Cuando Ramón llegó al aeropuerto lo estaban esperando el juez colombiano Juan Martín Hurtado Mansilla, con quien había intercambiado correos, y su secretario. Lo saludaron como la eminencia que era, ya que su excelencia en la justicia penal era reconocida en todo latino américa y era bien sabido que pronto asumiría como miembro de la corte suprema y lo condujeron a una limusina con la que se dirigieron al hotel por la avenida separada de mar por el malecón de Santa Marta.
Al llegar a un Resort asomado hacia el Caribe, tomó conciencia de que iba a disfrutar de su estadía allí. El lugar era paradisíaco, un complejo de pequeñas torres de no más de seis pisos que rodeaban varias piletas alveolares custodiadas por palmeras. El lujo estaba al alcance de su mano, como a él le gustaba, y el anonimato, ante la mayoría de la gente que allí estaba, sería el cómplice perfecto de su libertad.
Las primeras dos jornadas del congreso le resultaron algo aburridas ya que no halló grandiosidad en ninguna de las disertaciones y durante las cenas de camaradería se veía obligado a prestarle atención a sus colegas, mientras que sus pensamientos estaban enfocados en los momentos que iría a vivir entre los pasos inmóviles de Mercedes.
El tercer día, luego de la última disertación, se fue solo a caminar por las arenas pálidas de la playa, maravillado por el celeste celofán del mar, que se plegaba por detrás del horizonte, justo en el lugar donde empezaba a germinar una luna enorme y pecosa.
- ¿Algo aburrido, doctor?- Dijo una voz a sus espaldas.
Al darse vuelta reconoció a quien le hablaba, se trataba de Miguel Lazarte, un juez chileno de aspecto extremadamente circunspecto y una calva tan perfecta como la de Esquilo, con el que había mantenido algunas conversaciones en los días anteriores.
- Ah, si un poco. A veces tanto derecho termina cansándome.-
- Si, es así.- Le dijo sonriendo su colega, dando un atisbo de informalidad que no había tenido anteriormente.- No todo en la vida es la ley, doctor.-
Ambos sonrieron y Miguel le pidió si le permitía acompañarlo en su caminata, Ramón aceptó y comenzaron un diálogo amigable y distendido. Se contaron respectivamente acerca de sus familias y su vida cotidiana. Miguel también era casado y tenía cinco hijos, quizás porque era de ese tipo de hombres en las que muchas de sus sinapsis se las produce la testosterona y no un impulso eléctrico. A medida que entraba más en confianza, con el avance de la conversación, se volvían frecuentes las referencias hacia temas sexuales.
- ¿Tiene planes para esta noche, doctor? – Le preguntó a Ramón mientras estaban regresando al hotel.
- La verdad que no, doctor, salvo la cena de camaradería.-
- Bueno, después de ella me gustaría llevarlo a que conozca un lugar, será divertido. Tengo un auto alquilado en la cochera.-
- ¡Cómo no! Me vendrá bien un poco de diversión.- Respondió Ramón a quien su colega le había caído en gracia.
El restaurant del hotel los encontró más tarde aseados y bien vestidos de elegante sport. Al finalizar la cena las miradas de Ramón y Miguel se cruzaron y éste último, alzando sus cejas e inclinando un poco la cabeza, le dio a entender que era el momento de retirarse. Para que los demás colegas no pensaran que estaban haciendo un desaire, primero se fue uno y un poco más tarde el otro, y se reunieron en la cochera donde se subieron al automóvil rentado por Miguel y comenzaron su marcha.
- ¿A dónde iremos?- Interrogó algo intrigado Ramón.
- A Barranquilla, conozco un buen lugar, doctor.- Respondió sin más explicaciones el chileno, generándole una gran expectativa a su nuevo amigo.
Tomaron la ruta noventa que festoneaba la costa de la bahía y luego de una hora de animada charla llegaron a la ciudad. Manejándose como si la conociera desde siempre, Miguel tomó una y otra calle hasta desembocar en la treinta y nueve y llegar al lugar de destino, un enorme night club en donde los recibió un portero quien, a cambio de unos billetes, se llevó el auto a un estacionamiento. En realidad no era que el juez conociera Barranquilla, sino que era la tercera noche en la que concurría a aquel lugar y la segunda en la que lo hacía sin preguntar cómo.
Una vez adentro una camarera vestida casi únicamente con su piel, los condujo hasta el sector reservado para las personas importantes, donde los dos jueces se colocaron la venda de la justicia que les impediría ver todo lo condenable del lugar –Drogas, esclavitud, trata de blancas y quién sabe que otras cosas más-.
La moral es una virtud que se ejerce durante toda la vida aunque a veces los hombres suelen ponerle una pausa.
Se sentaron en un amplio sillón de cuero marrón que abrazaba una mesa y pidieron dos bebidas.
- ¿Le agrada el lugar, doctor?- Preguntó Miguel.
Ramón asintió con la cabeza ya que el ritmo cadencioso de una rumba a gran volumen dificultaba la conversación.
- ¿Cómo les gusta? ¿Rubias o morochas?- Le dijo el chileno transformado en un experto en el movimiento del lugar.
Peña Saborido levantó su mirada y, sin soltar el vaso de whisky, estiró su dedo índice señalando a una rubia voluptuosa que, a unos metros de distancia, pulía un caño vertical al son de la música y a la cual le había echado el ojo apenas habían entrado al club.
Miguel se puso de pie y se dirigió hacía un hombre de smoking que con su pelo negro, brillante de gel, estaba parado junto a una barra. Le dijo algo y regresó. Al poco tiempo la rubia del caño se acercó a la mesa con una amplia sonrisa y pidió un permiso para sentarse con ellos que Ramón concedió también sonriendo. Junto a Lazarte hizo lo mismo una morena a la que el juez parecía conocer. Bromearon durante un buen rato entre vaso y vaso mientras las jóvenes festejaban cada una de las chanzas, con la simpatía que impone el interés. Miguel le dijo algo al oído a su compañera y esta se puso de pie tomándolo de la mano.
- Discúlpeme doctor, en un momento regreso.- Le dijo a Ramón, para luego perderse con su pareja por detrás de la puerta de un ascensor al cerrarse.
El juez se quedó con su rubia en el sillón y fue ella quien le susurró algunas palabras acercando el perfume de su escote a su cara éste, luego de contestarle, se bebió lo que quedaba en su vaso de un golpe para dirigirse luego al mismo elevador que se había tragado a su flamante amigo. En el estrecho interior del mismo la joven lo acariciaba, al mismo tiempo que coordinaba algunos detalles por el tubo de un teléfono interno. Al llegar al segundo piso lo condujo por un pasillo y lo hizo entrar en una habitación en la que no necesitaron deshacer la cama, porque ante una orden del doctor, ella le dio un largo beso arrodillada en el piso. Luego él se higienizó un poco y le dijo:
- Has estado bien, fue un gusto conocerte.-
Le arrojó un poco más que el precio que habían acordado y dejó la habitación con una gran indiferencia hacia ella, sin pretender ningún servicio post venta.
Cuando regresó a la mesa Miguel todavía no lo había hecho, pidió otro whisky y rechazó, con un gesto adusto, a una pelirroja que se le acercó insinuante. Al poco tiempo llegó su amigo con la morena del brazo y una sonrisa tan amplia como su cara.
- Y ¿Qué tal? ¿Se ha divertido, doctor?- Interrogó.
- Si, un rato le he hecho.- Fue la respuesta de Ramón.
Dos horas más tarde llegaban al hotel festejándose sus bromas, con las risas que excarcela fácilmente el alcohol.
Miguel se acostó pensando en Mercedes, quien llegaría al día siguiente, aunque entre pensamiento y pensamiento se infiltraba el reciente recuerdo de la boca de la rubia del caño.
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