viernes, 7 de diciembre de 2012

La bala que apretó el gatillo ------------- Capítulo VIII

Peña Saborido arribó a su hogar mientras éste madrugaba en silencio, eran las seis. La única que se despertó por su llegada fue su esposa y cuando la vio de pie, dentro de su camisón de seda, le pareció bellísima por lo que, luego de los saludos, desató sobre ella una pasión como hacía mucho que no lo hacía.
- ¿Qué te pasa? Mi amor.- Interrogó, luego, ella.
- Te extrañé.-
Y su mujer lo besó.
Decidió que ya había dormido lo suficiente y al estar cerca el horario de ir a trabajar, se duchó y se vistió con la impecabilidad de un traje que eligió del vestidor, entre algo más de veinte. El movimiento en la casa ya había comenzado y la empleada había echado a volar el olor del desayuno. Desde lo alto de un entrepiso los niños, vestidos aún con pijamas, vieron a su padre de pie en la sala y bajaron las escaleras a los gritos y corriendo, para abrazarlo. Éste lo hizo a medias tratando de evitar que le arrugaran la ropa.
-¡Hola hermosos! Vengan que les muestro los regalos que les traje.-
El desayuno transcurrió con gran algarabía, Peña contó todo lo que pudo de su viaje y los niños lo aturdieron a preguntas. Susana sonreía satisfecha. Luego todos se dirigieron a sus actividades: los niños al colegio, el Ramón a su juzgado y su esposa al gimnasio.
Cuando el juez llegó al palacio de tribunales lo recibió la sorpresa de un enjambre de periodistas que lo rodearon de micrófonos y grabadores y lo sometieron a preguntas que se superponían unas con otras: ¿Cómo se siente ahora que va a ser integrante de la corte suprema? ¿Esperaba este nombramiento? ¿Cuándo se enteró?
Peña no sabía bien lo que estaba pasando por lo que contestó con evasivas mientras huía escaleras arriba. Al llegar a su despacho le pidió los periódicos a su secretario, Roberto Belvires, quien se los entregó con una extraña sonrisa en su cara que el juez notó. Conocía a ese hombre regordete y calvo desde hacía más de quince años, conocía también a su esposa y sus dos hijos.
-¿Qué pasa?- Interrogó el juez con cierta severidad.
- Ya se va a enterar.- Le dijo éste al retirarse.
No tardó mucho en hacerlo, en la primer página de los tres matutinos decían prácticamente lo mismo “El presidente de la nación envió al senado la propuesta para nombrar Juez de la Corte Suprema de Justicia al Dr. Ramón Edmundo Peña Saborido”. Luego en el cuerpo del artículo mencionaban una breve biografía suya y daban por hecho su aprobación al contar el oficialismo con una amplia mayoría en la cámara baja. El ego se le infló y sintió una sensación cercana al orgasmo, todo lo que había deseado, para lo que trabajó toda su vida, lo que soñó desde aquel día que le entregaron el diploma de abogado, estaba por hacerse realidad , solamente debería sosegar a su impaciencia y esperar que el senado se reuniera. “¿Diez días, veinte?” Pensó.
Intentó concentrarse en la lectura de un expediente que requería atención urgente, pero fue inútil, su mente iba al garete en una especie de Déjà vu inverso, saboreando los placeres de una vida llena de poder y reconocimiento que tenía por delante. Después de varios intentos, a media mañana logró comunicarse con su esposa.
- ¡Lo se, lo se! Me enteré en el gimnasio, te amo.- Dijo ésta antes de que Ramón pudiera emitir alguna palabra.
- Estoy feliz.- Contestó.
- Yo también, sos un genio.-
- Gracias, mi vida. A la noche nos vemos.-
Durante el resto de la mañana y la tarde el teléfono de su despacho no dejó de sonar, desde radios, programas de televisión y redacciones de los diarios más importantes del país los periodistas querían hacerle un reportaje y Peña no se negó a ninguno, aunque sus declaraciones fueron simuladamente cautelosos “falta la decisión final”, “no hay que apresurarse”, decía. Entre tantas comunicaciones una tuvo un tenor diferente, se trataba de un colega suyo, ex compañero de la facultad y amigo, el Juez Rovea, que lo invitaba a festejar el nombramiento en el exclusivo club del barrio de la Recoleta, al que solían frecuentar. Ramón aceptó gustoso.
Salieron de tribunales por una puerta lateral para evitar a la prensa, aunque a esa hora del día, la del crepúsculo, los periodistas ya se había ido.
- Bueno amigo, ya está, lo lograste.- Dijo Rovea.
- Todavía falta.-
- ¡Vamos, Ramón! ¿De qué estás hablando? Si el presidente ya lo decidió es un hecho.-
Al juez le costó disimular que el pecho se le había empezado a henchir ya que el reconocimiento de sus iguales era una de las cosas que más deseaba. Cuando entraron al club los anillos de varias manos de poderosos empresarios y algún político se chocaron aplaudiendo a Ramón quien, sin poder reprimir su alegría, sonrió con orgullo entre los vasos de escocés y el humo de los habanos.
Se sentaron en un rincón de la gran sala decorada con mayólicas traídas de España casi cien años atrás y bajo la mirada pétrea de un retrato de Cervantes estampado en la pared, se hicieron servir dos vasos de whisky. Luego de un breve desfile de los presentes, para estrecharle manos felicitadoras al juez, quedaron en la razonablemente aceptable intimidad que el lugar podía ofrecer.
- Estoy orgulloso de vos.- Dijo Rovea levantando su vaso para brindar.
-¡Gracias! Vos sabés como he luchado por esto.- Respondió Ramón, confrontando su escocés contra el de su amigo.
- Además no me vendrá mal tener un amigo en la corte, ya lo dijo Martín Fierro “hacete amigo del juez…”-
La ocurrencia de su colega hizo que ambos rieran.
- Sos un viejo Vizcacha.- Respondió Peña y los dos rieron con más fuerza.
Rovea, inclinándose un poco hacia su amigo y hablando en voz más baja, le preguntó:
- ¿Y cómo estuvo el viaje con la muchacha?-
- Bien.- Contestó algo titubeante.- En realidad al final se pudrió todo y terminé con eso.-
- ¡Eh! ¿Qué pasó?-
Ramón, luego de tomarse un tiempo para pensar lo que iba a decir y beber un trago, miró a su amigo y le dijo:
- Las amantes terminan siendo todas iguales, al principio no piden nada y prometen no molestar, pero con el paso del tiempo se van tomando atribuciones y empieza a exigir cosas, y vos sabés que yo con eso no negocio. Tengo mi familia y no la voy a cambiar por un polvo a la semana. Así que esta chica se puso pesada y la dejé.-
Su colega lo escuchaba con atención, poco sabía de esas cosas, hacía treintaicuatro años que estaba casado con la misma mujer y nunca había tenido una querida. Con la compulsión que tiene el hombre a dar consejos le dijo:
- Tenés que hacer como yo, cada tanto llamo a alguna de esas modelitos de turno a las que les pagás unos pesos y te vas. Nada de compromisos, cenas ni otras cosas.
- Tenés razón, me vas a tener que pasar algunos teléfonos.- Le respondió el juez terminando su whisky y comenzando una carcajada compartida.
- Mañana te llevo el listado.-
Estuvieron conversando un buen rato hasta que, cerca de las veintiuna, decidieron dejar el lugar y dirigirse cada uno a su casa. Ramón caminó hasta el estacionamiento escuchando la compleja sinfonía de motores, sirenas y voces lejanas que, como una radiación de fondo, ofrecía Buenos Aires, y pensando que justa estaba siendo la vida con él.
Luego en su casa, con precisa puntualidad la criada sirvió la cena, apenas un minuto después de que el juez llegara. Ponía mucho énfasis en ello ya que antiguos retrasos le habían valido algún reto. Esa noche ya sea por el regreso de Ramón o por las buenas noticias, Peña no sintió fastidio ante el bullicio de sus hijos ni la incontinencia verbal de su mujer y el cotidiano acontecimiento de la hora de comer fue casi como una fiesta. Más tarde el doctor se acostó sin pensar ni haber pensado en todo el día en Mercedes, hasta que la llama de su conciencia se apagó.

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