miércoles, 22 de junio de 2011
Capítulo XXXIII
El clima durante el almuerzo fue muy distinto al que se había vivido en el desayuno. La muchacha había servido en la mesa de la cocina, garbanzos, nabos, col, un trozo de cerdo hervido, pan y vino, como si se tratara de un día de festejo. Alonso siguió relatando hechos de su vida, habida cuenta del interés que sus compañeros habían sentido durante el comienzo de la mañana, sobre ellos. Pero gradualmente, la atención de estos hacia él fue declinando, hasta terminar convirtiéndose en un mero espectador de los diálogos entre Aurora y Manuel.
Los jóvenes se gastaban bromas que, ahora, festejaban ambos y se hacían preguntas interesándose el uno por el otro.
Ver que su intervención estaba dando sus frutos, llenó de alegría y satisfacción al argandeño a pesar de que, cada tanto, le acudían los dolores de sus pérdidas y sus ausencias personales, por lo que valoró aún más ese momento de dicha.
Con una total consciencia de que estaba de más en esa reunión, apenas terminó de alimentarse, dijo:
- Iré a recostarme un rato, me siento muy cansado.-
Se levantó del banco y abandonó la cocina. Luego de caminar unos metros, volvió sobre sus pasos para ratificar lo que había sucedido al marcharse. Desde la puerta de la sala vio que la pareja continuaba conversando y bromeando, sin haberse dado cuenta de su ausencia y, menos aún, de su regreso. Volvió a emprender el camino hacia la habitación con una sonrisa en los labios.
Si por esto no me he ganado el cielo, nunca habré de hacerlo con nada, pensó.
Se acostó en el catre y logró dormir un rato, con la levedad que amerita la siesta. Cuando se despertó, los sentimientos de preocupación y tristeza lo habían conquistado nuevamente. Y el odio, no podía sacar de su cabeza la imagen del enano asesino. Quizás saber que Rafael y sus hombres habrían terminado con él, lo libraría de aquella horrenda visión.
Se puso de pie y decidió ir a visitar la tarde para despejarse un poco. La pureza del aire de afuera lo refrescó, renovándole los ánimos un poco. No vio a sus amigos por los alrededores de la casa, por lo menos hasta donde su vista podía escudriñar. Se dirigió a la cocina donde los encontró. Seguían dialogando abstraídos del mundo.
Recién notaron su presencia cuando se paró al lado de la mesa.
- ¿Quieres comer algo?- Preguntó Aurora algo despistada, olvidando que el muchacho había almorzado con ellos.
- No, gracias.- Contestó él, con la discreción suficiente como para no avergonzar a la muchacha con alguna aclaración.
Manuel, quien tenía la felicidad dibujada en su cara, se puso de pie, resignándose a que el hermoso momento que había vivido llegara a su fin, pero con la alegría de saber que viviría otros iguales.
- Los animales deben estar sedientos y con hambre.- Dijo. –Iré a ocuparme de ellos.-
- Si quieres puedo ayudarte con eso, ya me siento mucho mejor.- Manifestó Alonso con ansias de que alguna actividad le evitara el tedio de fingir reposar.
El guardián aceptó la propuesta y ambos salieron de la cocina. Se dividieron las actividades, Manuel comenzó a transportar heno, desde una parva cercana a los corrales, mientras que el muchacho, con un cubo de madera, llevaba agua del pozo a los bebederos.
Al rato ambos terminaron las tareas y coincidieron en el corral.
- Es… Es hermosa. No solo es hermosa, es maravillosa.- Le dijo Manuel totalmente entusiasmado.
- ¡Cálmate!- Contestó Alonso sonriendo.
- No se que le has hecho a la niña.- Continuó el guardián.- Se que no la has hechizado porque no existe ninguno para el amor hacia otro. No se que le has hecho.- Repitió.
- No he hecho nada.- Dijo el muchacho.
Simplemente aceleré lo que tarde o temprano iba a suceder, pensó.
El corpulento joven estrechó a su nuevo amigo en un exagerado abrazo, el cual le hizo exhalar, violentamente, todo el aire de sus pulmones.
- Si lo has hecho ¡Gracias! ¡Gracias, amigo!- Le dijo.
La muchacha observó la escena desde la puerta de la cocina y, con el enojo repentinamente retratado en su cara, regresó nuevamente adentro de ella.
Terminada la atención a los animales, Manuel, notando que el volumen de la parva estaba sensiblemente reducido, le comentó a su compañero:
- Debemos traer más heno, vi un buen pastizal cerca del río.-
Su compañero entendió la sugerencia, sin que debiera ser más explícita, por lo que ambos se dirigieron hacia aquel lugar. Al llegar, el muchachón tomando una vara de sauce le dijo a Alonso:
- Aguárdame, ya regreso.- Y se encaminó hacia las aguas del Guajaraz.
Desde cierta distancia el joven, escuchó que su compañero sentenciaba repetidamente: Pezare ret.
¡No! Pensó, preparándose para resignarse a lo que iba a suceder. Comeré otra vez pescado, se dijo.
Manuel volvió con varias piezas, con cara de satisfacción.
Luego los dos jóvenes marcharon hasta los pastizales. Segaron una buena cantidad de ellos y los transportaron hasta la parva que descansaba cerca de los corrales.
Trabajaron durante toda la tarde hasta que la noche, cada vez más cercano el invierno, volvía a apresurarse en llegar.
Regresaron a la casa, después de lavarse las manos y la cara con el agua helada del pozo, y se dirigieron a la cocina, dando por hecho que allí los esperaría Aurora con algo con que alimentarse.
Cuando se instalaron junto a la mesa, la actitud de la niña había cambiado completamente. A las preguntas que le hacían los jóvenes, respondía con respuestas breves y cortantes. Manuel miró a Alonso, levantando las cejas, intentando preguntarle con mímica que estaba sucediendo. Este solo atinó a levantar los hombros en señal de desconcierto.
La joven les sirvió, con desgano, algunos alimentos hasta que, sin lograr reprimirse más, les dijo:
- ¿Van a comer separados o abrazados?-
La pregunta les brindó a ellos una pista acerca de lo que le estaba sucediendo. Había visto el abrazo que el grandote le dio a Alonso.
¿Quién sabe que elucubración esté gestando en su mente? Pensó este último, mientras disimulaba una sonrisa.
La conducta de Manuel fue distinta, fiel a su reacción cromática, su rostro se ruborizó.
La niña tomó un caldero pequeño que pendía de un gancho en la pared y se fue a buscar agua al pozo. Al quedarse los dos muchachos a solas, tuvieron la posibilidad de conversar acerca de lo que estaba ocurriendo.
- ¿Qué le pasa?- Preguntó extrañado Manuel.
- No se.- Contestó Alonso.- Supongo que ha interpretado erróneamente lo que vio.-
- ¿Qué debo hacer?- Interrogó el muchachón con algo de desesperación.
- Dile la verdad.- Le respondió su amigo.
- ¿Cuál verdad?- Continuó consultando el guardián.
- La verdad sobre lo que ha sucedido.- Explicó Alonso.- Dile que yo he hablado contigo y que te conté su confesión acerca del amor que ella siente por ti y que, a la vez, sabes que le he dicho sobre el tenor de tus sentimientos hacia ella.
- ¿Le has contado eso?- Dijo enojándose Manuel.
- Si.- Confesó tranquilamente el joven.- Cuéntale todo, dile la verdad. Verás que el asunto se aclarará y, además, lo que estarás diciéndole no será otra cosa que una declaración de amor.
Manuel iba a contestarle algo, pero en ese mismo instante regresó Aurora, y las palabras por decir, se le quedaron atrancadas en el nudo que los nervios habían hecho en su garganta.
La cena transcurrió en un silencio casi absoluto.
Alonso comió apresuradamente y, despidiéndose de sus compañeros de mesa, se retiró del lugar. Recorrió, en la ya casi madura oscuridad de la noche, el frío que separaba la cocina del retrete y luego el que lo hacía desde este a la habitación.
Se acostó y trató de conciliar el sueño, lo que le dio mucho trabajo, por lo que estuvo mucho tiempo imbuido en sus pensamientos, los cuales trazaban planes o evocaban recuerdos. Durante el tiempo que estuvo despierto, Manuel no apareció en la habitación.
Es una buena señal, pensó.
Cuando finalmente se quedó dormido, todavía estuvo en soledad un largo rato.
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