miércoles, 15 de junio de 2011

Capítulo XXIX


La rubia muchacha tardó bastante en regresar con la comida. Durante ese tiempo, Rafael se dedicó a contarle a Manuel, los planes que tenían para la cacería del infame enano.
- Seremos menos esta vez.- Comentó en un momento. – Ramiro, su hijo y Rodrigo se marcharon a trashumar.- Hizo una pausa en su relato.- Igualmente hallaremos al maldito.- Remató.
Alonso, simulando que dormía, tragó saliva y sintió un escozor, generado por el odio y la impotencia, que le provocaba la sola mención de Flair. Deseaba, en lo más profundo de su ser, que la misión de Rafael y sus compañeros tuviera éxito, por lo que decidió que permanecería en el lugar, hasta que estos regresaran y se enterara del resultado de la búsqueda. Si no hallaban al enano, sería él quien lo buscaría hasta los confines de la tierra, si fuese necesario, se prometió.
El diálogo y los pensamientos fueron interrumpidos por Aurora, quien ingresó con un caldero humeante, al que depositó sobre la mesa.
El olor de la comida aumentó el hambre que sentía Alonso. Hacía más de dos días que no ingería ningún alimento. Si hubiera estado dolorido por causa de las heridas, el apetito habría sido uno de los males menores que estaría sufriendo, pero se sentía saludable y enérgico. Su estomago rezongó con unos suaves sonidos guturales, que solamente podrían calmarse si el muchacho accedía a la fuente del olor. Sintió un repentino impulso de ponerse de pie, pero una invocación al sentido común lo hizo quedarse inmóvil.
Los dos hombres, apostados junto a la mesa, habiendo esperado lo suficiente como para que la comida se entibiase, comieron, utilizando hábilmente las yemas de los dedos de la mano izquierda, el arroz que la muchacha había preparado, al que combinaron con los mordiscos que les daban a sendas presas de pollo, sostenidas en sus manos derechas.
Aurora, con una escudilla de caldo tibio, se acercó al catre e irguió, con algo de esfuerzo, un poco el torso de Alonso para alimentarlo, acomodando delicadamente un pequeño almandraque, para que sostuviera su espalda.
- ¡Ten cuidado! Dijo Manuel.- Aliméntalo despacio.-
- No soy hombre para tener brutalidad y torpeza.- Contestó la niña con altanería.
El muchacho se sonrojó ¿Por qué me habrá dicho eso? Pensó.
Rafael, con la boca sonriente y desbordante de pollo y arroz, le pegó un manotazo cómplice en el antebrazo. Esto, Manuel, lo comprendió menos aún.
Alonso, con los ojos forzadamente entrecerrados, bebió de a sorbos el caldo, hasta la última gota.
Poca cosa para mi vacío vientre, se dijo en silencio.
La joven se dirigió hacia la mesa, se sentó y también comió, aunque mucho más frugalmente que sus dos compañeros.
Manuel observaba, periódicamente, al yaciente muchacho. En un momento en que Rafael y su hija estaban entretenidos conversando, Alonso, abriendo sus ojos casi con una redondez perfecta, miró al otro guardián y se señaló su panza. El muchacho le contestó haciendo un gesto, disimulado y afirmativo, con la cabeza. Cuando consideró que el almuerzo había concluido dijo:
- ¡Por favor! Déjenme solo con él, debo hacerle otras curaciones.-
- ¿Por qué no podemos quedarnos? – Le preguntó desafiantemente la Joven.
- Porque… Porque… Porque me pongo nervioso si me están observando y no logro realizar bien mis labores.- Contestó ocurrentemente el guardián.
Al parecer el argumento fue convincente. Apenas padre e hija abandonaron la habitación, Alonso, con decisión y presteza, abandonó el catre y se dirigió hacia la mesa con un solo objetivo en mente, el caldero.
Sus dos días de ayuno no dejaron casi nada en él, apenas unos huesos de pollo, desnudos y raídos.
- ¡Cálmate!- Dijo Manuel.- ¿Cómo hará tanta comida para caber adentro tuyo?-
El joven, de tan lleno que estaba, no pudo ni contestarle.
Con el hambre saciada, ambos acordaron en que debían continuar la puesta en escena. Alonso se retiró al catre, se acostó sobre el jergón y, Manuel, convidó a pasar, nuevamente, a los dueños de casa. Vertió agua del aguamanil a la palangana y se lavó, de las manos, los supuestos restos que de la curación habían quedado en ellas.
Cuando Aurora descubrió que el caldero estaba vacío, miró al guardián con enojo. Había planeado que sobrara guiso para comerlo más tarde, cuando anocheciera.
- ¡Vaya que sacias tu apetito mientras curas!- Exclamó Rafael.- Más conviene obsequiarte una cota de malla que alimentarte.-
El muchacho volvió a sonrojarse y emitió una risita nerviosa.
La niña se acercó hasta Alonso para palparle la temperatura en la frente. Cerca de la comisura de sus labios, vio que tenía un rechoncho y amarillo grano de arroz.
¡Qué raro! Habrá estado en el caldo. Pensó.
Se lo quitó de un certero golpecito con la uña de su dedo mayor. Volvió a pensar en la comida que no había sobrado y miró a Manuel, con el ceño fruncido y los labios formando una pequeña trompa. El guardián nunca advirtió ese gesto.
- Ya debemos partir.- Dijo seriamente Rafael.- La alimaña sigue suelta.-
Después de decir esto, realizó los últimos preparativos para el viaje, en los que le ayudo su hija. Se proveyó de una bolsa en la que introdujo algunos abrigos y alimentos. También tomó un hacha y una larga lanza de madera de olmo. Luego de darle un afectuoso abrazo a su niña, se paró frente a Manuel, pidiéndole:
- ¡Cuida la cabaña! ¡Cuida al enfermo! Pero sobre todo ¡Cuida a mi pequeña!-
- Ve en paz, así lo haré.- Prometió el guardián.
Cuando el hombre salió de su hogar, ya lo estaban esperando los demás integrantes de la partida. No eran pocos. Rodearon el corral de ramas de sauce y comenzaron a alejarse.
La pareja de jóvenes los observaron dirigiéndose hacia la alcantarilla. Rafael volteó la cabeza, para echarle una última mirada a su hija, y esta lo saludó dulcemente, con la palma de su mano. Manuel la miró embelezado; la niña era un encanto.
Cuando giraron para entrar nuevamente a la cabaña, ella lo miró con cara de enojada y le dijo:
- ¿Y ahora qué? ¿Habrá que sacrificar un becerro cada día, para alimentarte?-
El muchacho volvió a sonrojarse, por tercera vez, y la siguió hacia el interior de la habitación sin poder emitir palabra alguna, como si hubiera vuelto el mal que lo había aquejado poco más de dos años atrás.
Alonso, al ver que la puerta se abría, apoyó rapidamente su cabeza en el camastro y cerró sus ojos.
¿Cuánto más podré aguantar el tedio de esta parodia? Pensó.
La muchacha se sentó a su lado y, apoyándole suavemente la mano en la frente, lo observó durante un buen rato.
- Es bello.- Dijo.
Manuel, sentado en el mismo escaño donde lo había hecho para comer, dijo bastante molesto:
- Ya está mejor. Ahora debemos dejarlo tranquilo por un tiempo.
La niña, como respuesta, le brindó una mirada seria desde sus verdes ojos. A Alonso le causó gracia la situación y apenas si pudo evitar sonreír.
- Ya dirá él si lo molesto.- Dijo la niña y, poniéndose de pie, continuó.- Voy a descansar un rato. Vigílalo tú, que sabes hacerlo sin molestar.-
Manuel no atinó a contestar. Miró con la boca tontamente entreabierta, como se retiraba la delicada figura de la muchacha.
- Estás enamorándote, Amigo.- Dijo sonriente Alonso, una vez que Aurora se hubo retirado.
Al guardián, otra vez, el borra vino claro le invadió las mejillas.
- No me soporta.- Dijo.
- Yo creo lo contrario.- Contestó Alonso.
- ¿Por qué crees eso?- Preguntó inocentemente el muchacho, inepto en cuestiones de mujeres.
- Luego hablaremos de ello.- Contestó el del catre.- ¿A qué te referías con eso de que debías encontrar a “el otro”? ¿Quién te ha contado acerca de que me hallarías?-
Manuel clavó la vista en el piso, su mente alternaba pensamientos acerca de la niña y de la misión que debía cumplir, levantó lentamente la cabeza y, mirando fijamente a su colega, le dijo:
- “El libro”.-

sábado, 11 de junio de 2011

Capítulo XXVIII


Algo repentino e intenso le hizo abrir bruscamente los ojos, pero no pudo ver nada más que un brillo blanco que todo lo eclipsaba. Al mismo tiempo, sintió como si por sus venas corriera aceite hirviendo. El dolor no alcanzó a hacerle dar un grito, ya que, un poco antes de que eso se produjera, este disminuyó rapidamente hasta desaparecer. La luminosidad que había invadido su mirada también se fue, por lo que, finalmente, comenzó a distinguir los objetos que lo rodeaban y, entre ellos, la silueta de un hombre.
Cuando su visión estuvo completamente compuesta, pudo distinguir, definidamente, al muchacho que se hallaba frente a él. Era alto y corpulento, sus cabellos negros, finos y cortos. Su cara estaba sembrada de numerosas y tenues pecas, y su mirada transmitía bondad. En su cuello, una notoria cicatriz, no disimulaba una antigua herida.
- Ya ha pasado todo.- Dijo.
Alonso, extrañamente recuperado, se sentó en el catre y, sin comprender aún lo que le había sucedido, se palpó las partes de su cuerpo, que habían estado heridas tan solo un minuto atrás. Primero se tocó la mejilla, la sintió lisa y tersa como la había conocido desde siempre; lo mismo le sucedió con el cuello. De la herida del pecho solo quedaban las manchas de pus y de sangre de su camisa.
- ¿Qué ha pasado?- Preguntó- ¿Qué ha…?- En ese instante se detuvo. Cayó en la cuenta de la única explicación que podía existir, acerca de lo que había sucedido ¡Magia! Pensó -¿Me has lanzado un hechizo?- Preguntó en una forma más afirmativa que interrogativa.
El muchacho, que continuaba de pie frente a él, se sintió repentinamente incómodo.
- ¿Te encuentras bien?- Preguntó, tratando de evadir explicación alguna.
- ¡Me has lanzado un hechizo!- Exclamó Alonso con una firme convicción - ¿Qué eres?- Lo interrogó.
El desconocido joven, casi sin pensar, giró y comenzó a caminar dirigiéndose hacia la puerta diciendo:
- Debo retirarme, regresar a mi hogar. Muchas tareas me esperan.
Alonso dio un salto desde el catre, con una rapidez y una energía difíciles de imaginar un rato antes y se atravesó, entre el muchacho y la salida, impidiéndole el paso.
- ¿Quién eres?- Lo interrogó con firmeza.
El otro joven lo miró confundido, sin emitir ninguna palabra. Entonces, Alonso sintió que para confirmar lo que estaba sospechando en ese momento, debía asumir un riesgo. Algo en su interior le dictó que debía sacrificar prudencia por veracidad.
- ¿Eres un guardián?- Preguntó con timidez.
El muchacho se quedó un instante pensativo y, rapidamente, se le ocurrió una pregunta.
- ¿Un guardián de qué?
- De los de Akunarsche.- Respondió, eclepticamente, para tener la posibilidad de inventar cualquier explicación alternativa, en caso de que lo que intuía no fuera cierto.
El desconocido lanzó un suspiro y recuperó su tranquilidad. Posó su mano, amistosamente, sobre el hombro de Alonso y le dijo:
- Si, lo soy ¿Tu eres el otro?-
- ¿Qué otro?- Contestó también aliviado el recién recuperado.
- El otro guardián.- Respondió el desconocido.- El que yo debía encontrar. Te he hallado finalmente.-
Había sido muy grande el riesgo que habían corrido ambos al develar sus secretos.
Quien sabe que habría sucedido si no hubiese sido otro guardián, pensó Alonso, algo preocupado por lo que nunca ocurrió.
- Debes explicarme de que se trata todo esto.- le dijo.
- Si.- Contestó el extraño.- Vayamos a sentarnos.-
Lo hicieron en sendos bancos, que se hallaban junto a una mesa en una esquina de la habitación.
- Mi nombre es Manuel, como te he dicho soy un guardián ¿Tu también lo eres, no?- Dijo con un último sesgo de temor y duda.
- Si lo soy, me llamo Alonso.- Contestó.
Ambos jóvenes se miraron y sonrieron con complicidad. Ahora podían estar tranquilos el uno con el otro.
- Yo debía encontrarte.- Comenzó a relatar Manuel.- Y no sabía ni como, ni donde ¿Cómo hallar a otro guardián sin asumir riesgos? Cuando ayer vinieron a buscarme y me contaron acerca de ti, no se porque sentí que era la oportunidad de encontrar a quien estaba buscando, por eso llegué hasta aquí casi corriendo.
Alonso lo escuchaba con extrema atención, quería saber de que se trataba todo esto.
- ¿Para qué?- Interrumpió.
- Ten paciencia, ya te diré.- Contestó Manuel.- Tendremos varios días aquí para hablar.
- ¿Varios días?- Dijo Alonso sorprendido.- Ya me siento bien, podría irme ahora mismo.
- ¿Saldrías caminando por esa puerta y te irías de la aldea?- Preguntó ironicamente Manuel ¿Y cómo explicaría yo tu recuperación, sin mencionar a la magia?
Alonso fijó su mirada en la puerta y luego de un instante de reflexión dijo:
- Tienes razón.-
- Deberemos hacer esto bien, amigo.- Continuó Manuel.- Tendremos que ocultar que ya no tienes heridas y deberás simular debilidad, dolor y una gradual recuperación.
Alonso asintió con la cabeza y, presa de su ansiedad, preguntó:
- ¿Para qué debías hallarme?-
- Ya te contaré sobre eso, no te impacientes.- Respondió Manuel.- Ahora deberías volver al catre y taparte totalmente por si alguien entra, yo iré a buscar algunas cosas necesarias para preparar nuestro engaño. Regresaré pronto.-
Dicho eso el muchacho esperó a que Alonso se acostara y se retiró, por la misma puerta por la que había ingresado.
El joven, en la soledad de la habitación, se quedó pensativo mirando el techo. Se sentía aliviado por no sufrir los dolores que lo habían aquejado tan solo unos minutos atrás, pero aún mantenía la opresión en el pecho, que le generaba el dolor de haber perdido a su amigo y conocido el odio.
Tanto odio, nunca había sentido su corazón bondadoso uno semejante.
Sería capaz de matarlo si lo tuviera frente a mí, se dijo, pensando en el enano.
Estuvo Alonso, inmerso en sus pensamientos y sus sufrimientos, hasta que regresó Manuel.
- Tengo todo.- Dijo luego de cerrar la puerta.
Con tanto empeño como torpeza, cortó en trozos un lienzo de lino, que había traído para fabricar varias tiras anchas y, envolviendo la cabeza de Alonso con ellas, le realizó un vendaje que ocultaba la ausencia de su herida. Hizo lo mismo en el cuello y en el pecho.
- Por mi parte está todo hecho.- Dijo.- Ahora dependemos de tu capacidad para actuar.-
- Y de la tuya.- Contestó Alonso algo desafiante.- Haré lo mejor que pueda.-
- Debo dejar entrar a Rafael y a su hija.- Dijo Manuel.- Recién, cuando salí de aquí, casi no pude evitar que no lo hicieran. Están preocupados por ti.-
- Está bien.- Contestó el muchacho acostado.- Se han portado con mucha bondad conmigo, sería injusto hacerlos sufrir.-
- Qué así sea.- Contestó el otro guardián y, poniéndose de pie, se dirigió hacia la puerta.
Cuando la niña y su padre entraron a la habitación y vieron al muchacho que, aún yaciente en el lecho y con los ojos cerrados, lucía un mejor semblante, ambos sonrieron.
-¿Qué le has hecho?- Preguntó Rafael.- Ha mejorado.
- Algo mejor se encuentra.- Contestó, disimulando, Manuel.- Le he limpiado las heridas y aplicado algunos ungüentos.-
Alonso lanzó unos quejidos de dolor muy bien interpretados.
- El tiempo lo sanará mejor que yo.- Dijo el guardián.- Me quedaré unos días para brindarle las atenciones que lo ayuden a hacerlo.-
- Me tranquilizará que estés en mi hogar.- Dijo Rafael.- Esta tarde saldremos nuevamente en grupos, para darle caza al condenado enano. No debe estar tan lejos y ahora sabemos por que lugares anduvo.-
Alonso, con sus ojos cerrados, recordó el momento en que flair hirió a su anciano amigo y vertió unas lágrimas de dolor e impotencia, que no se pudo secar, Las delicadas manos de la niña si lo hicieron.
- Aurora, prepara algo para comer.- Ordenó el padre.
La niña se puso de pie y se dirigió hacia otro cuarto de la cabaña. Los hombres se quedaron a solas. Aprovechando que la joven no estaba, Rafael hizo una pregunta cuya respuesta podría haber sido muy dura.
- ¿Crees que se salvará?
Manuel debió concentrarse un poco para contestar y, luego, dijo:
- Estoy seguro que sí. Es joven, fuerte y la fiebre parece haber cedido un poco.
Así era, el último paño que la muchacha había quitado de la frente de Alonso, cuando apenas habían regresado a la habitación, estaba casi tan frío como su reemplazo.
El muchacho, desde el catre, observó la escena del diálogo, con solamente un ojo a medio abrir.

viernes, 10 de junio de 2011

Capítulo XXVII


Lo primero que sintió fue un paño húmedo que mojaba sus labios. Después, poco a poco, logró abrir sus ojos. La luz que volvía a ver Alonso no era la del sol; la emitía, tímidamente, una lámpara de aceite, el olor la delataba. Eso fue una bendición para ellos, habían estado cerrados por más de dos días y no habrían soportado un potente resplandor.
Cuando logró enfocar correctamente sus pupilas, notó que estaba en una habitación, humilde, pero habitación al fin. Junto a él, sentada, había una niña tan rubia como el oro, que no tendría más de quince años. Era quien le estaba dando de libar, cuidadosamente, el agua del trapo. La visión de ella lo hizo sentir mejor.
La belleza siempre es regocijante, pensó.
A medida que recuperaba su consciencia comenzó a sentir otras cosas; aunque estaba cubierto con unas mantas de lana, tenía frío y no podía dejar de tiritar. La muchacha le posó el paño húmedo en su frente y, girando la cabeza, dijo:
- Padre, ha despertado.-
Prontamente apareció, a los pies del catre donde estaba el muchacho, un hombre alto, con el cutis ajado por el sol, cubierto en parte por una densa barba.
-¿Has regresado?- Dijo este- ¿Cómo te sientes?-
La pregunta fue bastante tonta ¿Qué podría contestar Alonso? Estaba muy mal, débil, sentía un ardor extremo tanto en su cuello, como en su mejilla, y un dolor que, en un costado de su pecho, latía más que el propio corazón.
- ¿Qué te ha pasado, muchacho?- Preguntó el hombretón.
Alonso intentó hablar, pero le costó mucho trabajo hacerlo, al mover la boca el ardor de su mejilla se intensificó. Haciendo un gigantesco esfuerzo pudo decir:
- Nos atacaron.-
La niña le volvió a poner el paño húmedo, al cual le había renovado su frescura, sobre su frente.
El hombre le sonrió piadosamente y le dijo:
- De ello no me cabe ninguna duda. Puedes estar tranquilo ahora, estás a salvo aquí. Mi nombre es Rafael y ella es mi hija Aurora. Estás a salvo aquí.- Repitió.
Alonso volvió a cerrar sus ojos, le costaba mucho mantenerse despierto. Sentía que sus fuerzas disminuían minuto tras minuto. Rafael se daba cuenta de eso, por lo que continuó diciendo:
- Tu estado es tan delicado que no sabemos bien como cuidarte. Cerca de aquí, en la ladera del monte, a medio día de viaje, vive un hombre que entiende de sanaciones. He enviado por él ayer, cuando llegue podrá hacer algo por ti.
El muchacho lo escuchaba con los ojos cerrados. De tanto en tanto, una punzada en la herida del pecho le hacía emitir un quejido y llevar, instintivamente, la mano hacia ella. Cuando esto ocurría, la muchacha lo tomaba de la muñeca, con suavidad, y se la quitaba de allí.
- ¿Tiago?- Susurró el herido.
- ¿Qué?- Preguntó Rafael.
- ¿Tiago?- Logró decir un poco más fuerte el muchacho.
- ¿El anciano?- Interrogó el hombretón, interpretando lo que quería saber su interlocutor.
El joven asintió con la cabeza.
- Leee…- Titubeó un poco el barbudo, consciente de que la noticia que estaba por dar no era agradable.- Le… Nada pudimos hacer por él.- Hizo una pausa, miró a su hija como para encontrar cierto apoyo que le diera ánimo para continuar lo que debía decir, y luego siguió.- Le hemos dado correcta sepultura. Cuando llegamos hasta ustedes, ya estaba muerto.-
Al muchacho, aún con la debilidad que lo invadía, lograron desprendérsele varias lágrimas. Tiago, su amigo, se había ido para siempre.
Rafael y la niña se sintieron compungidos ante la imagen del muchacho. El hombre vio como la sensibilidad de Aurora le hacía también lagrimear. Para mitigar el dolor del joven, distrayéndolo, continuó:
- La noche anterior al día que te encontramos, habíamos visto el resplandor de una fogata por la zona de la alcantarilla y decidimos que, al día siguiente, iríamos a investigar de que se trataba, hemos sufrido algunos ataques por aquí. Cuando llegamos al lugar te encontramos malherido y te trajimos hasta acá.-
La muchacha seguía con atención el relato de se padre, pero no dejaba de prestársela, también, al herido. Cambió el paño caliente de la frente de este y lo reemplazó por otro humedecido con agua fresca.
El muchacho la miró agradecido y, a pesar de sus heridas y el dolor, sintió algo de placer al hacerlo. Era bellísima, como su amada.
¿Podré volver a estar con Juana? Pensó, lo que le generó más pesadumbre y humedeció aún más sus ojos.
- ¿Quiénes los atacaron?- Preguntó intrigado el hombretón.
- Un, un… Enano- Contestó con muchísimo esfuerzo Alonso.
- ¿Un enano?- Preguntó exaltado Rafael- ¿Un juglar?-
Alonso quedó sorprendido, como sabría eso, se preguntó y le respondió afirmativamente, más con el movimiento de la cabeza que con su voz.
-¡Flair!- Exclamó el hombre -¿Sigue viva esa lacra?-
El joven volvió a afirmar.
- Apareció, no hace mucho tiempo, por aquí.- Relató alterado.- Hambriento y con aspecto de abandono. Al principio nos generó piedad, luego alegría. Sus humoradas nos parecían graciosas y, por las noches, nos entretenía con su laúd. No es frecuente que escuchemos música. Al cabo de unos días se había ganado nuestra confianza.-
Al hombre se le produjo un nudo en la garganta, que le hizo interrumpir su relato. Cuando pudo tragar saliva, logró continuar:
- Una mañana, al despertarnos, descubrimos que había desaparecido. Pensamos que habría salido de paseo por los alrededores, por lo que no nos preocupamos demasiado, pero cerca del mediodía descubrimos a Bartolomé, en su cabaña, asesinado, junto a su mujer y a su hijita, quien había sido abusada por el engendro.-
Alonso escuchó esto último aterrorizado, pero no dudó de la veracidad del relato. Ya había comprobado la crueldad del enano.
- Más tarde.- Continuó Rafael.- Después de enterrar a los tres, nos reunimos y formamos cuatro grupos para salir a buscar al maldito. Caminamos durante dos días casi sin parar, no nos deteníamos ni por las noches.-
El muchacho escuchaba tan atento que, durante el relato, casi no sentía los dolores. Nunca creí que mi corazón podría sentir tanto odio por alguien, como el que le tengo a ese enano, pensó.
- Una mañana lo encontramos.- Prosiguió el buen hombre.- Lo hallamos dormido y lo atrapamos. Lloró, se contorsionó, negó las acusaciones y suplicó por su vida. Pero no nos podíamos apiadar de aquella víbora.-
Rafael detuvo su relato, bajó la vista, cerró sus puños con fuerza y, totalmente encrespado, gritó:
- ¡Maldita alimaña! ¡Sigue vivo!- Unas lágrimas de impotencia le enturbiaron la mirada.- ¡Maldita lacra! Bartolomé era mi hermano.- Dijo sollozando. Luego, un poco más calmado, continuó.- Mañana saldremos a buscarlo nuevamente, no debe haber llegado lejos con sus pequeños y repugnantes pasitos.- Respiró hondo, miró al techo como rogando y sentenció.- ¡Lo hallaremos!-
La niña, también llorando, volvió a cambiar el paño de la frente de Alonso, quien solo se mantenía consciente, por la fuerza que le generaba el interés en la historia que el hombre estaba relatando.
- Supongo que a ustedes también los habrá engañado.- Prosiguió.- No sientas culpa por ello, es muy hábil para hacerlo. La mañana aquella en la que lo atrapamos, decidimos que no merecía que nos mancháramos las manos con su sangre. Arrojé su laúd al río, para hacerlo sufrir alguna pérdida y, luego, lo colgamos de un árbol para que tuviera una merecida y lenta muerte. El resto de la historia creo que la sabes tú mejor que yo.-
Diciendo esto último, se calmó un poco y se sentó en un banco, con su cara apoyada en la palma de sus manos y los codos sobre sus muslos. Estuvo un rato en silencio hasta que volvió a sollozar de impotencia.
Esto fue lo último que Alonso vio, antes de desvanecerse.
Cuando el joven abrió otra vez los ojos, habían pasado varias horas. Esta vez la claridad no provenía de la lámpara, sino del sol. Era de día y la luz lo enceguecía, no lograba enfocar la mirada en objeto alguno y sentía muchísimo frío. Los ardores y el latente dolor punzante les resultaban casi insoportables. Distinguió dos siluetas dentro de la habitación, una grande y una pequeña, y supo, solo por intuición, que se trataban de Rafael y su hija.
- Ahí llegaron.- Logró escuchar.
Una claridad intrusa y repentina, que se filtró a través de la puerta recién abierta, lo encegueció aún más. Apenas si logró distinguir una nueva figura, grande y difuminada, que se paró a los pies del catre donde yacía y a la que escuchó decir:
- ¡Déjenme a solas con él! –
Luego la oscuridad y el silencio invadieron nuevamente sus sentidos.

martes, 7 de junio de 2011

Capítulo XXVI


Cuando Alonso logró abrir los ojos, notó que el sol brillaba con demasiada intensidad como para ser el del amanecer. Algo raro sucedía. Tardó mucho tiempo en sentirse plenamente consciente. Su sueño había sido interrumpido, en algún momento, pero no recordaba nada de ello. A medida que se despabilaba comenzó a sentir un dolor cada vez más intenso, como si hubiese recibido un golpe en su cabeza mientras dormía. Eso parecía empezar a volverse frecuente en su vida.
¿Qué tengo? Pensó. Quiso tocarse la zona dolorida pero algo se lo impidió, sus manos estaban atadas por detrás de su cuerpo. Sus tobillos también lo estaban. Con sogas, las sogas que habían asido a Flair al árbol. Se sacudió tratando de zafarse de las ataduras pero fue inútil, estaban fuertemente hechas.
¿Qué pasa? Se preguntó. Las respuestas a sus dudas no tardarían en llegar.
De pronto, vio que Flair estaba agachado junto a los restos humeantes de la hoguera, tenía un delgado tronco en la mano, con el que removía los últimos rescoldos que quedaban. Al notar los movimientos del muchacho, este habló:
- Veo que uno de los durmientes ha despertado.- Y dando golpecitos en el suelo caliente, con el palo, agregó: - Ahora falta el otro.-
“El otro”, retumbó en la cabeza de Alonso ¡Tiago! Pensó. Recorrió con su mirada todo el lugar hasta que lo divisó. Yacía inmóvil sobre una roca, corriendo la misma suerte que él; sus manos y sus pies también estaban atados.
- ¿Qué haces?- Le peguntó el muchacho al enano.- ¿Qué quieres?-
El enano se irguió hasta la escasa altura que pudo y se acercó hasta él. Puso la punta ardiente del palo que sostenía, amenazadoramente, cerca del rostro de Alonso.
- ¡Quiero saber, carilindo, quiero saber!- Dijo.
El muchacho se echó instintivamente para atrás-
- ¿Saber qué? – Preguntó.
- ¡Quiero saber! ¡Quiero saber!- Gritó infantilmente Flair, mientras daba saltos y giraba sobre su eje.
- ¿Saber qué?- Insistió, gritando, el muchacho.
- ¡Quiero saber!- Volvió a decir el pequeño y lanzó una carcajada en una actitud propia de un orate.
Alonso gritó nuevamente:
- ¿Saber qué? ¡Maldito enano! ¿Qué le has hecho a Tiago?-
- ¡Ahá! Veo que el educado muchacho aprendió a insultar.- Contestó y volvió a lanzar una carcajada. De pronto se puso serio y amenazando al joven con el extremo ardiente del tronco, le preguntó:
- ¿Quiero saber cómo es que lo hacen?-
- ¿De qué hablas?- Replicó Alonso.
- ¿Me crees tonto?- Exclamó Flair.- ¿Crees que no me di cuenta de las magias que ustedes hacen?-
- No se de que me estás hablando.- Respondió el muchacho evasivamente.
El enano acercó más el palo al rostro del joven, este no pudo alejarse de él porque su cabeza estaba ya apoyada en el suelo. El calor comenzó a generarle dolor.
- ¿No sabes?- Dijo el pequeño, ahora con un tono más calmo.- ¿No sabes? Ayer estaba colgando, casi muerto, de un árbol; con mis manos y mis pies destruidos. Llegaron ustedes y desperté, totalmente curado y rebosante de de energía ¿No sabes?- Repitió y acercó un poco más el palo a la cara del joven.
- No entiendo de que me hablas.- Dijo Alonso entre gestos de dolor.- No hicimos nada extraño.- Completó mintiendo, para proteger su secreto.
- ¿No sabes?- Continuó el maléfico pequeño.- Van a pescar sin ningún instrumento para ello y vuelven rapidamente, cargados de piezas. Son incapaces de usar un yesquero ¿Cómo encienden el fuego? ¿No sabes?-
- No hay nada extraño en nosotros.- Prosiguió, ocultando, el muchacho.
Flair, arqueando sus densas cejas en un gesto mezcla de enojo y ensañamiento, apoyó el extremo encendido del madero en la mejilla del muchacho.
- ¡Aaaah! Gritó este completamente dolorido.
- ¿No sabes?- Volvió a repetir con saña el enano.
- No se de que estás hablando ¡Maldito engendro del mal! ¡No se de que hablas!- Gritó Alonso.
- ¿No sabes? ¡Dime cómo lo hacen! ¡Dime de dónde sacan su magia!- Agregó y volvió a quemar las carnes del joven, pero esta vez en el cuello.
Alonso gritó nuevamente por causa del dolor y le lanzó al enano una serie de insultos que ni siquiera él sabía que conocía.
- Veo que tu dolor no te importa ¿Veremos si te importa el ajeno?- Dijo el pequeño.
Fue hasta los restos de la fogata y posó la punta del palo sobre las brasas, que aún permanecían encendidas. Luego se dirigió hacia donde estaba Tiago y, aferrándolo de la túnica, lo arrastró con mucho esfuerzo hasta acercarlo junto al muchacho. Cuando concluyó esa acción, volvió a tomar el palo, cuya punta estaba nuevamente ardiendo.
Alonso observó alarmado a su amigo, lucía muy mal. Tenía un enorme chichón en su frente, del cual emergía un hilo de sangre, y estaba casi inconsciente. El enano nos debe haber pegado con el palo mientras nos encontrábamos dormidos, pensó.
- ¿No sabes?- Dijo Flair repitiendo su muletilla ironicamente -¿No sabes?-
- ¿Qué vas a hacer?- Preguntó Alonso imperativamente.- ¡Déjalo en paz! ¡No le hagas daño!-
- ¿No sabes?- Insistió el pequeño, al tiempo que hundía el extremo del palo en la cara del anciano quien, apenas, atinó a quejarse. - ¿No sabes?- Dijo gritando histericamente -¡Dímelo!
- ¡No le hagas daño!- Pidió Alonso en un tono suplicante y con lágrimas en los ojos.- No le hagas mas daño, por favor.-
- ¡Dímelo!- Reclamó Flair.
El joven, sollozando por el dolor y la impotencia que le generaba ver sufrir, sin poder ayudarlo, a su amigo, persistió en seguir ocultando su secreto.
- Te he dicho que no se de que hablas, no hacemos, ni sabemos hacer nada extraño.-
- ¿No sabes?- Repitió nuevamente el ruin gnomo, mientras lastimaba nuevamente al anciano.
Alonso sin comprender que alguien ejerciera tanta maldad y tanto ensañamiento, volvió a lanzarle una andanada de insultos al atacante.
-¡Maldito tú, carilindo!- Gritó enojado Flair. Se alejó unos metros y se puso a hurgar en la bolsa de Tiago, hasta que halló lo que buscaba, una corta daga que el viejo había usado para limpiar los pescados. Regresó y se paró frente al cuerpo inmóvil del anciano.
- ¿No sabes?- Repitió por última vez mirando al muchacho.
Este le respondió lanzándole un escupitajo que nunca llegó a su destino.
Lleno de ira, el enano hundió la daga en el pecho de Tiago quien, en ese momento, abrió sus ojos con sorpresa.
- ¡Nooooo, maldito engendro del diablo!- Gritó Alonso.
- ¿Vas a decírmelo ahora?- Preguntó Flair.
El joven no respondió, sollozando se arrastró hasta el cuerpo de su amigo y vio como la sangre que fluía desde el pecho de él se llevaba, con ella, su vida.
- Tiago. Amigo.- Dijo y, casi sin pensarlo, para evitar que este sufriera, se dispuso a lanzar el hechizo de sanación.
El anciano, adivinando la intención del muchacho, lo miró fija y piadosamente y le dijo:
- ¡No, no amigo!- Y con unas lágrimas a medio salir de sus ojos, su mirada se apagó para siempre.
El joven giró y, mirando al enano, le dijo en un volumen cada vez más creciente:
- ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Enano del infierno.-
Flair se abalanzó hacia él, con la daga en la mano y lo apuñaló a la altura de las costillas.
Eso fue lo último que el muchacho vio, antes de que su vista se nublara hasta la oscuridad total.

lunes, 6 de junio de 2011

Capítulo XXV



- Y hay un carilindo con manos cuidadas,
Tan joven, tan guapo, tan alto, tan bueno
¿Tendrá habilidades que me está ocultando?
Pues dentro de un bosque no encuentra un madero.-

Terminada la copla de Flair, el que se sintió aludido, ahora, fue Alonso. Frunció el seño y contuvo su lengua, mientras que el anciano lo miraba sonriendo con mayor intensidad que antes. Eso al joven lo enojó aún más.
El enano, después de lanzar sus versos, se quedó callado entreteniéndose con una vara con la que movía los leños de la hoguera, de un lado para el otro. Esta calma les permitió a los dos amigos descansar un rato.
El mediodía había terminado hacía muy poco tiempo, por lo que el sol aún se mantenía en uno de los puntos más altos del cielo, brillando intensamente a través del diáfano aire cargado de frío.
- ¡Arriba! ¡Arriba!- Gritó Flair, al tiempo que les propinaba suaves puntapiés en los tobillos, a los plácidos compañeros.
Esto a Tiago lo despertó muy malhumorado.
- ¡Qué desfachatez!- Murmuró entre dientes.
Alonso abrió sus ojos, con un humor no mucho mejor que el de su amigo, dijo:
- ¡Cálmate, pequeño! Estás logrando alterarnos.
- ¡Cálmate tú, qué eres el alterado!- Contestó burlonamente este.
Cuando el muchacho le iba a decir algo al hombrecito, Tiago lo contuvo posando su mano en su hombro y, comprendiendo que el único remedio para las bromas del enano era la paciencia, le dijo:
- ¡Vayámonos! -
- Si, vayámonos.- Respondió el joven.
- ¡Si, si, vayámonos!- Dijo Flair aceptando una invitación jamás recibida.
Los tres hombres recogieron sus cosas y emprendieron la caminata en la, ahora un poco más templada, tarde otoñal.
El enano avanzaba entonando sus coplas incasablemente y, de tanto en tanto, lanzaba alguna humorada, generalmente burlona. Los dos amigos daban sus pasos en silencio y, prácticamente, sin prestarle atención a los dichos del pequeño.
El azúcar y la sal brindan buen sabor, pero comerlos puros repugnan o enferman, pensó Alonso, inspirado en la molestia que le provocaba soportar el humor constante de Flair.
- Veo que rápidamente te has olvidado de los 800 maravedíes del Rey.- Le dijo Tiago ironicamente.
Eso hizo que el enano avanzara un buen tramo callado y reflexivo, pero al poco rato volvió a interpretar su cantinela ponzoñosa.
A medida que avanzaban el paisaje se tornaba, cada vez, mas poblado de rocas. Grandes superficies de lisas piedras, que combinaban tonos amarillentos con rojizos, les brindaban a sus vistas un hermoso espectáculo sumado a que, en el horizonte, se dibujaban los montes toledanos. Juntamente con el pétreo panorama, la falta de vegetación se hacía más evidente.
La peregrinación continuó durante algunas horas, apenas si se detenían para bajar por el barranco, que cada vez se volvía más profundo, a tomar algunos sorbos de agua.
Bien entrada la tarde la temperatura había bajado mucho, estaban acercándose a la zona montañosa y la altura ejercía su efecto negativo sobre el calor. Cuando los postreros rayos del sol brindaron las últimas luces del agónico día, Tiago estiró su brazo y, señalando con un dedo, dijo:
- Allá está la alcantarilla, pasemos la noche acá y mañana cruzaremos por ella.-
- Pero por allí no se llega a la Peña de Alcocer.- Dijo Flair enojado.
- Ya te hemos dicho que no te acompañaremos, nos dirigimos hacia otro sitio.- Le respondió Alonso.
El pequeño ensayó su escena del berrinche, ante la desatención hacia ella por parte del joven y del anciano.
Se prepararon para pernoctar. Alonso, quizás herido en su orgullo o por querer aprender otra habilidad, dijo:
- Yo conseguiré la leña.-
- Procuraré traer unos pescados, entonces.- Contestó Tiago.
- Voy contigo.- Dijo el enano.- Quiero ver como es que pescas sin tener ningún utensilio para ello.-
- ¡Tu te quedas aquí!- Exclamó Tiago, temiendo de que se descubriera su secreto.-Eeeh…- Dudó un instante.- Haz un circulo de piedras para contener la fogata.-
- ¡Be bebebebébe bebebébe!- Le hizo burla el pequeño, quien aceptó la orden a regañadientes.
El anciano bajó por el barranco hacia las aguas y, luego de atrapar unos cuantos peces, esperó que pasara el tiempo, sentado a la vera del Guajaraz, como para que a Flair no le llamara la atención que, además de no usar nada para pescar, la velocidad con que lo hacía fuera escesiva. Cuando se reunió, un rato más tarde, con sus compañeros, Alonso ya había encendido el fuego y lo recibió con una amplia sonrisa de satisfacción.
- No entiendo como lo hacen.- Dijo el enano al ver al viejo con los pescados.
- Pertenecemos a una secta de encantadores de peces.- Dijo Tiago haciendo que la verdad, tan tajantemente confesada, pareciera falsa.
- El gracioso soy yo.- Contestó el enano, visiblemente ofuscado.
El anciano y el muchacho se sonrieron mutuamente, en un acto de complicidad.
Una hora más tarde terminaron de comer, envueltos en la plena oscuridad de la noche, junto a la claridad de las llamas. Todos se sentían cansados por lo que se acomodaron sobre las rocas, lo mejor que pudieron, para dormir.
El muchacho estuvo un largo rato inmóvil, sin poder conciliar el sueño, hasta que se puso de pie, arrojó unos leños a la fogata y se dirigió a la cima del barranco, donde se sentó cubriéndose los hombros con su manta.
En la oscuridad del cielo, la luna creciente, como si hubiera sufrido una mordedura, apuntaba sus cuernos hacia arriba.
A Alonso lo asediaron los recuerdos y la melancolía. Ya eran muchos los días durante los cuales no había visto a su niña.
¿Qué hará Juana? Pensó ¿Cómo estará? Temía por ella, por no volver a verla nunca más. Recordaba aquellas noches en las que la observaba, mientras ella cantaba junto al telar. Rememoraba como se fue enamorando y la desesperación que le generaba el temor de no llegar a ser correspondido. Recordó aquel primer beso a orillas del Tajo, en la que fue la más maravillosa tarde que pasó en su vida.
Su mente estaba de viaje como en un nirvana, por lo que no le molestaba el frío que estaba soportando su cuerpo.
Una estrella fugaz trazó una efímera línea amarilla en la negra inmensidad de la noche.
¿La habrá visto ella? Pensó, consciente de que, aún a la distancia, a ambos los cubría el mismo cielo, procurándose el consuelo de, al menos, poder estar compartiendo algo en ese momento. Se imaginaba a Juana mirando la misma luna que él.
Mucho tiempo pasó el muchacho esa noche recordando todo lo que había vivido en Toledo, extrañaba también la escuela de traductores, sus libros, solo llevaba uno con él ¡Cuánto hacía que no leía otro! Pensó. Guillermo, Ximénez, Fray Gerardo, el nefasto Ordoño, todos desfilaron imaginariamente, en algún momento, de aquel trance, por su cabeza. Aunque siempre, inevitablemente, las imágenes terminaban con el rostro de Juana.
Cuando sintió que una lágrima fría recorría, cuesta abajo, una de sus mejillas; se secó con el puño de su túnica y decidió que era momento de dirigirse hacia el calor de la fogata e intentar dormir.
Se puso de pie trabajosamente, el frío que había bajado desde los montes había entumecido, sin que se diera cuenta, sus músculos. Mientras lo hacía, le llamó la atención un resplandor que divisó a lo lejos, por el norte ¿Será una aldea? Pensó. Mañana lo sabremos. Quizás, si hay una posada, después de varios días podremos volver a dormir bajo techo y comer algo que no tuviera agallas, se dijo.
Mientras se iba acercando a las llamas, vio los cuerpos de sus compañeros tendidos en el suelo. Buscó un lugar que no le resultara muy incómodo y se acomodó en él para, luego, taparse con su manta.
Estaba por cerrar sus ojos, cuando notó que el enano lo observaba con los suyos bien abiertos.
- ¿Qué sucede?- Le preguntó en voz baja.
Flair, no dándose por aludido, los cerró rapidamente y continuó durmiendo.
Al joven le causó cierta desconfianza esa situación, pero por el calor hipnótico de las llamas, al rato, se quedó dormido.

sábado, 4 de junio de 2011

Capítulo XXIV



El cuerpecito que descansaba inmóvil, de pronto realizó unos movimientos espasmódicos y el enano lanzó un quejido para quedar, finalmente, más quieto que nunca. Tiago se inclinó sobre él, puso una mano cerca de su boca y no sintió su aliento sobre ella. Volteó su mirada hacia el muchacho, que observaba todo boquiabierto, hizo una pausa y dijo:
- Está muerto.-
Alonso también se agachó y posó su mano, suavemente, sobre el pecho de Flair. Miró al anciano quien, cambiando ahora su postura, comentó:
- Todavía podemos revertir esto.-
- ¿Cómo?- Interrogó el joven.- Aunque quisiéramos nada podríamos hacer para resucitarlo, no tiene el aura.-
- Si la tiene.- Respondió Tiago.
El muchacho miró a su amigo con sorpresa e incredulidad.
- ¿Tu ves el aura en él?- Preguntó Alonso
- ¡Si! ¿Tu no?- Dijo el viejo sorprendido.
- ¡No!- Respondió a secas el joven.
Tiago quedó perplejo. No dudaba de la veracidad de lo que le decía su amigo, pero no comprendía. Nunca había estado en la disyuntiva de lanzar o no un hechizo de resucitación, y siempre había creído que la manifestación del aura que lo habilitaba, era algo absoluto, que era potestad de “el libro” que se presentara o no. Ahora estaba en presencia de una decisión subjetiva con respecto a revivir al pequeño ¿Qué pasa? Pensó.
- ¿Te has dado cuenta de lo que sucede? Interrogó a Alonso.
Este lo miró desorientado.
- Siempre la decisión de lanzar un hechizo de resucitación había sido algo sencillo.- Continuó Tiago.- Ahora debemos tomar una determinación. Yo estoy dispuesto a revivirlo, pero a ti nada te indica que lo debes hacer.
- Quizás el hecho de que me hayas iniciado como guardián hace poco, aun no me haya dado totalmente la facultad de ver el destino de las personas.- Dijo Alonso, rascándose la cabeza.
- No funciona así.- Contestó Tiago.- Uno es guardián desde el principio. Puede ser que ambas decisiones contribuyan al equilibrio, aunque con diferentes formas.
Los dos se quedaron mirando un rato el cuerpo inmóvil del enano, que lucía tan pálido como la roca que lo cobijaba.
- Sea como sea voy a hacerlo.- Dijo el anciano. - No se muy bien hacia donde nos llevará este asunto.- Quizás, que el pequeño viva, sea inofensivo para mi y peligroso para ti ¿Estás dispuesto a correr el riesgo? Que yo pueda ver el aura es una señal de que, para intervenir positivamente en el equilibrio, él debe salvarse.-
- ¡Hazlo ya!- Dijo Alonso.
Tiago se arrodilló nuevamente junto al cuerpecito y observó la pálida cara del pequeño, que aún conservaba los ojos cerrados. Miró a su amigo le dijo:
- Él nunca se enterará de nada.-
El muchacho movió la cabeza afirmativamente. El viejo posó la palma de su mano en la frente de Flair y lanzó el hechizo:
- ¡Ufínona noc!-
Un hormigueo intenso recorrió el cuerpo del enano y sus carnes se tornaron, gradualmente, rosadas. Abriendo violentamente los ojos gritó:
- ¡Aaay! ¡Hormigas coloradas! ¡Hormigas coloradas!
Repitiendo la frase una y otra vez, se puso de pie y comenzó a correr en círculos, al mismo tiempo que se palmeaba todo el cuerpo.
Alonso lo observó sonriente, Tiago frunció el ceño.
Finalmente, ya sea por cansancio o porque el hormigueo había cesado, Flair detuvo su desbocado trotecito.
- ¿Qué miran? – Les dijo con cara de enojado.- ¿Nunca han visto a alguien recién descolgado de un árbol al que lo han atacado las hormigas?-
Tiago apartó la mirada de él e, ignorándolo, tomó su bolsa del suelo. El joven lo observaba con una sonrisa, le caía en gracia el hombrecito.
- ¡Vámonos!- Dijo el anciano.- Debemos proseguir el viaje.-
Alonso también recogió sus cosas y comenzó la caminata siguiendo a su amigo.
- ¡Espérenme!- Exclamó el enano y, tomando las sogas con que lo habían asido y que habían quedado tiradas debajo del árbol, salió corriendo, dando pasitos mínimos, detrás de los dos amigos.
- ¿Para qué traes eso?- Preguntó de mal modo Tiago.
- Uno nunca sabe cuando le servirá a uno algo que a uno pueda servirle.- Contestó Flair.
El viejo volvió a fruncir el ceño, le fastidiaban las respuestas burlonas del pequeño, como si estuviera soportándolo de toda la vida. Alonso consciente de ello, trataba de esconder sus sonrisas de la vista del anciano.
El enano envolvió su cintura con varias vueltas de las sogas, formando un ancho cinturón con ellas.
- Deberán ayudarme a explicarle al gobernante de Puebla de Alcocer, lo que me ha sucedido, sino no me creerá.- Dijo Flair.
Alonso y Tiago se miraron transmitiéndose un pensamiento coincidente.
- No podremos hacer eso.- Contestó el muchacho.- Nos dirigimos hacia otro lugar, a Mazarambroz.-
El enano comenzó a darse puñetes en la cabeza, mientras zapateaba energicamente; otra variante del berrinche. Como había sucedido con los anteriores, la escena culminó rapidamente.
- ¡Deben venir conmigo! ¡Deben venir conmigo! ¡Me acusarán, me encerraran!- Dijo.
- Óyeme hombrecito.- Dijo Tiago.- No somos malas personas, pero tenemos nuestro asuntos de que ocuparnos, creo que ya te hemos ayudado lo suficiente. Debemos seguir nuestro camino.
Flair bajó la vista y continuó dando sus pasos, lo suficientemente acelerados, como para poder seguirles el tranco a sus acompañantes.
- Tienes razón.- Dijo apesadumbrado.- Perdónenme-
Los dos amigos aceptaron sus disculpas y continuaron caminando en silencio. Llegaron hasta lo orilla del río y volvieron a seguir su curso.
- Si fuésemos río abajo quizás podría encontrar mi laúd, me siento vacío si él- Dijo el enano.- Es mi herramienta, mi alma.-
El tono lastimoso con el que Flair dijo esa frase, hizo sentir piedad por él tanto a Alonso, como a Tiago.
- Podría rascarme la panza.- Dijo luego.- Pero solo saldría el sonido de mi hambre ¿Cuándo comemos ancianito?- Preguntó dirigiéndose a Tiago.
Esto hizo que el anciano volviera a malhumorarse.
- ¡Vaya desfachatez!- Dijo.
Alonso sonrió otra vez, sin que lo viera su amigo, y dijo:
- Es verdad, yo también tengo hambre. Procurémonos algo para comer.-
El análisis de la situación lo hizo mirar, interrogativamente, a Tiago. No podían usar la magia en presencia de Flair ¿Cómo harían para conseguir comida y para encender el fuego? La comodidad suele inhibir a las habilidades, pensó.
- Consigan algo ustedes que yo soy un inútil.- Dijo el enano. Luego, moviendo sus piernas chuecas y cortas, salió corriendo dando más cantidad de pasos, que los que un hombre normal daría en el mismo trayecto. Se zambulló de cabeza en unos matorrales y, un momento después, salió de ellos aferrando una inquieta liebre por una de sus patas.
- Mi comida está casi lista.- Dijo burlonamente. – Vayan por la suya.-
Tiago tomó en serio la humorada de Flair y se dirigió hacia la orilla del río, resignándose a comer, nuevamente, pescado.
Alonso comenzó a planear como haría la fogata.
¿Qué fogata? Pensó, no hay leña ¿Cómo la habrá conseguido el viejo?
- ¡Tiago! ¡Tiago!- Gritó.-Enciende tú el fuego que yo me encargaré de los peces.
Así fue, el aciano, experto en encontrar leña entre las piedras del barranco, logró armar una pequeña montaña de ellas, mientras el joven repetía su “Pezare ret”, a orillas del río, cerciorándose de que Flair no estuviera observándolo.
Cuando Alonso se acercó, un rato después, hasta sus compañeros, llevando varios pescados, a Flair se le hizo agua la boca, era la comida que más le gustaba.
- ¿No habrán creído que la liebre era solo para mí?- Dijo.
Tiago intentaba, infructuosamente, encender el fuego con un yesquero.
Alonso confirmó su anterior pensamiento, la comodidad hace a la inutilidad.
- ¿Me permites que lo intente yo?- Le preguntó al anciano.
Este, a título de respuesta, le entregó el yesquero al muchacho.
Rapidamente la fogata estuvo encendida y, al cabo de menos de una hora, todos estaban comiendo. Los dos amigos se prepararon para dormir una breve siesta, pero la tarea no iba a resultar fácil; Flair estaba desbordante de energía, no se quedaba quieto ni dejaba de hablar. El enano puso su mano izquierda en el aire, a la altura de su hombro, y con la derecha empezó a rascarse la panza, como tocando un imaginario laúd. Acto seguido comenzó a cantar.

- Vean que flacucha es la bolsa de huesos,
con tan poco peso ni pisa en el suelo.
Su cara de malo, de enojo y recelo
¿Será lo que espanta a las llamas del fuego?-

Tiago se sintió aludido y, cuando iba a decir algo, el muchacho lo tocó en el brazo para detenerlo y, con una sonrisa, le hizo señas de que se quedara callado. Se miraron fijamente por un instante y el viejo, finalmente, no tuvo la soberbia suficiente como para no sonreír.

miércoles, 1 de junio de 2011

Capitulo XXIII





A medida que se acercaron al árbol la imagen se les presentó grotescamente nítida. Colgando de una rama, mediante una soga amarrada a uno de sus tobillos, con las manos atadas por detrás de la espalda; un hombrecito, con una gran cabeza, casi del tamaño de su cuerpo, se balanceaba al ritmo caprichoso del viento.
Cuando estaban a unos pocos pasos de distancia de él, con una grave voz, les dijo:
- ¡Eh! Ustedes que vienen caminando cabeza abajo ¡Sáquenme de aquí!-
Alonso intentó adelantarse rapidamente para ayudar al pequeño, pero el brazo desconfiado de Tiago detuvo su marcha, antes de que esta se iniciara.
El anciano se acercó hasta el bamboleante cuerpo y su cabeza quedó casi a la misma altura que la de él.
- ¿Quién eres?- Preguntó.
- ¡Bájame de aquí! – Respondió el enano.
- ¿Quién eres?- Repitió, con un tono más imperativo, Tiago.
- ¡Bájame de aquí! No creo que el árbol resista más.- Contestó el extraño.
Ambos amigos miraron con detenimiento la rama de la encina que sostenía al escaso peso del pequeño, era sobradamente fuerte como para soportar un jabalí padrillo.
- ¿Eres gracioso? – Dijo el viejo.- No te bajaremos de allí hasta que nos digas quien eres y como llegaste a esta ridícula situación.-
El enano se contorsionó enojado, haciendo un berrinche más propio de un niño, que de un adulto. Casi instantáneamente recuperó, rápida y curiosamente, la calma.
- Si me bajan les cuento, luego podrán volver a colgarme.- Respondió.
Cuando Tiago iba a abrir la boca para lanzarle un improperio, el enano se anticipó y le dijo:
- ¡Bueno, bueno! Quien debería estar malhumorado soy yo, que continúo en esta situación. Mi nombre es Flaín, de Burguillos, soy emisario del rey Alfonso.
- ¡Mnnnh! No te burles de nosotros ¡Medio hombre!- Dijo Tiago al tiempo que, de un manotazo, lo hizo balancear y girar sobre su corto eje.
- ¡No, no!- Gritó el enano.- ¡No miento! Cuando digo la verdad no miento.
El anciano, con su paciencia casi extinguida, se adelantó para ofrecerle otro manotazo. Alonso lo detuvo pidiéndole, mediante la mirada, que lo dejara a él proseguir con el interrogatorio. Detuvo el bamboleo del colgado y le dijo:
- Cuéntanos la verdad, no te haremos daño-
- Estoy diciéndoles la verdad ¡No miento! Mi nombre es Flaín.- Dijo agitado. – Soy… Soy un juglar de la corte del rey Alfonso.-
- ¿Un juglar?- Dijo Tiago.- Un bufón eres.-
- Soy un juglar de la corte.- Repitió el enano y prosiguió.- Uno de confianza. Él me ha enviado a Puebla de Alcocer.-
- ¿Puebla de Alcocer?- Interrumpió el viejo. – No he escuchado acerca de ese lugar.-
- La Peña de Alcocer.- Explicó Alonso.- Ahora le llaman así a la aldea.-
- Si, si, Peña de Alcocer.- Afirmó el pequeño.- El rey me envió para llevarle dinero al gobernante de la cuenca. Quiere que la villa prospere. Venía yo caminando alegremente, como siempre lo hago, y unos salteadores de caminos me atraparon, me robaron y me dejaron en esta situación.-
Tiago miró a Alonso, buscando complicidad para sus pensamientos de desconfianza, y el joven lo observó con cara de intrigado.
- ¿Nos crees estúpidos? ¿Supones que vamos a aceptar la historia de que el rey envió con dinero a un enano?- Dijo, cruelmente, el anciano.
- Es una idea sabia.- Respondió este.- Si tú no crees que yo podría realizar tal misión ¿No te parece que nadie más lo haría?-
El viejo volvió a mirar a Alonso como esperando alguna reacción del joven. Este movió la cabeza afirmativamente.
- Suena razonable.- Dijo.
- ¡Bájenme de aquí, ahora!- Suplicó Flaír.
- A su debido tiempo.- Contestó Tiago.- No hemos terminado todavía. Cuéntanos los sucesos.-
El enano realizó unas contorsiones más, haciendo la parodia del berrinche y, al instante, se tranquilizó y continuó:
- Venía caminando, siguiendo el curso del arroyo, entre mis prendas traía una bolsa con el dinero del rey, 800 maravedíes de oro. Iba distraído, siempre lo hago, mi cabeza estaba componiendo una poesía. De pronto un hombre se para delante de mí, era muy alto ¡Bah! Todos lo son, tenía una densa y negra barba. Detrás de las rocas aparecieron más, eran cinco en total. Me asusté pero comencé a bromear mientras me interrogaban. Me pidieron que les diera todo lo que llevaba y les dije que lo único que tenía era mi laúd, que era un pobre juglar.
Me creyeron, comencé a cantarles algunas coplas graciosas y todos rieron. Todos menos el hombretón de la barba que, al parecer, era su jefe.
Bájenme de aquí ¡Por favor!- Repitió.-
Alonso, nuevamente, tuvo la intención de hacerlo. Otra vez Tiago lo detuvo y, susurrándole, le comentó:
- Falta poco.- Luego, mirando a Flaír le dijo.- A su tiempo lo haremos ¡Continúa!-
Esta vez el falso berrinche fue apenas una insinuación.
- Ya casi estaban por dejarme. – Continuó.- Ya se iban y… No pude con mi genio. Me molestó que el de la barba no disfrutara de mis versos, así que lancé mi última copla:

-Al niño parío de día
su madre le dio la espalda,
no solo no sonreía,
sino que nació con barba.-

A alonso le causaron mucha gracia los versos, por lo que lanzó una carcajada.
- Veo que aprecias mi arte.- Dijo el enano.- Ellos no. El hombretón se enfureció, se abalanzó hacia mí y me quitó el laúd, arrojándolo a las aguas. “Darán muchas serenatas los peces”, le dije. Esto lo encrespó más, me tomó de los tobillos y me puso cabeza abajo sacudiéndome. Fue en ese momento en que cayó la bolsa con las monedas. Se excitaron mucho con ellas, pero el barbudo se sintió humillado por haber sido engañado. “¿Qué hacemos con este?” Les preguntó a sus secuaces. Uno sugirió que me degollaran, otro que me arrojaran a las aguas con una piedra atada a mis pies. “Es muy rápido eso, que sea un alimento frugal para las aves carroñeras”, dijo el hombretón. Y aquí estoy ¡Por favor, bájenme!-
Tiago se dio por satisfecho con la historia, aunque antes de desatarlo preguntó:
- ¿Cuándo sucedió eso? ¿Hacia dónde se dirigieron aquellos hombres?-
- Hacia el norte.- Contestó el pequeño.- Hace dos días que estoy así ¡Bájenme, se los suplico!-
El argandeño se dirigió hacia el tronco del árbol, el viejo, esta vez, no lo detuvo. Trepó por él hacia la rama a la que estaba amarrada la soga y la desató, no sin antes cerciorarse de que Tiago evitaría una brusca caída de Flaír al suelo.
El enano fue atrapado, suavemente, por los brazos del anciano. Este depositó sus pies sobre el suelo y lo ayudó a erguirse. Casi instantáneamente el pequeño se desvaneció.
El viejo desató las ataduras que aferraban sus muñecas, al mismo tiempo, Alonso ya estaba al lado de ellos.
- Mira como tiene sus manos y sus pies.- Dijo Tiago.
Todas las extremidades del pequeño estaban hinchadas y mostraban un color borravino grisáceo.
- El frío las ha entumecido.- Dijo el muchacho- ¡Pobre infeliz! No podrá recuperarse, sus manos y sus pies están muertos. La muerte avanzará por sus brazos y sus piernas y terminará con él, he leído acerca de ello ¡Debemos ayudarlo! Tiene cangrena.-
- No podemos hacer nada.- Dijo el anciano.
- ¡Si podemos!- Contestó Alonso.
- ¡No! Respondió el anciano.- ¿Cómo confiar en él? Nos contó solo una historia, sabe inventarlas. No sería prudente descubrirnos.-
- ¿Descubrirnos?- Interrogó inquisidoramente el muchacho.- Está inconsciente y quien sabe cuanto tiempo permanecerá así, quizás hasta la muerte.
Tiago se quedó callado observando al enano, sabía que al muchacho le dolía ver sufrir a alguien de esa manera. A él también le sucedía lo mismo.
La ancha y cuadrada cara del pequeño estaba morbidamente pálida, sus espesas y negras cejas custodiaban sus cerrados ojos. Su pequeña humanidad yacía, casi inerte, boca arriba en el suelo.