miércoles, 27 de julio de 2011

Capítulo XLII


Caminaban con la tristeza a cuestas, toda partida implica alguna pérdida y ellos, sobre todo Alonso, hacía rato que vivían partiendo. También estaban las penas futuras, ambos sabían que en pocos días se tendrían que separar para, quizás, no volver a verse nunca más.
Preocuparse por lo que todavía no sucedió, es como lanzar un quejido ante un dolor que aún no se ha sufrido, pensó Alonso para darse ánimo.
Poco tiempo después de que hubieran partido y de que la ciudad se fuera alejando a sus espaldas comenzaron a ver, frente a ellos y a lo lejos, los lomos oscuros y redondos de la sierra Morena, festoneando el horizonte. El verlas les sirvió de referencia por lo que modificaron su dirección enfilando un poco más hacia el Oeste, para pasar por un costado de ella y no tener que atravesarla.
El entrenamiento que les habían brindado los caminos recorridos, les permitió llevar un buen ritmo, por lo que avanzaban rapidamente. Era cada vez menos frecuente que encontraran campesinos, durante su recorrido, lo que hacía muy probable que la noche los encontrara a la intemperie.
Al mediodía se detuvieron a descansar bajo las hojas verdes cenicientas de un pequeño olivar. Alonso arrancó una oliva, algo pasada en su madurez, de su cabito y la mordió muy confiado. Unos segundos después la escupió con desagrado. Sin haber sido bañada en lejía, ni embarazada por la salmuera, su sabor era horrible. A Manuel le causó mucha gracia la situación y le dijo, riendo:
- Faltaría que comieras queso sin cuajar.-
Alonso frunció el ceño enojado por la burla de su amigo pero, como sea, esto sirvió para distraerlos por algunos momentos, de las preocupaciones que, entre misiones por cumplir y peligros que los podrían estar asechando en el camino, los había tenido apesadumbrados desde que salieran de la Villa.
Comieron unos bocadillos gastándose bromas mutuamente. Luego, rapidamente, continuaron su travesía dejando de lado la siesta, no querían perder más tiempo.
A medida que se acercaban a la sierra, el paisaje les iba brindando imágenes bellas, como algunos montes de robles con el suelo alfombrado por el rojo amarillento de sus hojas secas, o pequeñas cascadas de aguas transparentes como el cristal, a las que los muchachos bebieron como si se tratara de un elixir. Finalmente la noche se acercó, inexorablemente, sin que hallaran refugio alguno para guarecerse de ella.
Si bien la luna les iba a brindar una iluminación suficiente como para seguir avanzando por más tiempo, el cansancio los indujo a buscar un lugar donde vivaquear. Lo hicieron junto a un curso de agua, el cual formaba cauce abajo un pequeño salto, en un claro de un bosquecillo que les brindó refugio contra el viento, leña y un conejo, al que pudieron cazar mediante hechizos.
De la misma manera encendieron una fogata que en principio no era muy grande, pero después, por causa de unos aullidos de lobos no muy lejanos, que los atemorizaron un poco, agregaron maderos en abundancia a las llamas, para que les brindara protección contra las bestias. Hicieron una hoguera tan grande que, probablemente, se podría ver desde kilómetros de distancia.
Fue aquella imprudencia la que provocó que el despertar de Alonso y Manuel, a la mañana siguiente, no fuera tranquilo. Lo hicieron forcejeando inútilmente. Dos hombres por cada uno, los aferraron y les ataron las manos por las espaldas. De nada sirvieron los gritos e insultos que les propiciaron a los atacantes, ni los tirones de las cuerdas que dieron con sus muñecas. Eran golfines que habían visto las llamas de la noche anterior.
- Miren estos borregos ¿Qué nos van a regalar?- Dijo uno de ellos, burlonamente con una sonrisa de tan solo cuatro dientes, mientras tomaba la bolsa de Alonso y arrojaba su contenido al suelo.
Otro hombre, de una estatura tan escasa que al muchacho le hizo recordar, amargamente, a Flair, aferraba por la espalda a Manuel y lo amenazaba con una daga. El tercero de ellos, un muchachito morocho con evidencia de sangre mora, se mantenía unos metros alejado, y observaba la situación como ajeno a ella.
La injusticia a la cual estaban siendo sometidos y la impotencia que le generaba el no poder hacer nada al respecto, le hizo subir los colores a Alonso y acrecentar el brillo de sus ojos. El cuarto golfín, al cual sus cejas oblicuas le otorgaban un aspecto diabólico, sostenía una espada, cuyo filo amenazaba el cuello del muchacho impidiéndole hacer cualquier intento de ponerse de pie.
- ¡Ahá! Acá está el premio.- Dijo el que tenía la bolsa, al encontrar los bolsines con las monedas de Alonso y Tiago.
Esto irritó más al argandeño, pero continuó sin hacer nada, por precaución. Era la segunda vez que le robaban el mismo dinero.
Cuando el hombre se ocupó de la bolsa de Manuel, si bien la cantidad de monedas era algo inferior, igualmente los rufianes encontraron un injusto premio.
Tan excitados estaban los salteadores con el botín, que no prestaron atención al sonido creciente de caballos galopando. Cuando finalmente lo hicieron ya era tarde. Seis caballeros avanzaron hacia ellos y se produjo una pequeña batalla tan corta como desigual, los atacantes eran más fuertes, más hábiles y venían ataviados para la lucha, vestían cotas de malla y sus cabezas estaban cubiertas por resistentes yelmos. Tres de los delincuentes cayeron abatidos por los filos, inmediatamente. El cuarto, el moro que se hallaba más lejos, logró salir corriendo y, trepando entre las piedras de la cascada, evitó que los corceles pudieran seguirlo y pudo darse a la fuga.
- Déjenlo, ya lo hallaremos.- Dijo el jefe de los jinetes.- No podrá ir muy lejos a pie.- Agregó con una voz que les resultó familiar a los jóvenes.
Se trataba de Francisco Rodríguez. Hizo avanzar a su caballo, negro como el carbón, con las crines y la cola plateadas, y lo detuvo justo frente a Manuel, que se hallaba sentado en el suelo con sus manos todavía atadas por la espalda.
- Otra vez volvemos a cruzar nuestros caminos ¡Cuánta coincidencia!- Dijo el Don en tono irónico - ¿No nos estarán siguiendo, no?- Preguntó.
La presencia amenazadora de la cabeza del caballo, al cual Rodríguez hacía balancear de un lado al otro, exhalando su vapor frente a la del guardián, daba cuenta de que la pregunta no debía tomarse en tono amigable.
- No señor.- Contestó Manuel.
- Entonces ¿Hacia dónde se dirigen? ¿Para qué?- Interrogó severamente el jinete.
Para evitar que su amigo mintiera, ya que no podía confesar su misión, y el riesgo de que se le notara que lo hacía, Alonso se entrometió en la conversación relatando su propio destino:
- Vamos a una aldea cercana a Úbeda, junto a la torre de Don Pero Xil. Allí habita la familia de un amigo que fue asesinado cobardemente por un rufián. Tenemos que ir a comunicarles lo sucedido con él, llevarles su dinero y acompañarlos en su dolor.
La explicación del muchacho fue tan cierta como convincente.
- Pareces sincero.- Dijo Rodríguez.- Espero que así sea y que no nos encontremos más durante el viaje. Si esto sucede comenzaré a dudar de que no nos están siguiendo.-
Rodeó a los muchachos por detrás, siempre montando su caballo y, con su espada y una gran habilidad, cortó las sogas que aferraban las manos de ambos.
- Han tenido suerte.- Les dijo.- Estos bandidos atacaron a uno de mis hombres mientras descansaba y lo mataron. Al descubrir la situación salimos a cazarlos y, por eso, aquí nos tienen. Nos deben una.-
Luego les hizo una señal a sus hombres, para que salieran a perseguir al último de los golfines que había huido.
- ¿A la torre de Don Pero Xil?- Se dijo a sí mismo.- Espero que todavía quede algo para ustedes allí.- Completó dirigiéndose a los muchachos, al tiempo que azuzaba a su caballo para emprender el galope.
- ¿A qué te refieres?- Se animó a preguntar gritando Alonso, mientras se frotaba las muñecas con las manos para reactivar la circulación.
- Los benimerines han atacado allí.- Lograron escucharle decir a Rodríguez, mientras se alejaba con presteza.

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