no haberse despertado totalmente aún y tomaban la leche instintivamente.
- ¿Hacia dónde se dirigen?- Preguntó luego el hombre, con un semblante que era totalmente contrario al que tenía la noche anterior.
- Villa Real.- Contestó Alonso, mientras cortaba con sus manos, una hogaza de pan.
- Mi hermano vive allí, Francisco el valego. Él podrá brindarles albergue. Díganle que Diego los envió y sabrá que son personas dignas de recibir su hospitalidad.- Dijo el dueño de casa.- Podrían darle noticias nuestras, además.- Agregó.
Los muchachos agradecieron la referencia y prometieron que con él irían. Al rato, despedida mediante, emprendieron nuevamente la caminata.
Esa mañana no era tan fría como las anteriores, el sol se estaba comportando bien. Dejando a su derecha la sierra de la Calderina avanzaron, a paso firme, hacia el sur. Manuel no hablaba de otra cosa que no fuera Aurora, mientras que en Alonso crecía la angustia que le producía la, cada vez más cercana, misión que debía cumplir ante la familia de Tiago. Cada tanto, escuchar a su amigo, le evocaba los gratos recuerdos sobre su Juana.
Solo se detuvieron durante poco tiempo, al mediodía, para comer un tentempié, por lo que retomaron el camino rapidamente. Aún no había comenzado la media tarde, cuando divisaron las casas del Pozuelo de Don Gil. Habían arribado a Villa Real. Al llegar a la muralla entraron por la puerta de Alarcos y, sin saber hacia donde se tenían que dirigir, avanzaron buscando el centro de la ciudad. Pasaron bordeando por un lado la morería y siguieron adelante. Las calles estaban casi despobladas de transeúntes por ser la hora de la siesta. A poco de andar divisaron la ermita y decidieron que era un buen lugar para preguntar por el hombre. Encontraron un sacerdote que les supo explicar como llegar a la casa de Francisco el valego. Les indicó el camino y los despidió con una bendición, la cual los jóvenes agradecieron. Cuando llegaron al lugar que el clérigo les había descrito, encontraron tres niños jugando en la puerta de la casa.
- Buscamos a Francisco.- Le dijo Alonso a los pequeños.
Estos salieron corriendo e ingresaron al hogar. Al rato salió de él un hombre que, de no haber sido por la espesa barba que pendía de su rostro, habrían confundido con Diego. Era su hermano. Le explicaron que este los había enviado y, sin que dijeran nada más, les ofreció inmediatamente albergue y, aún ante la insistencia de los jóvenes, se negó a recibir dinero alguno por ello. Los invitó a ingresar a la casa y, en presencia de su mujer, los interrogó acerca de su hermano, la esposa y sus sobrinos. Los muchachos les brindaron todos los detalles que pudieron.
Después de dejar sus cosas en la habitación que Francisco les había asignado, siendo muy temprano todavía y sin mucho por hacer, por sugerencia del hombre, se dirigieron a la plaza mayor para ver el mercado y distraerse en él.
Caminaron nuevamente por la villa que estaba apenas salpicada de casas, la mayoría con tapiales y techos de tejas a dos aguas, las cuales aún no la cubrían en abundancia; propio de una ciudad en ciernes. Incluso la muralla no estaba construida en su totalidad. En los terrenos libres vieron numerosas huertas y corrales con animales.
La plaza estaba atestada de gente que comerciaba todo tipo de cosas. Alonso se detuvo ante un puesto en el que vendían libros y revisó varios de ellos con entusiasmo, hacía mucho tiempo que no leía.
Si un día faltaran los alimentos, el libro indicado sería más útil que un plato de comida, pensó.
Manuel, parado a su lado, observaba también los textos pero con menor interés. De pronto una mano se posó pesadamente sobre su hombro y, detrás de él, una voz grave le dijo:
- Mira donde te venimos a hallar, guardián.-
Un estremecimiento invadió a los dos muchachos ¿Quién sabría el secreto que ocultaban? Pensaron. Al darse vuelta el misterio se les desveló. Se trataba de Lorenzo Rodríguez.
- ¿Has abandonado el cuidado de la niña?- Dijo riéndose sarcastimente.
Sin que los jóvenes, sorprendidos por el encuentro, contestaran nada, continuó:
- Ya hemos castigado las ofensas que el grosero les ha hecho y lo expulsamos de nuestro grupo.-
La necedad de las palabras del hombre, convenció a los muchachos de que no se trataba de alguien bueno.
- ¿Qué haces por aquí?- Se animó a preguntar Alonso.
- Cuestiones de negocios.- Contestó el noble, evasivamente y poniéndose serio. Luego saludó y se marchó.
Manuel y su compañero lo vieron cruzar la plaza y perderse por una calle
- ¿Qué tramará este?- Peguntó Alonso.
- Nada bueno, supongo.- Replicó su amigo.
- Deberíamos seguirlo, con discreción, para ver hacia donde va. Sugirió el joven.
Así lo hicieron, a una distancia prudencial, avanzaron por el camino que llevaba aquel hombre, lo vieron llegar a la morería, reunirse con su séquito y un mudéjar, e ingresar a una tienda con ellos. Los muchachos se detuvieron y los observaron con atención.
- Si pudiésemos escuchar su conversación nos enteraríamos.- Dijo Alonso lamentándose.
- Podríamos…- Dijo el guardián e interrumpió su frase arrepintiéndose de antemano, de las palabras que aún no había dicho.
- ¿Podríamos qué?- Interrogó su amigo.
Manuel dudó un instante y luego continuó:
- Con el hechizo de invisibilidad ¿Lo conoces?-
- ¡Si!- Contestó entusiasmado Alonso- ¡Qué buena idea! Podríamos utilizarlo.-
- ¿Lo has hecho alguna vez?- Interrogó el guardián, seriamente.
- ¡No, esta es la oportunidad!- Contestó con vehemencia el joven- ¡Échamelo!-
- Es muy peligroso.- Replicó Manuel.- Quita vitalidad, no se debe usar por mucho tiempo. Yo lo he utilizado y casi perezco al hacerlo.-
- No lo sabía ¿De cuanto tiempo hablas?- Respondió su compañero.
- No lo se, pero es muy peligroso.- Repitió.
- Pues no estaré mucho con él.- Dijo Alonso.- Acerquémonos con sigilo, hay allí un lugar para escondernos. Una vez que me vuelvas invisible entraré a la tienda para ver que se traen estos. Cuando sienta que no estoy bien, volveré para que reviertas el hechizo.-
No muy convencido Manuel aceptó el plan. Llegaron hasta las cercanías de donde estaban reunidos los hombres, se ocultaron detrás de un tapial a medio derrumbarse y, el guardián, posando la palma de su mano en la frente de Alonso, dijo:
- Metsán voén.-
Rapidamente la imagen del joven se desvaneció en el aire y solo se pudo escuchar su voz.
- ¡Voy!- Dijo.
Manuel no logró, como se esperaba, ver nada de lo que su amigo hacía. Se quedó preocupado a esperar su regreso.
Alonso se introdujo en la tienda y escuchó el diálogo que Rodríguez mantenía con el mudéjar. Hablaban sobre negociaciones y de planes a ejecutar en contra de Alfonso. El detalle que daban de los mismos era interesante, por lo que Alonso, de pie al lado de ellos sin que ninguno lo advirtiera, estuvo más de la cuenta oyéndolos, haciendo caso omiso a los síntomas de debilidad que, progresivamente, se acrecentaban en su cuerpo. Cuando advirtió lo que sucedía con él y recordó las recomendaciones de Manuel, decidió salir del lugar.
El guardián estuvo a punto de ir a buscarlo, pero, con buen tino, pensó que si se movía del lugar en donde estaba, quizás nunca pudiera encontrar a su compañero.
Al atravesar la puerta, Alonso tropezó y se tuvo que aferrar a una de las telas que pendían en la pared de la tienda. Esto alarmó a los hombres. Uno de los escuderos de Rodríguez salió rapidamente, al exterior, para atrapar al presunto merodeador. Por centímetros no atropelló al joven. Este, con gran dificultad para caminar, caminó detrás de él y, nuevamente, se esquivaron por poco cuando el hombre ingresaba al lugar, luego de descubrir la supuesta falsa alarma.
Con esfuerzo el muchacho logró llegar hasta donde lo esperaba Manuel y se arrojó sobre él, aferrándolo para poder seguir de pie. El inesperado empellón hizo trastabillar al guardián y casi caen ambos al suelo.
- Veshil Biezta.- Dijo rapidamente Manuel.
Todos los colores del argandeño volvieron a la normalidad, salvo los de su cara que mostraba una palidez alarmante.
Casi a la rastra y alejándolo del lugar, el guardián ayudó a su amigo en el camino de regreso hacia la casa de Francisco. Durante el tedioso viaje el muchacho tuvo las fuerzas suficientes, como para contarle a su amigo los planes que los nobles tenían. Irían a las tierras almohades con sus ejércitos y dejarían expuesta a Castilla ante cualquier ataque que Mohammed planificara.
- ¡Debes contarle esto a Simón!- Fue lo último que alcanzó a decir Alonso, antes de desvanecerse.
Manuel lo cargó durante el resto del camino mientras le lanzaba, repetidamente, el hechizo de sanación. Nada sucedió con él, no estaba enfermo sino profundamente debilitado y no había conjuro que pudiera hacer nada con ello. Llegó a lo del valego, quien cuando los vio, les brindó su ayuda con preocupación. Depositaron a Alonso en el catre. Manuel le explicó a Rafael que su amigo había enfermado y que él tenía que partir urgente hacía Almagro. Le pidió que lo alimentara y le diera de beber, aún en contra de la falta de voluntad que tuviera el joven para comer.
- Volveré en dos días.- Le dijo y, tomando sus pertenencias, partió sin que le importara que la noche estuviera cerca.
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