“Fatalmente lo prohibido, como lo hizo aquella fruta ancestral, termina expulsándote del paraíso, entre los gritos de secretos conocidos.”
Prefacio
El aire de la habitación estaba denso y azufrado, como el de aquel cielo de la bíblica lluvia de Sodoma y Gomorra, a pesar del remolino que provocaban en él las cuatro aspas del ventilador de techo que se perseguían unas a otras y en los prolijos pliegues de las cortinas azules podía verse tiritar aún el eco apagado de un estruendo reciente.
Como custodiando la pared del fondo de la oficina una suntuosa butaca de cuero permanecía caliente y frente a ella su compañero, un escritorio estilo chippendale propio de una señoría, mantenía las formas albergando sobre su lomo el retrato de una mujer y dos niños, y carpetas y papeles prolijamente acomodados, salvo uno de ellos que en el centro del mueble lucía, sin arrepentimiento y con arrugas palabras prohibidas de despedida que sus letras pronunciaban, esta vez sin perfume alguno.
A un costado del asiento, sobre la alfombra gris, yacía el cuerpo de una persona que ya no respiraría jamás ¿Un cadáver sigue siendo un hombre o es solo un manojo de carne, huesos y fluidos tendidos en la mesa del banquete de un bacilo? Esto último, creo. A su lado, aún humeante y casi candente, un inmóvil revolver se regodeaba por la eficiente pirotecnia que acababa de ejecutar cuando saludó a su bala.
La tarde que se estaba yendo por el otro lado de la ventana, comenzaba a enfriar las indiferentes almas que transitaban por la calle y en un estante, delante de cuatro tomos del código penal, una radio a transistores goteaba el top que anunciaba las diecinueve horas de aquel lunes fatal.
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