Las horas en soledad, frente a las aguas que no cesaban de desfilar delante de sus miradas, pasaron rapidamente para la pareja. Se divirtieron mucho. Por momentos la situación, entre ellos, se ponía dulcemente tensa. Alonso atentaba contra la castidad de Juana y esta apelaba a todas sus estrategias defensivas para protegerla. Ante el último de esos ataques la joven, con fuerzas que no supo de donde logró sacar, se puso de pié y dijo, mientras se acomodaba el pelo arremolinado por las caricias:
- ¡Vámonos! Ya es tarde –
El joven, con algo de esfuerzo, se puso también de pié. Se sentía algo dolorido.
Tomaron por el sendero y comenzaron a trepar el peñón. Detrás de ellos el sol, casi caído, enrojecía las aguas del Tajo.
Cuando llegaron a la cima prácticamente había anochecido. La gente que cruzaron en las calles fue muy escasa.
- ¡Apurémonos! – Dijo ella – Mi padre se preocupará si tardamos en llegar. –
Aceleraron el paso. La muchacha tomó el brazo de él con los suyos y comenzó a entonar, suavemente, una de las canciones que más le gustaban a Alonso. Él siempre había lamentado tener su discapacidad, pero en ese momento se sentía agradecido de ser mudo. De no serlo, difícilmente hubiera podido evitar la tentación que tuvo de haberle lanzado el “Ediómare metam” a Juana, y jamás habría sabido si el amor de ella hacia él era puro o fruto del hechizo, y eso habría hecho incompleta su felicidad.
¿Qué placer hay en el dominio sobre otros? Pensó.
Mientras los jóvenes caminaban por el edén construido por el dulce cantar de Juana y la felicidad de sus sentimientos mutuos, un carro de madera, tirado por un pesado caballo de cascos gruesísimos, pasó al lado de ellos y se detuvo. La pareja no le prestó ninguna atención, en ese momento podrían estar en medio de una multitud y, aún así, se sentirían en la más sublime intimidad.
El conductor del vehículo descendió de él de un salto y quedó de pié unos metros delante de ellos. Esto si llamó la atención de los jóvenes, los cuales se detuvieron bruscamente. Cuando Alonso levantó la cabeza para ver al protagonista del inoportuno encuentro, reconoció al villano que lo había atacado ya dos veces, el que había quedado vivo. Sintió la adrenalina fluir rapidamente por su cuerpo, encendiéndolo como una antorcha. Atinó a tomar una piedra, de mediano tamaño, del suelo y se preparó para defenderse de aquel hombre, pero escuchó lanzar una exclamación a Juana y a una voz conocida que lo detuvo:
- ¡Alto ahí! Muchacho. -
El joven giró para ver quien era el emisor de la orden. Una mezcla de sorpresa, miedo e impotencia lo invadió. Abrazando por detrás a la muchacha, con su brazo izquierdo, y apoyando la punta del cuchillo, que tenía en su mano derecha, en su garganta, Ordoño le dijo:
- Mas te vale que no hagas nada alocado o la vida de esta niña se termina aquí. –
Alonso, en una clara señal de obedecer, soltó la piedra que tenía en la mano. En su cabeza empezó a girar un torbellino de pensamientos. Se hacía preguntas acerca del porqué de lo que estaba sucediendo, al tiempo que buscaba alguna solución, para procurar la seguridad de Juana. Nada le resultaba concluyente.
- ¡Vamos a subir todos al carro e irnos hasta mi morada! – Dijo el monje – Cualquier señal de alarma, cualquier intento de huir y ella se muere. – Acotó.
El joven obedeció y se subió al transporte, se sentó y apoyó su espalda contra uno de los laterales. Frente a él hicieron lo mismo Ordoño y la muchacha. Ahora el cuchillo apuntaba al cuerpo de la joven, a la altura de las costillas, medio oculto entre las amplias mangas de la túnica del calatraveño.
El hombretón se sentó en la silla del conductor y obligó al equino a mover sus patas. Las imperfectas ruedas de madera traquetearon sobre el empedrado, al ritmo cadencioso de los cascos del caballo.
- Tenemos mucho de que hablar – Dijo Ordoño seriamente – Hay muchos secretos que debes revelarme. –
Alonso, inmóvil, casi no prestaba atención a las palabras del monje, buscaba la forma de zafar de la situación. Los ojos de Juana, enjuagados en lágrimas, lo miraron como pidiendo alguna explicación acerca de lo que estaba sucediendo. El la observó tratando de tranquilizarla con su mirada.
¿Qué pensará de mí mi niña? ¿Qué soy un villano que oculta algo? Se preguntó. Debo pensar rapidamente y actuar en consecuencia para salir de esta situación, pensó. Pero no halló ninguna solución. Estaban en manos de esos hombres. Miró al hombretón y un sentimiento de odio se apoderó de él, recordó los dos ataques que aquel hombre le había infligido. Esto le generó un nuevo interrogante, como si no tuviera muchos; en el ataque durante el viaje a la ciudad, Ordoño había hecho huir al villano, dándole una zurra ¿Qué los unía ahora? Tampoco encontró respuesta a eso.
El carro subió por una empinada calle, que hizo disminuir el ritmo de avance del caballo y todo lo que acarreaba. La aparente tranquilidad de los pasajeros, generada por la amenaza continua, no despertó ninguna sospecha entre los pocos y ocasionales transeúntes con los que se cruzaron durante el viaje. Doblaron por una calle, que Alonso reconoció como aquella en la que estaba la casa de tres ventanas, en donde había dejado a Ordoño en su primera noche en Toledo. No habían pasado frente a la mezquita de Bib Mardum, el corpulento villano había maniobrado las riendas, como para evitar los lugares con mayor transito de personas.
Una vez detenidos frente a la morada el monje los obligó a bajar, siempre con el filo amenazando a Juana, del carro. Le ordenó al muchacho que ingresara en la casa y se sentara a la mesa. El hombrón encendió una delgada vela, que solo le añadió algo de penumbra a la oscuridad absoluta, la cual abdicó ante la pequeña llama, a su reinado.
- ¡Deberás obedecerme, muchacho! – Dijo Ordoño - Y todo saldrá bien. No tienes porque temer. Si me enseñas los secretos quedarán en libertad. –
A esta altura de los acontecimientos, el joven no tenía dudas acerca de lo que buscaban los dos hombres. Tampoco creía tenerlas con respecto a lo que él haría: no revelaría ninguno de los hechizos.
No serán capaces de hacerle algo malo a alguien tan bello y tan puro como Juana, se consoló. No le importaba en absoluto lo que podrían hacerle a él.
Matarme no es una opción, conmigo moriría lo que buscan, los hechizos, pensó.
El hombretón salió para guardar el carro en el fondo de la casa y encerrar al caballo en un cobertizo. Ordoño se encargó, durante ese tiempo, de atar a Juana con una soga y de amordazarla con un paño de lino retorcido.
- Verás hijo. – Dijo mintiendo el monje. – Lejos está de mí la intención de hacerles daño. He compartido una travesía contigo y has conquistado mi aprecio; pero mi misión es primordial y debo obtener tus secretos, cueste lo que cueste. De manera que no me obligues a hacer lo que no deseo. –
A Alonso lo perturbó la amenaza, lo miró sin asentir, ni negar. Mas bien su mirada hacia Ordoño era de odio. Veía a su amada sollozar, inmovilizada y dolorida, y eso acrecentó ese sentimiento hacia el monje. Volvió a pensar en como encontrar una salida, pero de nuevo no encontró respuesta. Evaluó las posibilidades de salvación externa. A esta altura Ximénez, preocupado por la ausencia de Juana, habría, si su mente funcionara bajo los axiomas de la lógica, interrogado a Guillermo. Este también estaría preocupado ¿Qué podrían hacer? Ir al río, que fue el último lugar en el que el talavero los vio. Quizás, a regañadientes de su amigo, podrían pasar por lo de Osenda para enterarse si ella sabía algo. Cuando hubieran recorrido todo el camino hacia el Tajo y no los hallaran ¿Qué podrían hacer? Encontrar algún testigo, que recordara haberlos visto pasar en el carro, sería una absoluta casualidad, muy poco probable. Él tampoco había descrito el lugar de residencia de Ordoño, de nada serviría si a alguno de los dos supuestos buscadores, se le ocurriera la posibilidad de que allí estuvieran. Estamos perdidos, pensó.
- Aquí tienes pluma y papel ¡Escribe los hechizos que leíste en aquel libro! Dijo el calatraveño enojado.
¿Cómo sabía, aquel hombre, lo que él había leído en la cabaña del herrero? Se preguntaba ¿Lo habría descubierto y delatado aquel? ¿Con qué intención?
Las dudas lo inundaban, una vez más asediaban sus pensamientos ¿Qué sucedería si, como tenía pensado hacerlo, se negaba a escribir los poderosos hechizos?
El hombretón ingresó por una puerta trasera, miró al monje y le dijo:
- ¿Ha dicho algo?
- ¡No!
Con una manaza, que parecía un pulpo retacón, dio un golpe de plano en la nuca del muchacho.
- ¡Habla, mierda! Lo reprendió.
Ordoño mantenía el puñal amenazador en su diestra, aunque no tan cerca de Juana como antes. La muchacha tenía los ojos rojos por el llanto. De tanto en tanto intentaba, en vano, decir algo.
- ¡Escribe! – Le ordenó el monje acercando un poco más el papel hacia las manos del muchacho.
Este permaneció inmóvil.
- ¡Hazlo! Gritó. Y le asestó un golpe, con el mango del cuchillo, en la cara.
Un pequeño hilo de sangre brotó de su nariz. Juana lanzó un atenuado grito a través de la mordaza. Alonso pareció caerse de la silla, pero logró enderezarse nuevamente. Nada en la vida le había producido tantos magullones como el haber leído aquel libro. Con un rabioso manotazo arrojó los papeles al suelo.
- ¡Estúpido mudo! – Dijo Ordoño – No sabes de lo que somos capaces. –
Levantó su mano amenazadoramente hacia el muchacho, pero contuvo la intención de golpearlo. Recogió los papeles, los colocó en su antigua ubicación, sobre la mesa y tomando a la joven por la cabeza, apoyó la punta del cuchillo en su cuello, formándole un hoyuelo en él.
- ¡Hazlo de una vez! ¡Escríbelos! - Dijo, enérgicamente, el ruin clérigo.
Alonso cayó victima de una de las disyuntivas más perturbadoras de la vida ¿Haría lo que es correcto o lo que deseaba? Sabía que sería terrible develar sus poderosos secretos a tan malévolas personas, pero no podría vivir sin su Juana y, peor aún, sabiendo que él habría podido evitar su muerte. Estaba en una de esas situaciones en las que cualquier decisión es mala. Sabía que al entregarle sus secretos a estos malos hombres, ellos los matarían, para no dejar evidencias. Aunque se auto engañaba acerca de esto último.
La dilación, a veces, genera más oportunidades, pensó.
Tomó un papel con una mano, la pluma con la otra y supo que debía tomar una decisión.
En ese momento solo le importó una cosa: Juana.
- ¡Vámonos! Ya es tarde –
El joven, con algo de esfuerzo, se puso también de pié. Se sentía algo dolorido.
Tomaron por el sendero y comenzaron a trepar el peñón. Detrás de ellos el sol, casi caído, enrojecía las aguas del Tajo.
Cuando llegaron a la cima prácticamente había anochecido. La gente que cruzaron en las calles fue muy escasa.
- ¡Apurémonos! – Dijo ella – Mi padre se preocupará si tardamos en llegar. –
Aceleraron el paso. La muchacha tomó el brazo de él con los suyos y comenzó a entonar, suavemente, una de las canciones que más le gustaban a Alonso. Él siempre había lamentado tener su discapacidad, pero en ese momento se sentía agradecido de ser mudo. De no serlo, difícilmente hubiera podido evitar la tentación que tuvo de haberle lanzado el “Ediómare metam” a Juana, y jamás habría sabido si el amor de ella hacia él era puro o fruto del hechizo, y eso habría hecho incompleta su felicidad.
¿Qué placer hay en el dominio sobre otros? Pensó.
Mientras los jóvenes caminaban por el edén construido por el dulce cantar de Juana y la felicidad de sus sentimientos mutuos, un carro de madera, tirado por un pesado caballo de cascos gruesísimos, pasó al lado de ellos y se detuvo. La pareja no le prestó ninguna atención, en ese momento podrían estar en medio de una multitud y, aún así, se sentirían en la más sublime intimidad.
El conductor del vehículo descendió de él de un salto y quedó de pié unos metros delante de ellos. Esto si llamó la atención de los jóvenes, los cuales se detuvieron bruscamente. Cuando Alonso levantó la cabeza para ver al protagonista del inoportuno encuentro, reconoció al villano que lo había atacado ya dos veces, el que había quedado vivo. Sintió la adrenalina fluir rapidamente por su cuerpo, encendiéndolo como una antorcha. Atinó a tomar una piedra, de mediano tamaño, del suelo y se preparó para defenderse de aquel hombre, pero escuchó lanzar una exclamación a Juana y a una voz conocida que lo detuvo:
- ¡Alto ahí! Muchacho. -
El joven giró para ver quien era el emisor de la orden. Una mezcla de sorpresa, miedo e impotencia lo invadió. Abrazando por detrás a la muchacha, con su brazo izquierdo, y apoyando la punta del cuchillo, que tenía en su mano derecha, en su garganta, Ordoño le dijo:
- Mas te vale que no hagas nada alocado o la vida de esta niña se termina aquí. –
Alonso, en una clara señal de obedecer, soltó la piedra que tenía en la mano. En su cabeza empezó a girar un torbellino de pensamientos. Se hacía preguntas acerca del porqué de lo que estaba sucediendo, al tiempo que buscaba alguna solución, para procurar la seguridad de Juana. Nada le resultaba concluyente.
- ¡Vamos a subir todos al carro e irnos hasta mi morada! – Dijo el monje – Cualquier señal de alarma, cualquier intento de huir y ella se muere. – Acotó.
El joven obedeció y se subió al transporte, se sentó y apoyó su espalda contra uno de los laterales. Frente a él hicieron lo mismo Ordoño y la muchacha. Ahora el cuchillo apuntaba al cuerpo de la joven, a la altura de las costillas, medio oculto entre las amplias mangas de la túnica del calatraveño.
El hombretón se sentó en la silla del conductor y obligó al equino a mover sus patas. Las imperfectas ruedas de madera traquetearon sobre el empedrado, al ritmo cadencioso de los cascos del caballo.
- Tenemos mucho de que hablar – Dijo Ordoño seriamente – Hay muchos secretos que debes revelarme. –
Alonso, inmóvil, casi no prestaba atención a las palabras del monje, buscaba la forma de zafar de la situación. Los ojos de Juana, enjuagados en lágrimas, lo miraron como pidiendo alguna explicación acerca de lo que estaba sucediendo. El la observó tratando de tranquilizarla con su mirada.
¿Qué pensará de mí mi niña? ¿Qué soy un villano que oculta algo? Se preguntó. Debo pensar rapidamente y actuar en consecuencia para salir de esta situación, pensó. Pero no halló ninguna solución. Estaban en manos de esos hombres. Miró al hombretón y un sentimiento de odio se apoderó de él, recordó los dos ataques que aquel hombre le había infligido. Esto le generó un nuevo interrogante, como si no tuviera muchos; en el ataque durante el viaje a la ciudad, Ordoño había hecho huir al villano, dándole una zurra ¿Qué los unía ahora? Tampoco encontró respuesta a eso.
El carro subió por una empinada calle, que hizo disminuir el ritmo de avance del caballo y todo lo que acarreaba. La aparente tranquilidad de los pasajeros, generada por la amenaza continua, no despertó ninguna sospecha entre los pocos y ocasionales transeúntes con los que se cruzaron durante el viaje. Doblaron por una calle, que Alonso reconoció como aquella en la que estaba la casa de tres ventanas, en donde había dejado a Ordoño en su primera noche en Toledo. No habían pasado frente a la mezquita de Bib Mardum, el corpulento villano había maniobrado las riendas, como para evitar los lugares con mayor transito de personas.
Una vez detenidos frente a la morada el monje los obligó a bajar, siempre con el filo amenazando a Juana, del carro. Le ordenó al muchacho que ingresara en la casa y se sentara a la mesa. El hombrón encendió una delgada vela, que solo le añadió algo de penumbra a la oscuridad absoluta, la cual abdicó ante la pequeña llama, a su reinado.
- ¡Deberás obedecerme, muchacho! – Dijo Ordoño - Y todo saldrá bien. No tienes porque temer. Si me enseñas los secretos quedarán en libertad. –
A esta altura de los acontecimientos, el joven no tenía dudas acerca de lo que buscaban los dos hombres. Tampoco creía tenerlas con respecto a lo que él haría: no revelaría ninguno de los hechizos.
No serán capaces de hacerle algo malo a alguien tan bello y tan puro como Juana, se consoló. No le importaba en absoluto lo que podrían hacerle a él.
Matarme no es una opción, conmigo moriría lo que buscan, los hechizos, pensó.
El hombretón salió para guardar el carro en el fondo de la casa y encerrar al caballo en un cobertizo. Ordoño se encargó, durante ese tiempo, de atar a Juana con una soga y de amordazarla con un paño de lino retorcido.
- Verás hijo. – Dijo mintiendo el monje. – Lejos está de mí la intención de hacerles daño. He compartido una travesía contigo y has conquistado mi aprecio; pero mi misión es primordial y debo obtener tus secretos, cueste lo que cueste. De manera que no me obligues a hacer lo que no deseo. –
A Alonso lo perturbó la amenaza, lo miró sin asentir, ni negar. Mas bien su mirada hacia Ordoño era de odio. Veía a su amada sollozar, inmovilizada y dolorida, y eso acrecentó ese sentimiento hacia el monje. Volvió a pensar en como encontrar una salida, pero de nuevo no encontró respuesta. Evaluó las posibilidades de salvación externa. A esta altura Ximénez, preocupado por la ausencia de Juana, habría, si su mente funcionara bajo los axiomas de la lógica, interrogado a Guillermo. Este también estaría preocupado ¿Qué podrían hacer? Ir al río, que fue el último lugar en el que el talavero los vio. Quizás, a regañadientes de su amigo, podrían pasar por lo de Osenda para enterarse si ella sabía algo. Cuando hubieran recorrido todo el camino hacia el Tajo y no los hallaran ¿Qué podrían hacer? Encontrar algún testigo, que recordara haberlos visto pasar en el carro, sería una absoluta casualidad, muy poco probable. Él tampoco había descrito el lugar de residencia de Ordoño, de nada serviría si a alguno de los dos supuestos buscadores, se le ocurriera la posibilidad de que allí estuvieran. Estamos perdidos, pensó.
- Aquí tienes pluma y papel ¡Escribe los hechizos que leíste en aquel libro! Dijo el calatraveño enojado.
¿Cómo sabía, aquel hombre, lo que él había leído en la cabaña del herrero? Se preguntaba ¿Lo habría descubierto y delatado aquel? ¿Con qué intención?
Las dudas lo inundaban, una vez más asediaban sus pensamientos ¿Qué sucedería si, como tenía pensado hacerlo, se negaba a escribir los poderosos hechizos?
El hombretón ingresó por una puerta trasera, miró al monje y le dijo:
- ¿Ha dicho algo?
- ¡No!
Con una manaza, que parecía un pulpo retacón, dio un golpe de plano en la nuca del muchacho.
- ¡Habla, mierda! Lo reprendió.
Ordoño mantenía el puñal amenazador en su diestra, aunque no tan cerca de Juana como antes. La muchacha tenía los ojos rojos por el llanto. De tanto en tanto intentaba, en vano, decir algo.
- ¡Escribe! – Le ordenó el monje acercando un poco más el papel hacia las manos del muchacho.
Este permaneció inmóvil.
- ¡Hazlo! Gritó. Y le asestó un golpe, con el mango del cuchillo, en la cara.
Un pequeño hilo de sangre brotó de su nariz. Juana lanzó un atenuado grito a través de la mordaza. Alonso pareció caerse de la silla, pero logró enderezarse nuevamente. Nada en la vida le había producido tantos magullones como el haber leído aquel libro. Con un rabioso manotazo arrojó los papeles al suelo.
- ¡Estúpido mudo! – Dijo Ordoño – No sabes de lo que somos capaces. –
Levantó su mano amenazadoramente hacia el muchacho, pero contuvo la intención de golpearlo. Recogió los papeles, los colocó en su antigua ubicación, sobre la mesa y tomando a la joven por la cabeza, apoyó la punta del cuchillo en su cuello, formándole un hoyuelo en él.
- ¡Hazlo de una vez! ¡Escríbelos! - Dijo, enérgicamente, el ruin clérigo.
Alonso cayó victima de una de las disyuntivas más perturbadoras de la vida ¿Haría lo que es correcto o lo que deseaba? Sabía que sería terrible develar sus poderosos secretos a tan malévolas personas, pero no podría vivir sin su Juana y, peor aún, sabiendo que él habría podido evitar su muerte. Estaba en una de esas situaciones en las que cualquier decisión es mala. Sabía que al entregarle sus secretos a estos malos hombres, ellos los matarían, para no dejar evidencias. Aunque se auto engañaba acerca de esto último.
La dilación, a veces, genera más oportunidades, pensó.
Tomó un papel con una mano, la pluma con la otra y supo que debía tomar una decisión.
En ese momento solo le importó una cosa: Juana.
Ohh que historia mas bonita y me engancho, voy a leer los otros capitulos para enterarme bien de lo que es porque este capitulo me agrado la historia.
ResponderEliminarPrimavera
Ser el guardian de tamaño secreto le ha aportado a Alonso más daños que bienes. El PODER que esconden los hechizos es un tesoro al que no renunciarán por nada quienes ansían poseerlo.
ResponderEliminarEl amor, sim embargo es el poder más poderoso.
Nos dejas en la intriga en medio de la angustia.
¿No podría Alonso escribir MAL los hechizos? ¿No podría ser que éstos únicamete funcionaran si los pronunciaba alguien puro y en cambio perjudicaran la maldad? Ayyyy, sácanos de la incertidumbre, amigo Gambetas.
Estoy repasando Troya, te la envio hoy o mañana.
Nota: me sonó rara esta palabra;"salvataje", no es muy común por aquí, y se parece a "salvación o salvamento" Muy divertida:"pulpo retacón"
Besitooos muchos amigo, me tienes enganchada.
Interesante dilema al que se enfrenta el personaje. Veremos cómo sigue la historia.
ResponderEliminarSaludos.