domingo, 29 de agosto de 2010

Capitulo IV


La coherencia comenzó a llegar lentamente a los pensamientos de Alonso los que, de a uno, se iban acomodando; la mayoría de ellos eran preguntas.
Volvió a tocar su cabeza, sacudiendo suavemente la cabellera, con la palma de la mano Vio caer de ella una tenue lluvia de laminitas rojas. Se puso de pie y bajó por el barranco para lavarse en el río. El agua fría despejó un poco más su mente y atenuó el dolor, aunque en forma poco suficiente. Meneó su cabeza, violentamente, en gesto de negación, para expeler el líquido excedente de sus cabellos. En uno de los vaivenes algo llamó su atención y le hizo detener la acción. A unos veinte metros de distancia, en la orilla del Jarama, un bulto blanco contrastaba contra el verde ceniciento de los juncos. Se dirigió hacia allí y descubrió a Ordoño, tirado en el suelo boca abajo y con sus piernas cubiertas por la suave corriente de agua de un remanso de la costa. De su cabeza descendía, como el croquis de un arroyo, un delgado hilo de sangre.
A duras penas pudo Alonso girar el cuerpo del hombretón y arrastrarlo hasta sentarlo contra una pared, algo empinada, del barranco. Tomó la camisa que guardaba en su saco, la mojó, lavó con ella la sangre de la herida de la cabeza del monje y le humedeció la cara.
Al cabo de un rato, entre quejas de dolor y algunos desvaríos, Ordoño comenzó a reaccionar. El joven se hallaba sentado a su lado. Atento a una reacción de él, lo tomó del brazo para evitar que tocase su herida con sus manos enguantadas en barro.
¡No! Hizo señas con la cabeza Alonso. Ordoño intentó ponerse de pie, pero cayo pesadamente sentado contra el barranco. El joven extendió su brazo con la camisa húmeda en su mano, para que el monje se aseara con él las suyas. La tarea duró algunos minutos ya que el muchacho, reiteradamente, acudía a la corriente de agua para enjuagar la tela y volvérsela a llevar al hombre.
- Te agradezco mucho lo que estás haciendo, hijo.- Logró balbucear este último.
La presencia de ánimo había regresado a Ordoño, lo suficiente como para permitirle hablar.
- ¿Qué ha ocurrido?- Le preguntó al joven.
Alonso se encogió de hombros, no por no recordarlo, sino porque en la noche anterior había pasado, casi instantáneamente, del sueño al desmayo, sin llegar ni siquiera a registrar algo para olvidar. Extendiendo el mentón hacia delante interrogó, a su manera, al monje.
- Mis recuerdos son vagos y confusos.- Dijo este. -Mientras dormía sentí algo que retumbó en mi cabeza como un derrumbe y quedé semiconsciente, luego pude ver al viejo, nunca me fié de él acotó, que tomaba un madero del suelo, se acercaba hacia ti y te asestaba un tremendo golpe en la tuya. No podía hacer nada, mi cuerpo estaba tieso ¡Ay si pudiera tener a ese ruin entre mis manos ahora!-
Alonso escuchaba atónito y desolado, no podía creer lo que el monje estaba contando, sus sentimientos hacia Tiago, hasta ese mismo instante y aún sin conocerlo mucho, eran de aprecio.
La mente necesita de tiempo para elaborar los razonamientos que cambian a los sentimientos, pensó.
En ese momento debería odiar al viejo pero antes, para hacerlo, debería entender el porque del ataque. Ordoño continuó relatando sus magros recuerdos:
- Luego sentí que algo tiraba de mis piernas y me arrastraba por el suelo. Debo haberme desmayado en ese momento, porque después de eso recuerdo, solamente, que me desperté sumergido en las aguas del río y pude nadar, con desesperación y pocas fuerzas, hacia la orilla. Todo lo que sucedió a partir de ese momento es olvido, hasta el despertar bajo tus atenciones, las cuales vuelvo a agradecer.-
Alonso escuchaba el relato con la mirada fija en un punto inexistente ¿Tiago? ¿Tiago? Se peguntaba ¿Por qué habría cometido, el anciano, ese acto de tal bajeza contra él? ¿Con qué fin? ¿Para robarles? Las preguntas se arremolinaban dentro de su cabeza en torno a la incredulidad, la pesadumbre y el comienzo del marchitamiento de su corazón. Pasaron un largo rato sentados, pensativos y callados, observando, como hipnotizados, la continuidad monótona de la corriente de agua que desfilaba frente a ellos.
Ordoño se puso de pie y, tomando del brazo al joven para ayudarlo a levantarse, le dijo:
- ¡Vamos! Debemos proseguir rapidamente para tratar de alcanzar a esa sabandija y averiguar porqué hizo lo que hizo.-
Alonso se negó a ponerse de pie, para darle a entender que quería quedarse descansando un momento más, pero el monje le dijo:
- Debemos irnos ya, si le damos mas tiempo quizás no lo hallemos nunca.-
El joven finalmente asintió y se puso en movimiento, sin embargo, pensó que lo mas probable era que Tiago hubiera huido por el camino por dónde habían llegado u otro diferente al que llevaban, él en su lugar habría hecho eso.
Caminaron barranca arriba, Ordoño encontró su alforja bajo el árbol donde debería haber despertado, la recogió y revisó su contenido, todo estaba en su lugar.
¡Qué extraño! Pensó Alonso.
Cuando ya la tarde comenzaba su recorrido, retomaron la caminata que habían abandonado el día anterior. Al joven cada paso le pesaba como si estuviera caminando sobre un pantano. De todos los dolores a los que su vida lo había expuesto, ninguno le parecía mas fuerte que el de sentirse traicionado por un corazón amigo, ya le había sucedido alguna vez, pero él prefería correr el riesgo, siempre, de confiar para obtener el premio de la amistad, a mirar a todos con sospechas, esperando que demuestren su bondad y vivir en soledad.
Había confiado en Tiago, por consejo de su propio corazón, casi desde el primer momento y él, abusando de eso, le pagó con un acto de perfidia, pensó. Se sentía un tonto. Le había confiado también uno de sus poderosos secretos, el hechizo de resucitación ¿Habrá sido por eso que el anciano se comportó así? Se preguntó ¿Habrá sospechado la existencia del libro mágico y por eso quiso robárselo? Eso explicaba, razonaba el joven, porque luego de marcharse de la posada, el viejo nunca había mencionado nada acerca de lo sucedido con la niña y lo acontecido la pasada noche, con sus libros y su saco.
Mientras caminaba la cabeza de Alonso iba comprendiendo los acontecimientos; Tiago buscaba un libro de hechizos que creía que yo poseía, se dijo, por eso no tocó la alforja de Ordoño ¡Pobre el alma humana cuando se hace frágil ante la tentación de tener poder! Pensó, el poder aísla el corazón.
Paso a paso los viajeros seguían caminando, Ordoño buscaba, infructuosamente, huellas de Tiago.
Cuando el sol ya estaba gigante y rojo, detrás de la bruma que algunas tardes sobrevuela el horizonte, divisaron una humilde casa de unos campesinos y allí se dirigieron. Por unas pocas monedas, consiguieron alimento y permiso para pasar la noche en el pesebre, junto a los animales. Si bien esa era una compañía no muy deseable, era mejor que otra intemperie nocturna más.
Aunque la amargura de Alonso debería haber alimentando su insomnio, el cansancio y el dolor corporal, lo hicieron quedar rápida y profundamente dormido.
Por la mañana, al rato de despertarse, el dolor en la cabeza del muchacho había disminuido, pero la opresión que la congoja ejercía contra su pecho, era mucho mayor que la del día anterior. Ordoño casi no mostraba síntomas de su golpe.
Comieron algo de pan, bebieron agua y comenzaron a proseguir su travesía.
El monje contó al joven que había interrogado a los campesinos, la noche anterior mientras él dormía, acerca de si habían visto a Tiago, pero estos le respondieron negativamente.
Cuando retomaron el sendero, el sol estaba brillante y cálido, y el cielo techaba la mañana con un azul perfecto; pero esto a Alonso poco le importaba. El paisaje por el que transitaban cambiaba gradualmente, se estaban alejando del río, tomando una ruta que los llevaría al Tajo aguas abajo de la desembocadura del Jarama, la cual les ahorraría un buen trecho. De tanto en tanto el camino subía y bajaba por algún morro y, en otras ocasiones, los atravesaba como la herida de un cuchillo, por algún pétreo pasillo sin techo.
Justamente cuando los dos viajeros caminaban dentro de uno de ellos, un par de sombras humanas saltaron, sorpresivamente, desde la escasa altura de la pared. Alonso cayó de bruces en el suelo, por el golpe que uno de ellos le dio en la espalda. Rapidamente pudo darse vuelta y vio, parado frente a él, a un hombre que blandía su espada y estaba a punto de asestarle una estocada; pero el brazo de Ordoño se anticipó a esa acción. El monje abrazó al villano por el cuello y, con la mano libre, le dio un puñetazo, de pleno, en la cara. Al soltarlo el hombre cayó, semiaturdido, contra una de las paredes del pasadizo; el otro atacante, mostrando huellas de un golpe que también le había dado el hombre, logró tomar del brazo a su cómplice y ambos se dieron a la fuga corriendo. El monje, preocupado más por el estado del joven que por atrapar a los bandidos, no intentó detenerlos y se acercó hasta donde este estaba tirado. Alonso le hizo señas de que se encontraba bien y, en el mismo instante, escucharon el repiquetear de los cascos de dos caballos alejándose.
- ¿Crees que te buscan a ti?- Interrogó Ordoño.
Alonso meneó negativamente la cabeza, no encontraba motivos para que alguien sea su enemigo.
- Yo tampoco creo que me busque nadie.- Dijo el monje.
Todo era confusión para el muchacho. Era un hombre pacífico y, lo que no le había sucedido nunca en toda una vida, le había pasado dos veces seguidas. Nunca había sufrido ningún acto de violencia en contra suyo ¿Quiénes eran esos hombres? Se preguntó.
Ordoño lo ayudó a levantarse y Alonso le dio a entender que le agradecía por haberle salvado la vida.
- Bueno, pongamos que estamos a mano.- Dijo el hombretón sonriendo.
El joven también sonrió.
Se sacudieron el polvo de las ropas y retomaron su ruta.
Durante el resto de ese y el siguiente día de travesía no sucedió nada extraño. Alonso, poco a poco, fue superando los feos sentimientos y olvidándose de Tiago.
Bendito sea el tiempo que perpetua los recuerdos gratos y sepulta los mortificantes, pensó el joven.
Ordoño le contó al muchacho las campañas épicas de su orden y narró las historias de los más encumbrados caballeros que la formaron. Al correr de las horas, Alonso fue sintiendo cada vez mas respeto y afecto hacia el monje.
La tarde del último día de viaje, mientras caminaban alejados de la corriente del río, subiendo una pendiente llegaron a un camino que se elevaba bordeando un peñón y dejaba, a su derecha, un precipicio. Al doblar una curva cerrada se detuvieron y, regocijados por lo que apareció ante sus ojos, se sonrieron mutuamente. A unos pocos cientos de metros adelante se presentaban el Tajo y el puente de Alcántara con su nueva torre de estilo mudéjar.
Habían llegado a Toledo.

2 comentarios:

  1. Imagino que corregiste la orografía de Toledo, preciosa ciudad donde las haya, esto se pone más interesante, y por favor, deja de apalear a mi pobre Alonso que ya lo adopté como mío y me duele cada vez que le pegas, jajaja, he leído que ya casi tienes el V, pues dejalo todo y ponte con él, esta vez, un 11 sobre 10, no va a haber privado porque no encuentro incongruencia alguna, y si muchas ganas de que siga la historia, miles de besossssssssssssss

    ResponderEliminar
  2. Bien!!! ese es mi amigo... Me gusta, me gusta...
    En privado alguna objeción jajjajjaa...
    Gracias Susu x incentivarlo q escribir...

    Besos, amigo

    ResponderEliminar