miércoles, 31 de agosto de 2011

una convocatoria literaria. este jueves un relato:"VAMOS A DESCRIBIR"



Al otoño

El otoño arribó con sus congojas,
con sus grises celajes, su manera
de cubrir a las tardes con la seda,
que de tibios minutos las despoja.

Y ningún gajo podrá ya asir las hojas
que el impío les roba a la arboleda,
dejándolas sin vida y en la acera,
a algunas amarillas y, a otras, rojas.

El viento mecerá las cicatrices
de hierbas despojadas de su verde
y las aves serán menos felices.

Tal vez cuando se vaya yo recuerde,
que para tener fuertes las raíces,
hay que dejar volar lo que se pierde




Se sigue describiendo en

lunes, 29 de agosto de 2011

Capítulo LV (Final)


La mañana que cubría con un cielo de un celeste perfecto a Torreorgaz, era luminosa, templada y llena de vida, por lo que las plantas que podían hacerlo, aprovechaban para lucir sus flores, sobre todo las genistas, que mostraban el amarillo de las suyas vanidosamente.
Alonso envió más aire a la fragua, utilizando el fuelle, hasta que el trozo de metal que en ella había adquirió el mismo color que el fuego que lo rodeaba. Tomó el objeto candente con una pinza, lo depositó sobre el yunque y, mediante precisos y potentes martillazos, comenzó a estirarlo y a darle la forma que él buscaba. Muy pronto, ese pedazo casi amorfo de acero, se transformaría en un precioso cuchillo, que nada tendría que envidiarle a cualquiera de los mejores que se fabricaban en Toledo. Había aprendido muy bien el oficio cuando ayudó a Onofre y, el tiempo y la experiencia, lo habían transformado en el mejor herrero de los llanos de Cáceres, desde toda la comarca venía gente a encargarle trabajos.
Aunque pobladas de arrugas, las manos del argandeño aún conservaban su fuerza y su habilidad. Colocó la pieza que estaba trabajando nuevamente en la fragua, para hacerle recuperar el color y la temperatura anterior. Levantó la mirada y, a través del portón abierto de la herrería, vio que se acercaba, desde el antiguo jardín, Julieta. La niña, como lo hacía casi todos los días, había ido a llevar alguna flor al sitio donde yacía enterrado, desde hacía ocho años, el cuerpo de Ximénez.
La muchachita, con la misma mirada tierna que llevaba portando durante un poco más de quince Marzos, ingresó sonriente al taller y todo a su alrededor pareció danzar a su paso, para la vista de su padre. Era el vivo retrato de su Juana, tenía sus mismos ojos verdes y su misma belleza.
- Ya va a ser hora de comer, padre.- Le dijo con su voz de miel.
- ¡Avísale a tus hermanos que se preparen para ello, entonces!- Contestó Alonso, mientras volvía a retirar el metal de la fragua.
La chiquilla se adelantó dando un par de saltitos, abrazó a su padre por el cuello, le dio un beso en su mejilla y acarició sus numerosas canas. Esto hizo que a Alonso se le cayera el hierro, antes de haberlo podido depositar sobre el yunque.
- ¡Mira lo que has hecho! ¡Vete de aquí!- Le dijo a su hija, fingiendo enojo.
La jovencita, como huyendo de un castigo que nunca recibiría, salió corriendo del lugar.
El hombre, con una amplia sonrisa, recogió el metal del suelo y lo puso, nuevamente, entre las llamas. Adoraba a la niña. Al rato escuchó a Juana llamando para el almuerzo. Se lavó las manos y la cara, y se dirigió hacia la cocina.
La mujer, apenas un poco más gruesa que antaño, aún conservaba la figura y la belleza que poseía cuando era joven, aunque delataba que hacía tiempo que ya no lo era, el ceniciento manto sobre su cabeza y más de una arruga en su rostro.
Cuando el hombre entró a la cocina, los pequeños Tiago y Guillermo, jugaban de manos produciendo un gran alboroto. Alonso llamó la atención a los niños, los que obedecieron inmediatamente y se quedaron sentados en calma.
Al rato, una vez terminado el almuerzo, se hallaba acostado en su catre, intentando dormir un poco, evitando así trabajar durante los calores de la siesta y recuperar fuerzas para volver a hacerlo durante la tarde. De repente, una serie de síntomas en él, le anunciaron un mensaje. Sintió palpitaciones, un sudor frío y lo invadieron pensamientos que le produjeron ansiedad.
- ¡Juana, Juana!- Le dijo a su mujer, quien descansaba a su lado.
- ¿Qué ocurre?- Preguntó ella.
- Deberé marcharme nuevamente.- Contestó él.- He recibido el llamado, alguien debe haber encontrado “el libro”.-
La mujer no respondió, sabía, desde aquel momento en que Alonso había escrito su ejemplar y se había ausentado durante muchos días, para ocultarlo en algún lugar de la sierra Madrana, que alguna vez este día llegaría y debería marcharse nuevamente, para encontrar a su sucesor. Simplemente, por toda respuesta, le acarició el pelo y lo besó en la frente.
Al día siguiente, muy temprano en la mañana, Alonso se despidió de su familia.
- ¡Cuídate!- Le dijo Juana mientras lo hacía.
- ¡Volveré!- Prometió él.
Evitando que la situación fuera más dolorosa emprendió, rapidamente, su camino hacia el sudeste.
No sabía concretamente a donde debería dirigirse, pero algo intuitivo lo hacía elegir entre un camino y otro. Avanzó durante varias jornadas tratando de que las noches lo sorprendieran en algún lugar en el que hubiera una posada. Dinero no le faltaba para pagar por albergue y sus huesos estaban demasiado viejos para la intemperie. Así fue que se hospedó en Almoharín, Villanueva de la Serena, Castruela y otros poblados. En cada uno de los lugares donde estuvo, por su locuacidad, su incesante conversación y su buen humor, dejó amigos; se sentía feliz por estar cumpliendo su última misión. En alguno de ellos solucionó distintos problemas, mediante alguno de los hechizos.
La soledad del viaje le permitió recordar y reflexionar sobre muchos de los sucesos de su vida. Estaba satisfecho con ella. El don que se le concedió, que en un principio le pareció una carga y un exceso de responsabilidad, finalmente terminó dándole un sentido importante a su vida. Había hecho mucho el bien durante ella, por lo que se sentía tranquilo con su consciencia, al saber que había aportado al equilibrio cuantas veces pudo. Sentía que la vida lo había premiado.
Todos en algún momento debemos hacer un balance, pensó. Al hacer el suyo, mientras avanzaba por las tierras de Hinojosa del Duque, una lágrima de alegría rodó por su mejilla. Aunque había tenido que abandonar su vocación, dejando para siempre los libros de Toledo, su trabajo no le disgustaba y la vida lo había bendecido con el amor de su mujer y de sus tres hijos.
No quiso pensar muchos sobre lo que le depararía el futuro inmediato. Tal vez alguna aventura, con su próximo compañero; quizás. Lo único seguro era que debía encontrar a su sucesor y enseñarle todo acerca de cómo ser un guardián, tal cual Tiago lo había hecho con él. Debería, entre otras cosas, realizarle el ritual de la belladona, para que el legado quedara grabado a fuego en la mente de su discípulo.
Una mañana, luego de varios días de caminata, se encontraba siguiendo el curso del río Guadalínez, bajo la vigilancia, sobre su izquierda, de las alturas de las sierras de Alcudia. Al rodear un pequeño meandro del río divisó, varios metros más adelante, a un muchacho que estaba sentado sobre una piedra. Al ir acercándose, a pesar de los años que habían transcurrido, logró reconocerlo. Sintió al llegar a él, que estaba frente a quien estaba buscando.
Nuevamente los designios de “el libro” vuelven a cruzarme con alguien que habitó en mi pasado, pensó.
El joven, al verlo llegar, no lo reconoció, la memoria de la niñez suele quedar, muchas veces, cubierta por la mayor intensidad de las vivencias posteriores. Se puso de pie, quizás por precaución. El hombre se detuvo frente a él y, con una amplia sonrisa, dijo:
- ¡Buen día! Viajero. Mi nombre es Alonso, de Torreorgaz, voy camino a Córdoba.
Fermín, relajado por la amistosa sonrisa del extraño, mediante señas que el hombre comprendió, le manifestó su incapacidad para hablar y que él también se dirigía a Córdoba.
- No te apenes.- Dijo el anciano.- Me dicen siempre que callo poco pues, entonces, puedo hablar por ti y por mí, si aceptas que te acompañe en la travesía.-
El joven rió calladamente y asintió con la cabeza; tomó su saco y reanudó la caminata con su nuevo compañero.

FIN

domingo, 28 de agosto de 2011

Capítulo LIV


La joven corrió inmediatamente hacia él y, abrazándolo, besó repetidamente casi toda la superficie de su cara, Alonso solamente atinó a expresar lo mismo que ella estaba sintiendo, quedándose inmóvil y derramando esa alegría, en cada una de las lágrimas que vertía.
- ¡Mi amor! ¡Mi amor! Repetía ella emocionada.
Él contrajo su abrazo casi hasta el punto de hacerle daño. Se miraron por un instante a los ojos, con incredulidad, y se besaron apasionadamente, intentando comenzar a recuperar los besos que no se habían dado, durante el tiempo que estuvieron distanciados. Sus piernas se aflojaron, pero ellos se empeñaron en permanecer de pie y lo lograron.
Ximénez apareció desde dentro de la casa y lo vio.
- ¡Muchacho! ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¡Iavolaires!- Dijo acercándose hacia ellos.
¡Iavolaires! Deseó gritar Alonso, pero se contuvo. Demasiada era la emoción del reencuentro como para sumarle, de golpe, la noticia de que poseía habla.
El hombre lo estrechó en un fuerte abrazo, como quien lo haría con un hijo recuperado.
- Ven a la cocina, hay tanto que contarnos.- Le dijo la muchacha, tomándolo del brazo.
Aturdido por la intensidad de la situación, sin que él se diera cuenta, le sirvieron comida, su aspecto demostraba que la necesitaba, y sin pensar en lo que hacía, devoró todo aquello comestible que a su alcance le pusieron. Ximénez y su hijo Bernardo, sonrieron ante esa escena.
Juana lo acribillaba con preguntas que el argandeño, por tener la boca llena y por fingir que aún seguía siendo mudo, no respondía.
- ¿Dónde has estado? ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo nos hallaste?- Fueron algunas de ellas.
Solamente sobre una de estas, mediante el gesto que Alonso hizo como respuesta, le brindó a los presentes la certeza de lo que había sucedido.
- Dónde está el espigado?- Preguntó la muchacha.
La tristeza invadió la habitación.
Siguieron, poco después, con la conversación aunque más calmados. Los hombres de la casa comenzaron a realizar los preparativos para la cena, algunos de los huéspedes llegarían al comedor en cualquier momento. Alonso tomó a su niña del brazo y la invitó a caminar a algún lugar que les pudiera ofrecer intimidad.
- Debo contarte todo.- Dijo ella mientras lo guiaba hacia el fondo del terreno que rodeaba la casa.
- Debo decirte…- Intentó proseguir Juana pero el muchacho la interrumpió posándole su dedo índice sobre sus labios.
- Juana.- Le dijo él casi susurrando.
- ¿Qué..?- Intentó responder ella, truncando su frase voluntariamente.
- Juana.- Repitió él.- ¡Mi Juana!-
La joven, como petrificada, clavó su mirada en los ojos de él, con incredulidad, con sorpresa, con alegría y con lágrimas.
- ¿Pue… puedes hablar?- Logró preguntar.
Alonso, llorando de alegría también, le respondió:
- Si, te contaré.-
Se sentaron sobre un grueso tronco caído y hablaron. Ya estaba recién comenzada la noche cuando iniciaron la conversación; el final de ella, los encontraría casi al iniciarse el nuevo amanecer.
Alonso le contó todo lo que había vivido en sus viajes; le habló de Tiago y su hechizo que le devolvió el habla, de Flair y su maldad. De Aurora, Manuel y de su amor. Esa fue la parte de la historia que más le gustó a la muchacha, quien deseó conocer a la pareja.
El joven no dejó detalle sin contar. Ella, por momentos, con incredulidad y alegría, tomaba consciencia de la novedad y disfrutaba de la voz de su hombre. Alonso le habló, también, sobre la desgracia sucedida cerca de la torre de Don Pero Xil. Pedro el grullo, Simón, la misión, los calatraveños, todo estuvo en su largo relato. Cuando el muchacho mencionó a estos últimos, Juana lo interrumpió:
- ¿Cómo eran ellos?-
Alonso describió el aspecto de sus dos últimos atacantes.
- Uno se llamaba Blas.- Concluyó.
- Fueron ellos.- Dijo con pena la muchacha.
- Fueron ellos ¿Qué?- Preguntó él.
Como si hubieran acordado un orden en los relatos, fue ahora Juana la que comenzó a contar lo sucedido durante la ausencia del traductor.
- Pocos días después de que te marcharas con Tiago.- Comenzó su cuento la joven.- Los hombres llegaron a la posada.
- ¿Qué hombres?- Preguntó Alonso.
Juana hizo una pausa mirándolo a los ojos embelezada, aún no terminaba de asimilar que su amado pudiera hablar y que su voz le resultara tan dulce.
- ¿Qué hombres? – Volvió a preguntar el muchacho con impaciencia y enojo.
La niña, sonriendo ante la ofuscación de él, extendió por unos instantes más, a propósito, su silenció. Él le dio un pellizco en el brazo, suave y cómplice.
- ¡Auch!- Dijo exagerando la niña.
- ¡Anda, continúa!- Ordenó él.
Retomando la seriedad en su relato, ella siguió:
- Los hombres que describiste, los que te atacaron. Llegaron de noche, negociaron su estadía con mi padre y luego entraron a la posada. Durante la cena hicieron algo que a todos nos generó cierta intranquilidad.-
- ¿Quiénes eran todos?- Preguntó el muchacho.
- Mi padre, Guillermo y yo.- Respondió ella.- Con tu ida y la de Tiago ya no quedaron huéspedes en la posada.
Alonso tuvo el impulso de preguntar por su amigo, pero la niña prosiguió con el relato sin hacer ninguna pausa, por lo que él le dio cabida a su paciencia y siguió escuchando. Ya llegaría la parte en la que Juana hablara sobre el talavero.
- Los hombres.- Continuó ella.- Depositaron, mientras comían, sus espadas sobre la mesa, de manera más amenazante que descortés. Cuando la cena estaba terminando, Guillermo intuyó algo malo y, con sus ojos mirando sus espadas y la puerta alternativamente, me dio a entender que fuera a pedir ayuda. Me dirigí a la cocina, disimuladamente, y cuando estaba por salir al patio, por la puerta lateral, uno de los hombres apareció desde afuera, se atravesó en mi camino y me obligó a volver al comedor.-
- ¿Y qué pasó?- Interrogó con demasiada impaciencia Alonso.
La joven sintió el impulso de volver a hacer una pausa, para fomentar el enojo de este, pero por la importancia de lo que estaba contando, se apiadó de él, descartó la idea y continuó:
- Cuando todos estuvimos en el lugar, empuñando amenazadoramente sus espadas, comenzaron a interrogarnos acerca de ti. No te nombraban, pero las referencias que daban no conducían a ninguna otra persona. Querían saber a donde te habías ido. Mi padre temió por mi vida y les mintió, les dijo que te habías marchado a refugiarte a Nambroca.-
- ¿Por qué les mencionó un lugar tan cerca de Toledo? Preguntó el muchacho.
- Luego nos explicó eso.- Contestó Juana.- Mi padre dijo que si les hubiera dicho uno muy lejano, nos habrían matado allí mismo, pero como el sitio estaba a poco menos de un día de viaje, ellos evaluarían la posibilidad de ir a comprobar la veracidad de lo contado y, de no ser así, podrían volver rapidamente a buscar la respuesta correcta.
- Astuto Ximénez.- Acotó Alonso.
- Si, y así sucedió.- Dijo Juana.- Los hombres creyeron la historia de mi padre y partieron a buscarte, pero prometieron que si no te hallaban allí, volverían y me matarían.-
Al muchacho le produjo un repentino estremecimiento la idea.
- Al día siguiente.- Continuó ella, llegando al final del relato.- Partimos los tres hacia acá, a lo de mi hermano. En el camino Guillermo, al ver que estábamos lejos del peligro, decidió quedarse en Talavera. Dijo que permanecería allí el tiempo que le pareciera prudente y luego volvería a Toledo y a la escuela.-
Esto último tranquilizo a Alonso, su amigo se encontraba bien. También le generó serenidad, saber que los hombres que habían amenazado a Juana y lo buscaban a él, estaban muertos y que nadie sabía que se hallaban en Cáceres. Se encontraban a salvo. Quizás hayan llegado, por fin, mis días de paz, pensó.
Se sintió satisfecho con lo narrado por la niña y, si bien le hubiera gustado ahondar en algunos detalles, supo que le quedaba mucho tiempo por delante, junto a ella, para hacerlo.
Después de hablar tanto, continuaron pasando la noche entre besos, caricias y palabras dulces. Muy entrada ella, Ximénez los interrumpió.
- Veo que las costumbres no han cambiado.- Dijo.- A dormir que ya casi no queda ninguna estrella para apagar ¡Iavolaires!-
Luego de ello, los tres se marcharon a descansar, cada uno a su catre. Quien sabe si a la pareja, la felicidad, les permitiría dormir.

Capítulo LIII


- ¿Cómo has llegado aquí?- Preguntó Alonso.
- Ya te diré- Fue la respuesta de Simón, sabiendo que tendrían tiempo para explicaciones mutuas - ¿Te encuentras bien?- Preguntó a continuación, casi como un formalismo, la evidencia del estado del muchacho estaba ante sus ojos.
- ¡Mi brazo!- Solo atinó a decir el joven, dirigiendo su mirada hacia la lastimadura de este.
El hombre, inesperadamente para Alonso, posó su mano sobre la herida y dijo:
- Haraneo Atsa.-
El dolor en la extremidad del muchacho cedió y, al mismo tiempo, regresó su movilidad.
- ¡Pero! ¿Cómo?- Fue lo único que se le ocurrió decir.
- ¡Levántate!- Le dijo el hombre ofreciéndole la mano para ayudarlo.
- ¿Cómo puede ser?- Volvió a interrogar Alonso tratando de develar su intriga.
- Ya te contaré.- Contestó Simón.- ¿No tienes una misión que realizar?- Le preguntó ironicamente.
El muchacho entendió el mensaje y recordó la importancia de lo que debía hacer. Se dirigió junto al cuerpo de uno de los caídos y tomó “el libro”. Luego recolectó unas ramas secas y las encendió mediante el hechizo. Sabía que no necesitaba ocultarlo. Cuando las llamas fueron lo suficientemente grandes, arrojó el volumen en ellas, lo que no hizo más que acrecentarlas. Las hojas manuscritas se fueron consumiendo, a medida que el humo que producían se iba elevando.
- ¡Bien hijo! Has cumplido y yo también.- Le dijo Simón.
- ¿De qué se trata todo esto?- Preguntó Alonso, consciente de que el caballero era otro guardián, pero de que le faltaba una parte de la historia.
- Debes saber.- Le contestó el hombre.- El día que me hallaron con tu compañero, luego del ataque que me propinaran Rodríguez y sus hombres, supe que ustedes eran guardianes por la forma con la que me habían curado, pero no me pareció conveniente decirles que yo también lo era, mi mentor me había dado recomendaciones expresas acerca de eso.
El muchacho asintió con la cabeza y continuó escuchándolo con total atención.
- Lo que ocurrió hoy.- Prosiguió él.- Pensé que nada tendría que ver con aquello, pero ahora veo que si.-
- ¿Y cómo es qué has venido?- Dijo impaciente Alonso.
- Después de haber estado con el infante y haber recibido el informe de Manuel, acerca de los nobles rebelados, me llegó el impulso de escribir “el libro” que había leído una vez en Jaén, cuando aún era mudo; supe que era mi momento de hacerlo.
A Alonso no le sorprendió esta parte de la historia, ya comprendía como funcionaban los destinos de los herederos de Akunarsche.
- Cuando lo estaba haciendo.- Continuó Simón.- De mi pluma surgieron palabras que no provenían de mi voluntad.-
- ¿Qué decían?- Peguntaron las ansias del argandeño.
Como poseído por su relato y respondiendo, inevitablemente, la pregunta del joven, el guardián mayor prosiguió:
- Comencé a redactar en las hojas, órdenes para cumplir una misión. Escribí que debería acudir a las cuevas del águila, en las arenas de San Pedro, para ayudar a otro guardián a recuperar un ejemplar huérfano, el cual él debía destruir. Nunca me hubiera imaginado que serías tú. No te reconocí cuando llegué, pero al ver a los calatraveños sometiéndote, me di cuenta que era la situación que venía a enfrentar y ataqué.
El joven lo miró perplejo, eran muy entramados los designios de “el libro”. Él, previamente, había salvado a aquel hombre, al cual no le había brindado mucha consideración, en principio, y ahora era este quien lo rescataba y le permitía cumplir con su misión.
- ¡Gracias!- Atinó a decir, simplemente, el muchacho.
- Y yo debo decirte, gracias a ti.- Respondió Simón.- Quizás ambos deberíamos no agradecer o hacerlo eternamente ¿Quién sabe?- Concluyó.
- ¿Qué harás ahora?- Preguntó Alonso.
- Debo partir ya. Siento otro llamado en este momento. Dejarte solo no revestirá ningún peligro, ahora.
- Pues, entonces, ve hacia él.- Dijo el muchacho.
Simón estrechó su mano con la del joven, con algo de melancolía, intuía que nunca más se verían, y montó en su caballo, haciéndolo girar y lanzándolo al galope.
- ¡Qué tengas una buena vida ¡Iavolaires!- Gritó mientras se marchaba.
Al joven el corazón le dio un brinco al escucharlo ¿Iavolaires? Pensó ¡Dijo iavolaires!
Comenzó a correr detrás del jinete gritando:
- ¡Simón! ¡Simón!-
De casualidad el noble, a pesar del trepidar de los cascos de su caballo, pudo escuchar los gritos del muchacho. Tiró de las riendas hacia atrás y, pocos metros más adelante, el corcel se detuvo.
- ¿Qué sucede, hijo?-
- ¿Qué has dicho?- Preguntó el joven.
- ¿Qué he dicho, de qué?- Fue la respuesta con intriga de Simón.
- Lo último que has dicho ¿Qué es?- Interrogó con impaciencia Alonso.
El jinete pensó durante un instante y luego, extrañado, dijo:
- Que tengas una buena vida, te he deseado.-
- ¡No, no!- Exclamó el joven- ¡Lo último! ¡Lo último!-
- ¿Lo último?- Se preguntó a sí mismo Simón- ¿Iavolaires?- Dijo.
- ¡Si, si, iavolaires!- Repitió Alonso con una sonrisa, casi más amplia que su cara- ¿Dónde has aprendido esa palabra?-
- ¿Iavolaires?- Volvió a preguntar extrañado, el caballero.- De un hombre que la repetía a menudo, me pareció gracioso y ahora, a veces, la digo yo.
- ¿Qué hombre?- Interrogó el muchacho, de una manera, que le hizo entender al hombre que no se trataba de una banalidad.
- No se como se llamaba. Lo conocí en Cáceres, lo vi solo una noche.
- ¿En Cáceres?- Dijo Alonso, como si no creyera que estaba ante una pista acerca del paradero de su Juana.
- ¡Si! En Cáceres.- Contestó el hombre con algo de fastidio, por no comprender la naturaleza del interrogatorio.- Lo decía el padre de un posadero, dueño de un mesón en el que pasé una noche. No se que quieres saber, muchacho ¿Qué te traes con esto?-
- Es… Es importante para mí ¿Dónde está el mesón?- Respondió el joven.
- Entrando por la puerta de Coria y luego pasando las juderías, al llegar al lugar de los castellanos, ahí se encuentra, en el barrio de Santa María.- Explicó Simón- ¿Has terminado con tus dudas? ¿Puedo marcharme?-
Al joven le quedaba, todavía, una pregunta más en su saco.
- ¿Cómo se llamaba?-
- No se su nombre, nunca lo pregunté ni me lo dijo ¿Estás satisfecho?- Respondió severamente Simón.
- ¡Si, si, gracias!- Dijo feliz el muchacho.
El hombre volvió a hacer girar su caballo y se alejó al trotecito.
Alonso no podía creer lo sucedido, su vida había sido salvada nuevamente y, esta vez, por partida doble. Simón le había evitado la muerte, por un lado, de las manos de los malignos y, lo que era más importante para él, por el dato que acababa de brindarle
¡Iavolaires! ¿Quién otro podría decir eso, que no fuese Ximénez? Pensó.
De repente todo le cerró, en su cabeza, completamente. Cáceres ¿Cómo no se le había ocurrido? Recordó aquella tarde en la que murió de celos, al ver a Juana con otro hombre en la puerta de la posada, y la explicación que le dio Guillermo acerca de quien se trataba. Era el hermano de la niña, el cual vivía en Cáceres ¿Cómo no había recordado aquello antes? Si Juana y Ximénez habían dejado Toledo, uno de los lugares posibles a los podrían haber ido era allí, a lo de su familiar más cercano.
Se puso en movimiento, sin que le importara el hambre que tenía, ni las manchas de sangre de sus ropas, ni los cuerpos tirados en el suelo de los malos hombres. Tomó dirección hacia el sudoeste; el Tajo parecía ser siempre su destino final.
Durante la travesía, se puso a pensar en los caminos por los que había transitado su vida en los últimos tiempos, y como ellos se habían entrecruzado con los de otras personas. Sobre como cosas que parecían malas en un comienzo, luego resultaron ser buenas y viceversa.
¿Sería “el libro” el gestor de todo, absolutamente todo, aquello? Se preguntó.
Tiago había resucitado a Flaír, y este luego lo mató, en un acto que parecía ser totalmente nefasto, pero su muerte impidió que viviera, sabiendo que toda su familia no existía más, sufriendo un dolor eterno. Analizó como él mismo había salvado a Simón y luego este lo hizo con él, permitiéndole cumplir su misión. Su vida, últimamente, había tenido complejas idas y venidas ¿Qué otras coincidencias encontraría más adelante? ¿Qué otros reencuentros con personas que había conocido en el pasado? Finalmente, concluyó que sería mejor no pensar más en ello y aceptar que los hechos futuros fluyeran hacia él, sin analizarlos previamente.
Avanzó a paso firme durante dos días y descansó tres noches, sobreviviendo tal cual había aprendido a hacerlo, desde hacía unos meses. Cruzó el Tajo por un puente que atravesaba sus atronadoras aguas, a la altura de Torrejón y siguió su camino. A mitad de una tarde, divisó la ciudad en la cima de un cerro. Un rato después ingresaba en ella por la puerta de Coria. Recorrió el camino que le había indicado el noble y, al llegar al barrio de Santa María, comenzó a interrogar a quien se le cruzase en su camino, acerca de Ximénez y su hijo. Quizás fuera por la no muy antigua permanencia del primero allí y porque el segundo tendría un nombre diferente, que nadie pudo darle una respuesta. Finalmente, una anciana que parecía haber nacido con la ciudad y saber todo acerca de ella, le indicó un lugar en donde le parecía que vivía, desde hacía poco, un tal Ximénez.
- Dos calles hacia abajo y una a la izquierda.- Le dijo.
A pesar del cansancio que estaba sufriendo, por los días de caminata realizados, Alonso recorrió el camino que la mujer le indicó, al principio dando largos pasos y luego corriendo. Cuando llegó al lugar, encontró un caserón en cuya planta alta se adivinaban las habitaciones y, en la baja, los animales comían en un corral. Entró en el patio agitado por el esfuerzo realizado. Lo primero que vio fue a una vaca que, sacando su cabeza del heno, lo miró desde la perfecta redondez de sus ojos de sorpresa. Lo segundo, al recorrer el lugar con la mirada, fue el aljibe y, al lado de él, divisó lo tercero, lo que había venido a buscar.
Sosteniendo un cubo de agua, bajo se negra y lacia cabellera, y luciendo la maravillosa luz en sus ojos verdes de siempre, estaba su Juana.
Su corazón comenzó a galopar desenfrenadamente y un cosquilleo invadió su estómago. No se animó a decirle nada, la última vez que había estado con ella era mudo, solamente atinó a avanzar a su encuentro, aún con cierto dejo de incredulidad.
Cuando la muchacha, abandonando la concentración sobre lo que estaba realizando, lo vio, el cubo cayó al suelo al unísono con el grito que ella dio.

Capítulo LII


Trepar por la montaña le demandó mucho esfuerzo, la ladera era bastante empinada y, en algunos sectores, presentaba pequeñas paredes rocosas, las cuales tuvo que escalar. Finalmente llegó al lugar de donde emanaba la fugaz nube. Se trataba de un hueco, de no más de setenta centímetros de diámetro, profundo y oscuro. Podría ser la madriguera de algún animal, pensó en un principio, pero el sentido común le hizo ver que la emanación de vapor, evidenciaba que se trataba de algo diferente a aquello.
Tomó un palo grueso y seco que encontró, al cual utilizaría como antorcha en caso que lo necesitara, y se introdujo en el agujero. Debió arrastrarse por él, en la oscuridad total, por un largo trecho, cincuenta metros o más, quizás. Finalmente llegó hasta donde el conducto desembocaba en una galería, que le ofreció el espacio suficiente como para ponerse de pie. Tomó la punta de la rama que llevaba consigo y dijo: “Clesanaldame senín”, al tiempo que quitaba rapidamente la mano de ella, para no quemársela con la repentina llama que se produjo.
El espectáculo que el lugar, iluminado por el fuego, le brindó, le resultó impactante. Parecía como si todo lo que allí había, hubiera sido construido con la cera derretida de numerosas velas.
El sitio era un amplio salón, en el cual pendían del techo cientos de estalactitas, ninguna igual a otra, que combinaban el blanco, con el rosado y el tornasol, creando un espectáculo lumínico maravilloso. Del piso se elevaban, como un reflejo de las superiores, otras tantas piedras, redondeadas y terminadas en punta, que parecían como si al lugar le hubieran clavado enormes puñales, desde el centro de la tierra.
Alonso quedó anonadado ante la belleza de las formas y el silencio que ocupaba el sitio. Solamente el crepitar de las llamas y su respiración, eran los únicos sonidos que se podían escuchar.
¿Dónde se hallará el libro? Pensó, cuando logró salir del encanto. Las posibilidades eran muchas. Decidió realizar una búsqueda siguiendo un patrón sistemático. Comenzaría a recorrer el lugar, partiendo desde su derecha y avanzando copiando el recorrido de la pared, evitando así revisar más de una vez un mismo sitio. Las formaciones rocosas eran muchas y los recovecos que había numerosos. Aunque eso no desanimó al muchacho. Algunas de las piedras poseían formas que se asemejaban a algún objeto u otra cosa existente. Lo primero que halló, que le pareció referencial, fue una formación que parecía una tortuga y, un poco más adelante, otra que aparentaba ser un águila.
El joven revisó minuciosamente detrás de cada una de ellas, sin lograr encontrar lo que buscaba. Al cabo de un rato de permanecer en la cueva, comenzó a sentirse sofocado, si bien la temperatura era templada, la gran humedad del ambiente lo hacía menos tolerable. Cuando llegó a una piedra que parecía la estatua de una virgen, decidió tomarla como referencia, para luego seguir la búsqueda desde allí, y salir a la superficie a tomar aire puro para recuperarse. Volvió a recorrer el túnel estrecho, hasta que se halló, nuevamente, fuera de él. Respiro durante un largo rato la pureza y la frescura del aire de la montaña y luego ingresó otra vez en la cueva, no sin antes haber recogido una nueva rama, ya que la anterior había sido consumida, casi totalmente, por las llamas.
Una vez adentro, retomó la búsqueda desde el lugar en la que la había abandonado; desde la virgen. Varias fueron las formas que lo siguieron sorprendiendo durante se avance, una semejante a un ramo de azahar, se destacó entre otras, pero el manuscrito seguía sin aparecer. Cuando se encontró con una columna partida casi había culminado, infructuosamente, la inspección.
Hallar la cueva resultó difícil, sería imposible que, además, el libro estuviera demasiado oculto en ella. Nadie podría encontrarlo jamás, pensó.
Cuando llegó nuevamente al conducto de entrada, decidió volver a salir a tomar aire de nuevo. Regresaría luego a buscar el libro en los sitios que le parecieron menos apropiados para esconderlo, tales como algunos lugares húmedos que vio u otros que, por su difícil accesibilidad se le ocurrieron poco probables.
Mientras recorría el camino hacia fuera, algo no le cerraba del todo en su cabeza, le resultaba increíble que el guardián que había escrito el libro, lo escondiera de una forma casi imposible de encontrar, aún sabiendo, quien lo buscara, que este se encontraba en el lugar.
¿Lo habría hallado alguien antes? ¿Habría llegado tarde? Se preguntó con preocupación.
Cuando vislumbró la claridad de la salida, comenzó a sentir el alivio de respirar el aire exterior, pero al asomar la cabeza por el hueco, su sorpresa fue mayúscula.
Unos pocos metros más abajo, en la ladera del cerro, un hombre se encontraba de pie, como esperando su salida de la cueva.
Esto, de por sí le resultó alarmante, pero lo que más le preocupó fue el atuendo que este vestía, una túnica blanca con una cruz flordelisada negra.
¡Un calatraveño! Pensó preocupado, no porque el muchacho sintiera algo en contra de la orden, sino que recordó las malas experiencias que vivió, con algunos malignos infiltrados en ella.
¿Si fueran hombres de Ordoño sedientos de venganza? Se preguntó alarmado.
Algunas de sus sospechas se volvieron realidad, cuando escuchó una voz que provenía de un lugar muy cercano, por encima de él.
- ¿Buscas esto, quizás?-
Alonso giró la cabeza hacia atrás y vio a otro calatraveño, por arriba del hueco a través del cual estaba emergiendo de la cueva, quien, en cuclillas, le mostraba un libro que tenía en sus manos.
La indecisión lo invadió por un instante ¿Qué haría? Supo de inmediato que estaba en peligro y tuvo el impulso de volver a introducirse en la cueva, por ese tonto pensamiento que lleva a uno a creer que estando encerrado se está protegido. De inmediato descartó la idea, sería una estupidez, quedaría atrapado dentro de ella, sin ninguna posibilidad de escape.
Decidió ponerse de pie y simular que carecía de habla; su cicatriz y su experiencia en ello lo ayudarían a hacerlo.
- Nos vas a decir que secreto posee esto.- Le dijo el calatraveño que estaba detrás de él, refiriéndose al libro.
Alonso hizo evidentes señas de que no podía hablar.
Empuñando su imponente espada el monje dijo:
- ¡Ah! ¿Eres mudo como el anterior? Espero que no nos obligues a hacerte correr su misma suerte.-
Esto aterró al muchacho ¿Qué habrían hecho estos hombres? Los pensamientos se le abalanzaron en su cabeza. De alguna manera, así como Ordoño había dado con él, los dos hombres debían haber encontrado al guardián, destinado para este ejemplar de “el libro”, y lo ejecutaron, tratando de que les develara el secreto. No le cupieron casi dudas acerca de ello.
- Nos acompañarás abajo, mudito, y allí de alguna forma nos hablarás.- Dijo el otro hombre, asestándole un golpe de plano con la espada, en su espalda.
Alonso no podía creer lo que le estaba sucediendo. En su vida, se había vuelto una constante los ataques hacia él y, si bien se había librado de todos ellos, temía porque la suerte algún día le fuera esquiva y no pudiera sobrevivir. Este podía ser uno de ellos, estaba lejos de cualquier población y frente a dos hombres armados.
Descendieron la pendiente, con el mismo esfuerzo que debieron utilizar para subirla. Cuando estaban llegando al pie de la montaña, pegándole con el puño en su espalda, uno de los hombres le dijo:
- ¡Apúrate!-
El golpe hizo que el muchacho perdiera el equilibrio y que rodara sin control ladera abajo. Luego de unos metros de hacerlo, una gran roca frenó su desenfrenada caída pero al costo de lastimarle, severamente, el brazo izquierdo. Impiadosamente los hombres lo obligaron a levantarse y a continuar avanzando. A duras penas pudo hacerlo, ya no podía aferrarse de nada. Con su brazo derecho solo atinaba a tomarse el izquierdo, el cual estaba prácticamente inutilizado. Tuvo que efectuar un gigantesco autocontrol para no emitir ningún quejido que delatara su falsa mudez.
Cuando llegaron a la base del Romperropas, los calatraveños lo llevaron a una dehesa en la cual se erguían algunos robles y, en menor cantidad, unos alcornoques, haciendo que los lugares sombreados cubrieran mayor superficie que los plenamente iluminados, dándole al sitio, en esa situación, un aspecto algo tenebroso para él. Uno de los hombres volvió a pegarle, obligándolo a que cayera al suelo, de rodillas.
- ¡Sea como sea nos vas a decir como funciona el libro!- Le dijo imperativamente, amenazándolo con su arma.- Haremos hablar a este, Blas.- Acotó, cómplicemente, dirigiéndose a su compañero.
El muchacho volvió a sentirse en una encrucijada como en aquella noche en lo de Ordoño. Sabía de lo que eran capaces estos hombres para conseguir lo que querían, ya lo había sufrido en carne propia. Pero si aquella vez le importó más la vida de Juana que guardar los secretos del libro, ahora no sucedía así. Estaba dispuesto a que lo mataran y a sufrir, previamente, las torturas que seguramente la harían, antes de develarles algo. Decidió permanecer siendo mudo, para ellos.
- ¡Habla, lacra, escribe en la tierra!- Dijo uno.
El joven no se inmutó. Justo cuando el hombre se disponía a golpearlo nuevamente, la suerte comenzó a ponerse de su lado, como las otras veces. Desde atrás de los árboles, un brioso caballo surgió galopando hacia ellos. Sobre él un hombre, blandiendo una larga y pesada espada, gritaba para que dejaran al muchacho en paz.
El primero de los malignos que el jinete halló a su paso, ante lo sorpresivo del ataque, cayó abatido por el filo de la hoja, sin casi haberse dado cuenta de lo que había sucedido. El segundo fue, momentáneamente, más afortunado, logró ponerse en guardia y repeler, en cierta forma, el ataque del caballero. Las espadas chocaron ruidosamente en el aire y el calatraveño, si bien pudo protegerse del embiste, no logro evitar caer al suelo. El caballo siguió trotando la distancia que le llevó a su jinete hacerlo detener. Luego, ante la conducción de este, giró golpeando vigorosamente los cascos sobre la tierra y casi arrastrando sus ancas en ella, realizando una curva muy cerrada, para repetir el ataque. Al segundo calatraveño la arremetida, esta vez, lo encontró no muy bien parado y la espada del hidalgo lo laceró fatalmente.
El muchacho, al principio, observó toda la escena con asombro, el cual se transformó en alivio, al final. El jinete detuvo nuevamente su cabalgadura y, viendo el resultado de la batalla, se apeó de ella y se dirigió hacia Alonso. Al verlo sin el vértigo que le había producido el fragor de la lucha y más de cerca, reconociéndolo y con asombro, le dijo:
- ¡Muchacho!-
- ¡Simón!- Respondió el joven extrañado.

viernes, 26 de agosto de 2011

Capítulo LI


Compadeciéndose de él, los monjes aceptaron que Alonso siguiera durmiendo, hasta bastante después de pasadas las vigilias. Comprendían su necesidad de descanso, debido al cansancio con que había arribado al convento. Cuando el muchacho por fin apareció en el comedor, ya hacía rato que no había nadie en él, tan solo el padre Olmo culminando sus tareas de limpieza del lugar. Este se apiadó de los crujidos de las tripas del joven y le trajo leche, pan y mantequilla. Para el hambre de Alonso, aquello resultó ser un manjar. Mientras comía, en la soledad de la inmensa habitación, reflexionaba acerca de los pasos que debería seguir. Buscar a Juana era lo que deseaba, pero era algo casi imposible de realizar ¿Hacia dónde iría? No tenía ni una sola pista que seguir. Concluyó que lo mejor sería cumplir, primero, su misión en las cuevas del águila y, una vez realizado esto, volver a Toledo. Quizás después de un tiempo ella regresaría a la ciudad. Si esto último no ocurría solo le quedaría soñar con que alguna casualidad lo volviera a reunir con ella. Vagaría por toda Castilla hasta hallarla si fuera necesario.
Esta última posibilidad le produjo un estremecimiento. Sería terrible vivir el resto de su vida sin volver a ver a su Juana, y la posibilidad existía. Prefirió tener fe y ponerse en acción.
Después de culminar su tardío desayuno, regresó a la habitación donde había pernoctado, tomó su saco con sus pocas cosas y se dirigió al despacho de Fray Gerardo. Allí encontró al sacerdote mayor, le explicó que partiría hacia Talavera de la Reina, para comenzar su búsqueda, agradeció las atenciones recibidas y se despidió.
-Ve con Dios, hijo.- Le dijo el fraile.- Regresa pronto.- Agregó.
Cuando atravesó la enorme puerta del cenobio, en sentido contrario al que lo había hecho el día anterior, el sol de la casi primaveral mañana, apenas si logró calentar un poco sus penas.
Recorrió los empedrados calle abajo, cruzó la muralla y, al rato, se encontró junto al Tajo y al puente de Alcántara. Echó una última mirada a la ciudad, aunque le parecía extraño, quizás nunca regresaría allí.
En el aspecto errático de cada vida, ningún mañana puede escribirse por adelantado, pensó.
Continuó caminando persiguiendo el curso del río, como cuando había partido anteriormente, pero esta vez por la margen derecha. Avanzó durante varios días por el pedregoso terreno. Algunas veces se alejaba de las aguas, cuando se le presentaba algún meandro del río, para cruzar de cresta a cresta de este y así acortar camino. Iba como en un trance, prestándole a su entorno, solamente la atención necesaria como para poder caminar. El mundo solamente giraba dentro de su cabeza. Por momentos lo invadía la desesperanza y, con ella, alguna lágrima y, durante otros, la fe le generaba energías para seguir avanzando.
Pasó la mayoría de las noches a la intemperie, solamente con el refugio de alguna pequeña cueva o una gran roca que pudiera hallar para protegerse.
No encontró grandes obstáculos en su camino, solamente cuando debió desviarse hacia el noreste, al toparse con el río Guadarrama, el cual se le presentó imposible de cruzar y debió seguir su curso, aguas arriba, hasta que halló un puente de madera, bastante transitado, sobre el que llegó a la otra orilla.
A medida que se acercaba a Talavera, comenzó a concentrarse más en la misión que le había encomendado “el libro” a través de Manuel ¿Cómo hallaría el ejemplar huérfano? Pero antes ¿Cómo encontraría la cueva donde este estaba? Se preguntaba.
Una vez que lo hallara destruirlo parecía una misión fácil de cumplir. Aunque quien sabe que podría suceder durante eso, desde que lo había encontrado, aquella noche en lo de Onofre, nada había resultado sencillo para él.
Al cabo de algunas jornadas llegó al valle del Tietar, su destino, el cual le ofreció un paisaje poblado de vegetación. Alcornoques, enebros, quejigos, jaras y madroños vieron pasar sus pasos. Hallar las cuevas no le resultaría sencillo, no tenía ninguna pista ni descripción acerca de ellas.
El lugar lo había recibido al mediodía, por lo que decidió parar a descansar un rato a orillas del río. Luego de atrapar, cocinar y comer un pescado, se sentó contra el tronco de un roble, al cual la época del año le había embarazado las yemas con hojas, a dormir.
Como si hubiera deseado que sucediera así, la buena fortuna lo visitó. Al rato de estar descansando, sumido en su siesta, unos ruidos lo despertaron. Un anciano apareció por el camino, avanzando lentamente, conduciendo un carro cargado de heno, tirado por un buey flaco y despeinado.
- ¡Ultreia!- Le dijo el hombre al verlo.
Alonso correspondió el saludo, diciendo “et suseia”, y se puso de pie.
- ¿A dónde llegas, viajero?- Interrogó frenando el avance de su vehículo.
- Debo visitar un lugar.- Respondió el muchacho.
Como el anciano le generó confianza, no dudó en develarle su destino.
- Voy hacia las Arenas de San Pedro, a las cuevas del Águila.-
- ¿Cuevas del Águila?- Preguntó el viejo.- Casi nadie sabe sobre ellas. Salvo que quieras sofocarte, no hay nada interesante allí.-
Eso le indicó a Alonso que el hombre sabía sobre ellas. Pensando rapidamente respondió:
- Debo inhalar su vapor. Me he enfermado en la ciudad y me han dicho que haciéndolo podré curarme completamente.-
El hombre no analizó mucho las razones del muchacho, un poco porque no le interesaban y otro por su corta inteligencia.
- ¿Ves aquella montaña de allí?- Le dijo señalando una de ellas.
- Si.- respondió Alonso.
- Es el Romperropas.- Le dijo.- En él hallarás las cuevas.
El hombre también le explicó por donde podría cruzar el Tietar. El muchacho agradeció las indicaciones, tomó su saco y se despidió, para proseguir su marcha. Ya sabía hacia donde debería ir.
- Espero que encuentres allí tu cura.- Dijo el hombre, al tiempo que azuzó a la bestia, la cual comenzó a caminar al ritmo que pudo.
Luego de atravesar el río, puso dirección hacia el norte. Levantó la mirada y vio las cimas nevadas de las montañas, acariciadas por la panza oscura de algunos nubarrones. No era poca la distancia que lo separaba de ellas, no lograría llegar ese día. Eso no lo desanimó, al contrario, la cercanía del lugar donde cumpliría su misión le generó nuevos ánimos, ya pronto dispondría de todo el tiempo para buscar a su Juana.
La noche lo halló caminando al pie de un peñasco; encontró una pequeña cueva en él y allí decidió pasarla. La fogata que hizo, rutinariamente, le brindó calor y protección, y pudo cocer en ella unas castañas que había recogido en el camino.
La mañana siguiente le fue anunciada por el tempranero trinar de las aves. Se despertó, se puso de pie y entibió su cuerpo, progresivamente, con sus movimientos. Con la vista clavada en su objetivo, avanzó durante toda ella sin detenerse. Los numerosos días de caminata que había vivido últimamente, habían endurecido sus músculos y aumentado su resistencia.
Apenas pasado el mediodía llegó al pie de la montaña que buscaba. No había cuevas visibles en el lugar.
¿Cómo encontrar la entrada? Se preguntó.
Inspeccionó el sitio tratando de hallar indicio de alguna cueva sin poder lograrlo. Se preguntaba si el anciano le habría mentido. Sin perder las esperanzas de encontrar lo que buscaba, caminó por todos lados, hasta que la tarde comenzó a abandonarlo y tuvo que hallar un lugar donde dormir.
Cuando al día siguiente se despertó, el aire matinal estaba frío. Un par de bostezos lo dejaron listo para encarar la jornada. Iba a ponerse en movimiento, cuando algo llamó su atención; a unos trescientos metros de altura, sobre la ladera de la montaña, una pequeña columna de vapor salía de ella y se desvanecía en el aire. Se puso de pie y comenzó a trepar hacia allí.

Capítulo L


Si bien la puerta era de madera, en ella se pudo ver reflejada la desazón de Alonso. El lugar lucía abandonado, la malezas habían crecido sin control a su alrededor, todo lo que le permitió el frío del invierno, y nada evidenciaba que hubiese movimiento en su interior. Empujó la hoja de madera y, conjuntamente con el chirrido, la oscuridad del interior se vio invadida por parte de la claridad de la tarde. No había casi nada adentro de la vivienda, apenas la mesa, uno de los bancos y un cajón vacío; todo cubierto de polvo. Revisó cada una de las habitaciones, sin encontrar más que su decepción entrando y saliendo de ellas.
¡Juana! ¡Juana! Su Juana ¿Dónde estaba? ¿Por qué se habría ido? Se decía.
No se desesperó, prefirió elegir pensamientos que alimentaran la esperanza de encontrarla. Osenda fue lo primero que se le ocurrió, la prima de la niña debería saber que había pasado con ella. A paso firme se dirigió hacia su casa, aún quedaba bastante del día para poder ver con la luz del sol.
Halló la vivienda de la muchacha, tal cual la había visto la última vez que había ido. Golpeó la puerta, con la violencia que le provocaba la impaciencia, y esperó. Tras su apertura, quien apareció fue un hombre gordo y barbudo, con una gruesa túnica de algodón marrón, quien, con tono poco amigable, interrogó al muchacho:
- ¿Qué quieres?-
- Busco a la muchacha para hacerle una pregunta sobre su prima.- Respondió explicativamente, para evitar malos entendidos.
La respuesta del barbudo fue casi lapidaria para las ilusiones de Alonso.
- ¿Qué muchacha?-
El joven quedó atónito, no podría existir esa duda si ella viviera allí.
- O… Osenda.- Respondió titubeando.
El hombre lo evaluó de arriba abajo antes de contestarle. Luego, concluyendo que no le importaba el asunto, respondió:
- Ah, la hija de Zurro. Se ha marchado, se casó con un caballero y se fue de aquí.
¿Osenda casada con un caballero? Se interrogó Alonso con incredulidad.
- ¿Se ma… marchó? ¿A dónde?- Preguntó.
- A Madrid.- Respondió el hombre.- Se fue con sus padres y el noble. Compré su casa y no se nada más.-
Dicho esto último, de manera algo desconsiderada, entró a la vivienda y cerró la puerta, dejando afuera al joven boquiabierto.
Dejando de lado cualquier análisis sobre el destino de la vida de Osenda, Alonso se concentró nuevamente en lo que más le interesaba, Juana.
¿Dónde estaría? ¿Cómo lo averiguaría? ¿Se habría ido con su prima a Madrid? Esto último lo descartó enseguida, el hombre había dicho que Osenda se fue con sus padres.
Dejó el lugar caminando por la calle lentamente, sin un rumbo determinado, tratando que su cabeza creara un rompecabezas, que le permitiera saber donde podía empezar a averiguar algo sobre lo que estaba buscando.
¡Guillermo! Fue la palabra que iluminó repentinamente sus pensamientos. Debía hallar al talavero, él sabría que había pasado con Juana. Para ello las alternativas no existían, tendría ir al convento y preguntar allí por él, aún corriendo el riesgo de que lo estuvieran esperando para capturarlo. No sabía que le esperaría, si lo acusarían por los incidentes con Ordoño o si habían creído la historia de que se había marchado abruptamente, para atender a Onofre en su enfermedad. Todo era incertidumbre, pero no tenía otra opción, debía ir.
Con el rumbo definido se avanza más rapidamente que cuando se viaja a ningún lado, por lo que sus pasos eran, ahora, firmes y ligeros.
Teniendo a la noche a punto de caer sobre él y la ciudad, recorrió los empedrados, barranca arriba hasta que, al cabo de algunos minutos, se encontró frente a las puertas del cenobio. Golpeó la dura madera, con la pesada aldaba que pendía de una de las hojas de ellas, y aguardó alguna respuesta. Al rato, luego de que cesaran los sonidos crecientes de unos pasos, la puerta se abrió. A quien vio detrás de ella fue al monje médico.
- ¡Alonso! ¡Has regresado! ¿Dónde has estado? ¿Qué ha sucedido con tu amigo enfermo?- Dijo el hombre.
El muchacho no respondió nada. Se sintió aliviado ante la última pregunta, significaba que habían creído, en el monasterio, el motivo que lo había llevado a partir repentinamente. Mediante señas, le dio a entender al clérigo, que le facilitara papel y pluma para poder contarle. Este, sin extrañarse por ello, lo condujo hasta el scriptorium, al tiempo que llamaba, a los gritos, a Fray Gerardo.
Cuando llegaron al lugar, también lo hizo el monje mayor.
- ¡Hijo!- Le dijo.- Me alegra verte. Al menos uno ha regresado.-
Alonso contestó con una sonrisa, pero la frase del fraile lo intranquilizó ¿Qué habrá querido decir con eso? Pensó.
El ex mudo tomó la pluma y comenzó a escribir. Por cortesía lo primero que hizo fue responder las preguntas que le había formulado el médico al verlo, pero la impaciencia por saber acerca de Guillermo lo invadía.
El muchacho contó por escrito, lo que podría haber dicho verbalmente si no tuviera que ocultar su voz y la explicación sobre la reciente existencia de ella. No fue muy extenso lo que tuvo que explicar, solamente la muerte de Onofre y, después de eso que quitaba el sentido de su permanencia en Arganda, algunos pocos detalles sobre su regreso.
Cuando vio que los monjes quedaron satisfechos con su explicación, los interrogó acerca del talavero.
- No sabemos nada de él.- Contestó Fray Gerardo.- De un día para el otro dejó de asistir al convento y, al tercero de no hacerlo, mandé a buscarlo, preocupado por él. No lo hallaron. El padre Roberto encontró la posada de Ximénez deshabitada y nadie supo decir a donde se habían ido todos.
Alonso quedó atónito ante el relato ¿Guillermo había desaparecido junto a Ximénez y su Juana? Se preguntaba ¿Por qué? ¿Cómo? ¿A dónde?
Volvió a interrogar al monje sobre ello y este le respondió:
- Nada, como si se los hubiera tragado la tierra.-
Al argandeño la noticia lo abatió, era el último recurso que tenía para conseguir una pista sobre lo sucedido con ellos ¿Qué haría? Si bien los puntos cardinales eran tan solo cuatro, la dirección que podrían haber tomado, podía ser una de las infinitas que hay.
“Deberé partir para tratar de encontrarlos”. Escribió Alonso.
- ¿Pero hacia dónde te dirigirás?- Le preguntó Gerardo.
La respuesta, el muchacho, la dio encogiéndose de hombros.
- Antes debes asearte y descansar.- Le dijo el fraile.- Te ves hecho un desastre. Pasa el tiempo que quieras aquí y cuando lo consideres pertinente podrás marcharte.
Esto último, a Alonso, le pareció bien. La prisa no era buena compañía en ese momento y, por cierto, necesitaba lavar sus prendas, su cuerpo, alimentarse y dormir en algún lugar digno.
De no haber sido por sus tribulaciones, el monasterio le habría parecido el paraíso luego de la dura travesía que había realizado. Dos novicios le prepararon agua caliente en una tina, en la que se bañó y se relajó lo que pudo. La carne de la cena resultó ser exquisita y las verduras, frescas y sabrosas.
Lo profundo de la noche lo encontró tirado en un mullido catre, sobre el cual hizo reposar, durante algunas horas, a su insomnio.
¿Qué habría sido de sus amigos? Era la pregunta que perturbaba sus pensamientos. Las posibilidades no eran muchas. Podrían haber sido secuestrados y ultimados por los malignos o haberse ido por su propia voluntad. Ambas posibilidades eran malas, la primera por sí misma y, para la segunda, tendría que haber habido algún motivo, el cual tampoco era bueno.
Se sentía muy mal por ello. Finalmente el cansancio y el sueño lograron triunfar y se durmió.

viernes, 19 de agosto de 2011

Capítulo XLIX


Las bandadas de pájaros que la inminencia de la primavera había alterado, se movían caprichosamente en el cielo bajo el que caminaba Alonso. El joven avanzaba a buen ritmo, por un paisaje que ya había recorrido, solamente con la compañía que le brindaba sus profundos pensamientos. Muchos de ellos evocaban recuerdos medianamente lejanos, algunos de los cuales se entrelazaban con otros más recientes.
Tiago le había dicho que todos los guardianes habían sido mudos; todas las veces que había visto a alguien que no lo haya sido, como a Juana o a Ordoño, lanzar un hechizo, este no funcionó, sin embargo Pedro pudo, inocentemente, curarlo de la fractura que le había provocado el golpe de Rafael.
¡Y no era mudo! Pensó el muchacho. Esa paradoja lo atribulaba ¿Podría alguien utilizar un hechizo sin cumplir los requisitos para ser un guardián? Podría resultar muy peligroso eso, justificaría la misión que debía cumplir él de ir a destruir un libro huérfano. Quizás el grullo, pensó, estuviera destinado a ser uno de ellos y, en algún momento de su vida, sufriría un accidente que le hiciera perder el habla, como a él le había sucedido. No pudo hallar respuesta a esto.
Quizás todas las buenas personas fueran guardianes. Que sabía él con cuantos de estos podía haberse cruzado en su vida, sin saber que lo eran. Hace falta equilibrar mucho tanta maldad que hay en la tierra, pensó, mientras seguía avanzando envuelto en sus quizaces.
El camino lo guió por un encinar y, después, continuó copiando el recorrido del Guadaraz el que lo llevó a un lugar al cual, en cierta forma, le temía. Era el sitio donde el maldito Flair había acabado con Tiago. El recuerdo de su amigo, de lo que padeció y de su familia, le humedeció los ojos, y aunque en algún lugar cercano debería de estar enterrado, prefirió no realizar ningún tributo hacia él y prosiguió caminando dejando el lugar rapidamente.
La travesía continuó durante algunos días casi sin ningún sobresalto, de tanto en tanto se cruzaba con algún peregrino con el que, en el mejor de los casos, intercambiaba algún saludo. Solo dos veces algo alteró la calma de su viaje. Una de ellas ocurrió un día en el que a la distancia y acercándose hacia él, divisó un cortejo de caballeros que le hicieron recordar a Rodríguez y los suyos, por lo que creyó que no sería conveniente relacionarse con ellos. Se apartó del camino y se escondió. Los hombres siguieron viaje sin verlo y sin mediar inconveniente alguno.
El otro percance sucedió durante un mediodía en el cual había encendido una fogata y luego se acercó al Guajaraz a pescar. Había tomado una vara demasiado larga para hacerlo. Se puso en cuclillas muy cerca de la orilla, sumergió el extremo de la rama bajo las aguas y lanzó el “Paezafre ret. Un lucio, de un tamaño descomunal para su especie, se asió de la punta del madero. Cuando Alonso lo sintió, tiró con fuerza para sacarlo del río. El gran peso del animal, sumado al largo exagerado de la palanca que ejercía la vara, por acción y reacción, lograron que la fuerza que estaba haciendo, lejos de sacar al pez de las aguas, arrojaran el cuerpo del muchacho hacia ellas, provocando un estruendoso chapuzón. El animal, fiel a su naturaleza , nadó sin soltar la vara por causa del embrujo y Alonso siguió aferrándola, fruto del desconcierto que sufría por lo que estaba sucediendo. Esto hizo que fuera arrastrado hacia el seno de la corriente donde, al fin, atinó a soltarla. Sin saber nadar fue arrastrado corriente abajo, dando manotazos inútiles y saciando una sed que no tenía. Finalmente logró tomarse de una roca de la orilla y salió del río. Totalmente mojado y con frío, se dirigió hacia la hoguera chorreando su vergüenza sobre sus huellas. El tiempo que estuvo junto a las llamas no logró secarle totalmente las ropas; si lo pudo hacer el propio calor de su cuerpo durante la caminata que emprendió posteriormente. Desde ese día Alonso decidió que pescaría sentado en el suelo.
No podía desistir de esa forma de conseguir alimento, se había quedado casi sin dinero y era el río quien le brindaba todo lo que necesitaba: la dieta de pescados que, aún a desgano por lo poco variada, le quitaban el hambre y agua, para la sed y el aseo. Solamente, muy de vez en cuando, lograba cazar algún animal distinto, el cual le brindaba un pequeño festín.
La necesidad de pasar las noches a la intemperie, resultó ser beneficiada por las temperaturas benignas que acompañaron su viaje. Esto último lo ayudó, también, a no tener que hacer fogatas importantes que podrían llamar mucho la atención, lo que no era prudente viajando solo y desarmado.
Solo el paisaje que recorría iba variando, ya que los pensamientos recurrentes lo acompañaban siempre. Repasando los acontecimientos vividos, encontraba cosas que lo intranquilizaban. Una de ellas era la incertidumbre de no saber que situación lo esperaba en Toledo. Había huido repentinamente de allí y, si bien Guillermo seguro habría contado en el convento la historia de la enfermedad de Onofre, no sabía como había resultado aquello y con que se encontraría. Llegado el momento, si se enfrentaba con Fray Gerardo y este lo interrogaba sobre el asunto, solo debería mentir acerca de que no había ido a ver al herrero, pero no sobre su deceso, pensaba.
Los días alternaron con normalidad mañanas, tardes y noches, solamente en una de ellas Alonso durmió bajo techo. Fue un día en el que, cuando regresaba del río hacia la fogata con dos barbos, se cruzó con un campesino que había estado toda la mañana intentando pescar, sin éxito alguno. El hombre se antojó con las piezas del muchacho y se las pidió, a cambio de darle cobijo en su casa. Fue justo el último día antes de llegar a la ciudad y si bien estaba ansioso por hacerlo, necesitaba un buen descanso, por lo que aceptó la oferta y pasó el resto de la jornada en el lugar. Al mediodía siguiente, luego de que había retomado el viaje a la madrugada, llegó hasta donde las aguas del Guajaraz, perdiendo su identidad, se sumaban a las del Tajo. Toledo estaba cerca.
Rectificó su ruta hacia el este, con un paso más acelerado que el que traía hasta ese momento. Media hora más tarde logró divisar el puente de Alcántara con su torre mudéjar. Comenzó a sentirse en casa.
El más lindo de los lugares menos bellos es el de uno, pensó.
Siguió caminando y enfiló hacia el meandro del río, luego bajó hasta el puente y lo cruzó con total indiferencia hacia él y todo lo que lo rodeaba, incluso la majestuosidad del Alcázar el cual se podía ver a corta distancia. Su corazón había comenzado a palpitar como un caballo desbocado y sus pasos casi no atinaban a dejar huellas. Nada le importaba más en ese momento que la inminencia de que sabría sobre su Juana, ni siquiera la posibilidad de que fuera un proscrito en la ciudad o de que algún maligno hubiera quedado allí al acecho.
Todavía sería de día durante un largo rato, las tardes se habían estirado, a expensas de un invierno que se estaba volviendo añejo.
Subió por las pendientes que se le presentaron, sin sufrir por el esfuerzo al que sometía a sus piernas. Al cruzar la muralla por la puerta de Bisagras, comenzó a sentir el hedor de la ciudad. Curiosamente no le pareció feo ya que era una evidencia de que se encontraba en ella, y allí estaba la posada, y en ella Juana.
Al pasar junto a la mezquita de Bib Mardum, evitó mirar hacia el callejón en donde se encontraba la casa en la que habían sufrido a manos de Ordoño. Esos recuerdos quería borrarlos de su mente. Allí había muerto, aunque por unos instantes, su muchacha y, si bien luego revivió, la cicatriz de aquel dolor algunas veces lo asediaba con alguna pulsación.
Siguió avanzando, cruzó rapidamente por el barrio de francos y llegó, finalmente, a la zona de las candelas donde estaban los mesones. El sol apenas empezaba a escatimar algunos de sus rayos.
Como si flotara sobre el empedrado, dobló la última calle hasta que, en un momento, se encontró frente al mesón de Ximénez.

Capítulo XLVIII


Antes de que el atacante aplicara otro golpe con su improvisada arma, ahora rota, Alonso reconoció en el al dueño de casa y alcanzó a decir:
- ¡Rafael, soy Alonso, soy yo!-
El hombre, desconcertado por lo que acababa de hacer, tomó al joven de los brazos diciéndole:
- ¡Perdona hijo! No te reconocí, creí que se trataba de un bandido.
El apretón cariñoso que le propinó el dueño de casa, intensificó el dolor en la zona donde había recibido el golpe.
- ¡Auch!- Exclamó.
Aurora apareció por la puerta de su habitación, cubierta por un amplio y largo camisón, que bajo la plateada luz de la luna la hacían parecer un fantasma, de gran belleza, pero fantasma al fin. Al reconocer al guardián corrió hacia él y le dio un abrazo, el cual también aumentó el dolor del brazo.
- ¿Y Manuel?- Preguntó la niña- ¿Qué hay de él?-
Alonso relató algo que había acordado que contarían, con el guardián. Les contó que había marchado hacia tierras granadinas, para comerciar con los nazaríes y hacerse de algunas monedas, para el porvenir de su vida con Aurora. Esto alegró a Rafael quien deseaba el bienestar de su hija.
Muchos padres hacen lo imposible para darles a sus hijos lo que ellos no tuvieron, sin saber que, a veces, les están inculcando la capacidad de querer tener y no el poder de conseguir, pensó Alonso dolorido.
Después de terminada la tortuosa bienvenida, padre e hija fijaron su atención sobre el muchachito que acompañaba al traductor.
- ¿Y este quién es? – Preguntó secamente Rafael.
- Es Pedro el… Muchacho que conocí en el viaje, me acompaña desde la Morena.- Dijo Alonso evadiendo unas cuantas explicaciones.
- ¿Han comido algo?- Preguntó Aurora con la esencia protectora que tienen las mujeres.
Los dos recién llegados menearon la cabeza.
- Vengan, les calentaré un estofado de borrego que hay en la cocina.- Dijo la muchacha.
Los invitados entraron al lugar y se sentaron a la mesa. Rafael sirvió algo del vino denso que tenía. Alonso bebió su vaso en ayunas, lo cual no acostumbraba a hacer, para ver si le aliviaba el dolor del brazo. Pedro tomó un sorbo y puso cara de desagrado, el hombre, al verlo, lanzó una carcajada.
- Es la primera vez que tomo vino y nunca lo había hecho antes.- Dijo el grullo.
El guardián contó detalles de su viaje. De los encontronazos con Rodríguez, de Simón, del infante, de lo que encontró en las torres y de su regreso y su encuentro con Pedro. Nada dijo sobre los golfines. Cuando terminó el relato, ya estaba muy entrada la noche y todos tenían sueño. No pasó mucho tiempo de esto, cuando se retiraron a dormir.
En la habitación que compartían Rafael, el guardián y el muchachito, la tenue luz de una lámpara esperaba que se cumpliera la sentencia que la extinguiría, hasta el renacer de la noche siguiente. Alonso, acostado en el catre, comenzó, en contra de su voluntad, a emitir quejidos por el dolor. El calor que la caminata había instalado en su cuerpo se había ido y los dolores se envalentonan con el frío. Pedro acercó la lámpara al guardián y, sin tocarlo, observó su brazo. Varios centímetros por debajo del hombro, perdiendo su rectitud, se veía doblado hacia fuera. Tenía el húmero fracturado. El pequeño moro, cerciorándose antes de que el hombre durmiera, posó suavemente la mano sobre él, ante la mirada atónita de Alonso e, inocentemente, dijo:
- Haraneo Atsa.-
El traductor sintió el mismo fuego en su cuerpo que ya había experimentado antes. Su brazo se alineó como debía y el dolor, instantáneamente, se esfumó.
- ¿Cómo has hecho eso?- Preguntó susurrando, con una curiosidad que no se debía a la naturaleza del hechizo, sino la de quien lo había emitido.
- ¡El amo me ha enseñado! ¡El amo me ha enseñado! Repitió el muchachito con entusiasmo.
- ¡Shhh!- Le dijo Alonso tratando de calmarlo.
- ¡Lo he hecho! He sido como tú de la misma manera.- Dijo Pedro.
- ¡Shhh!- Volvió a insistir el guardián.
Finalmente, al escuchar un ronquido de Rafael, el jovencito se calmó lo suficiente como para quedarse calmado.
- Lo que has hecho no es normal.- Le dijo Alonso totalmente liberado del dolor.- No debes hacerlo en presencia de nadie. Es peligroso que alguien sepa que puedes curar con palabras, podría hasta causarte la muerte en la hoguera.
El muchachito lo escuchó con asombro y algo de temor.
- Debes prometerme que nunca más lo harás.- El guardián hizo una pausa y pensó durante un instante.- O que cuando lo utilices estés seguro de que nadie se enterará de ello.-
- Lo haré, amo.- Respondió el grullo.
Dando por terminado el diálogo Alonso se acostó en el catre y le pidió a su compañero que apagara la lámpara. Después de estar un buen rato panza arriba, mirando la oscuridad del techo y en silencio, pensando que quizás el niño estuviera destinado a ser un guardián, habló:
- ¡Pedro!- Dijo para comprobar que el muchacho aún estaba despierto.
- ¡Si, amo!- Contestó este que, al parecer, estaba mirando lo mismo que el traductor.
- Debes aprender a leer.- Le dijo.
- Lo haré.- Prometió, sin dudar, el grullo.
A la mañana siguiente el exquisito e inconfundible olor del pan recién horneado de Aurora, alentó a los jóvenes a levantarse. Cuando todos estuvieron sentados a la mesa del desayuno, Rafael, compungido aún por su acto de la noche anterior, preguntó al guardián:
- ¿Cómo está tu brazo?-
- Bien.- Respondió este.- Solo me ha dolido el golpe en el momento, pero ahora no siento nada.- Y para demostrar lo que decía se palmeó fuertemente el lugar.
Eso satisfizo al dueño de casa y alivió su culpa.
- ¿Cuándo partirás?- Preguntó Aurora sabiendo que la visita del guardián sería efímera.
- Mañana, si nos permiten quedarnos hoy aquí.- Dijo él.- He vagado durante mucho tiempo y me gustaría tener un día de descanso.-
- ¡Hombre! Estás en tu casa, ni preguntar debes.- Dijo Rafael.
El guardián agradeció. Terminado el desayuno, las tareas por realizar aguardaban puertas afuera. El dueño de casa les describió las actividades que le esperaba para ese día, recolectar leña, alimentar a los animales y, lo más duro, empezar a preparar la tierra para la siembra.
- He recibido muchas semillas este año. A veces no doy abasto para realizar todo solo.- Dijo el hombre.
Sin más explicaciones, los invitados ayudaron a Rafael en sus labores. Pedro resultó ser muy hábil en todo lo que hacía. Realizó con prolijidad una pila de leña y dejó a los animales satisfechos antes del final de la mañana.
Ante el llamado de Aurora, todos se reunieron en la cocina para almorzar.
- Es muy bueno el muchacho para las tareas.- Comentó Rafael.
- ¿Lo es?- Peguntó bromeando Alonso.
- Si lo soy, como dijo el amo, amo.- Contestó Pedro herido en su orgullo. – Me gusta hacer las cosas bien, sin hacerlas mal.-
- Es bueno.- Reafirmó el hombre antes de ocupar su boca con un exagerado trozo de cordero.
Cuando todos se retiraron a dormir la siesta, Alonso pudo estar a solas con el grullo en la cocina y, mirando de frente al muchacho, le dijo:
- Escúchame amigo, yo te he contado que no podré llevarte conmigo pero tampoco te abandonaré en cualquier sitio. Este podría ser un buen lugar para que te quedaras ¿Te gusta?-
- Quisiera seguir contigo, amo.- Respondió con tristeza.- Pero si debo quedarme en algún lugar, sin irme de él, aquí me gustaría.-
Alonso, posándole la mano en el hombro concluyó:
- Hablaré con Rafael sobre esto, necesita ayuda en sus labores y tú serías de gran utilidad para él.-
Luego ambos se retiraron al dormitorio y descansaron un poco, el guardián lo hizo con la profundidad que le genera a uno hacerlo en un lugar que se siente como propio.
Cuando salieron de la habitación y se encontraron con Rafael, Pedro le dijo:
- ¿Qué tenemos que hacer ahora, amo?-
Al hombre lo tomó por sorpresa la pregunta.
- Puedes ayudarme en la preparación de la tierra y…-
Al decir eso cayó en la cuenta sobre la situación.
- ¡No soy tu amo!- Le dijo al chico.
Alonso tomó del brazo al hombre y, con un gesto, le dio a entender que era una causa perdida una discusión acerca de ello con el grullo.
La templanza de la tarde ponía de manifiesto la no muy lejana llegada de la primavera, aunque todavía quedarían algunos fríos por resistir. El muchacho y Rafael partieron a realizar sus labores. Alonso se quedó en la cocina mientras Aurora, abocada a la limpieza del lugar, no paraba de hacerle preguntas sobre Manuel. El guardián le contestaba y, de tanto en tanto, miraba a la pareja trabajando codo a codo sin que dejaran de conversar entre ellos. Parecían disfrutar mutuamente de la compañía. Cuando la tarde terminó, los trabajadores se asearon y todos se dispusieron a tomar la cena. Disfrutaron de ella comiendo y bromeando mucho. Tanto Aurora como su padre ya se habían dado cuenta de la forma reiterativa de hablar del grullo, por lo que reían ante cada frase de este. Eso pareció desinhibir más al muchacho quien brindó todo un catálogo de ellas.
Terminado el momento, a la hora de ir a dormir, Alonso le pidió al muchacho que los dejara a solas con los dueños de casa, ya que debía hablar con ellos. Pedro obedeció y se retiró a la habitación.
- Mañana partiré y no puedo llevarlo para siempre conmigo.- Comenzó a decir el guardián.- Pero tampoco puedo dejarlo abandonado. Pensé que quizás podría quedarse aquí, si no les genera a ustedes un perjuicio.-
- Escucha, muchacho.- Interrumpió Rafael.- Mi casa está abierta a todo aquel que tenga buen corazón y el chico lo tiene. Tomaré con agrado que se quede con nosotros, necesito ayuda en las labores y él ha demostrado ser muy bueno en ello.-
Mientras el hombre decía estas palabras, Aurora asentía con la cabeza y una sonrisa en los labios.
- Me gustaría que se quede aquí.- Acotó la bella joven.
- Me alegra que lo tomen así.- Dijo Alonso.- Pero debo contarles algo para evitar problemas cuando regrese Manuel.-
El guardián les relató la historia del asalto de los golfines, la presencia de Pedro con ellos, el ataque salvador de los caballeros y la huída del chico. De cómo mientras regresaba volvió a encontrarlo en el camino y sus momentos de desconfianza hacia él. Les narró la historia del grullo según él la había contado, de lo que no tenía dudas que así fuera, y que, probablemente, hayan sido aquellos malvados quienes habían matado a sus padres. Padre e hija escucharon con atención y, a medida que avanzaba el relato, un manto de compasión les hizo tomarle más estima hacia el niño.
- Cuando regrese Manuel y vea al chico, sin saber lo ocurrido entre el ataque que sufrimos y hoy, creerá que es un bribón que los ha engañado.- Dijo completando Alonso.- Deberán contenerlo, explicarle que yo lo he traído y contarle su historia, hasta que por sí mismo conozca las virtudes del muchacho.-
- Yo me encargaré de ello.- Dijo la niña, consciente del poder de sus encantos femeninos.
Con la tranquilidad de que todo estaba encarrilado, un rato después, el traductor se retiró a dormir. El grullo, en la habitación, roncaba desde hacía un rato.
Cuando la oscuridad fue interrumpida por los primeros rayos de sol de la mañana, el guardián ya se encontraba de pie, el ansia por el viaje de regreso con su Juana lo había hecho madrugar, El muchacho tardó un poco más en levantarse. Cuando lo hizo, Alonso esperó que se despabilara un poco y luego, tomando la bolsa de Tiago, le dijo:
- Ha llegado el momento de irme, tú te quedarás aquí, ya he hablado con Aurora y su padre y han aceptado de buena gana.-
Al escuchar estas últimas palabras, al niño se le iluminó la cara con una sonrisa.
- Toma esto.- Continuó el traductor entregándole el saco de su amigo.- Cuida las monedas que en él hay, quizás un día te sean de utilidad.
El chico, ahora con lágrimas en los ojos, le agradeció. Nunca nadie lo había tratado tan bien y, durante su larga estadía con los rufianes, había llegado a pensar que nunca tendría una vida feliz. Ahora sabía que eso no sería así, que al cruzarse con el guardián su vida había cambiado para siempre, tendría un hogar.
- Toma también esto.- Le dijo Alonso obsequiándole un manuscrito que llevaba consigo. Era la traducción de una de las cartas de Averroes. No era lo más apropiado para aprender a leer, pero era lo único que llevaba consigo.- Aprende a leerlo.- Concluyó.
Pedro prometió que lo haría.
Luego de esto fueron a tomar el desayuno y, un rato más tarde, el guardián salió de la cocina para ir a buscar sus pertenencias y continuar el viaje.
Esta vez la despedida fue muy triste. Aurora no paraba de llorar, el muchacho lo hacía con menor intensidad y a Rafael los años le habían enseñado a reprimir las lágrimas, pero no la tristeza.
La diferencia entre la despedida definitiva y la muerte de un ser querido, es tan solo que en la primera descansa la esperanza, aunque lejana, de un posible reencuentro.
Alonso comenzó a caminar dando todos los pasos que pudo sin girar la cabeza hacia atrás, ya había comenzado la cuenta regresiva, del tiempo que llevaría este momento desde el dolor, al recuerdo, pero un poco antes de quedar fuera del alcance de la vista de sus amigos, dirigió una última mirada hacia la casa de Rafael, volviendo el reloj a cero. Sus tres amigos lo seguían observando sin haberse movido del lugar. Levantó su brazo en un último saludo y luego continuó su marcha.

Capítulo XLVII


Dejaron Malagón al día siguiente, tomando rumbo hacia el norte. Los pasos de Alonso tendían a acelerarse inconscientemente, como los de un potrillo retornando al corral donde se encuentra su madre, al sentir que el camino lo llevaba de regreso a sus lugares y sus seres queridos. Entre ellos se encontraba Guillermo. El muchacho recordó el sufrimiento de ambos, mientras el talavero se debatía entre la vida y la muerte por causa de la peste. Su recuperación fue una de las alegrías más grandes de su vida ¿Qué sería de la vida de él? ¿Seguiría brindando la protección que había prometido hacia Juana? Seguro que sí, pensó.
Al muchachito le costó seguir el tranco que llevaba su compañero.
- Más despacio amo, vas muy rápido y a gran velocidad.- Le dijo.
Alonso, con la sonrisa que le generó la redundancia del grullo, aminoró su marcha hasta lograr una con rapidez aceptable.
- Ahora si puedo caminar contigo, siguiendo tus pasos.- Aclaró Pedro.
El guardián reflexionó un instante, como ya lo había hecho antes, acerca de la forma de hablar del pequeño moro. De repente le vino a la cabeza una idea acerca de cómo podía corregir la reiteración en su habla.
- ¿Sabes leer?- Le peguntó.
El grullo no solo no sabía hacerlo, sino que casi no conocía lo que era. Como contestar que si, sería afirmar sobre algo que no conocía, pensando lógicamente respondió que no. Entonces al traductor se le ocurrió hacer algo sobre lo que no conocía antecedentes, salvo algunas referencias sobre las lecciones que dictaba Platón. En plena caminata comenzó a darle clases a Pedro para que aprendiera a leer. Primero le explicó lo que significaba hacerlo y para que servía.
- Es un código.- Le dijo.- Lo que tu piensas o quieres decir, lo dibujas de manera tal que, cuando lo vea otra persona que conozca que significa cada dibujo, pueda entender lo que tu piensas y repetirlo.-
- Son como los golpes que me daban los amos.- Dijo el morito con suficiencia.
- ¿Cómo es eso?- Preguntó Alonso intrigado.
- Cuando un amo me había golpeado, otro amo veía las marcas de los golpes y, sabía así, que un amo ya me había golpeado.-
El argandeño se rió por la analogía, no sin sentir compasión por lo que debía haber sufrido el chico en manos de aquellos villanos.
- Algo así.- Le respondió.
Siguieron avanzando muy entretenidos. El guardián buscaba objetos que le sirvieran para darle las lecciones a Pedro.
- ¿Ves aquella roca que termina en punta? – Le preguntó.
- ¡Si!- Respondió este.
- Esa es una “A”- Le enseñaba Alonso y complementaba la explicación dibujando una en el suelo, con una piedra o con un palo.
Al muchacho le agradó eso, tenía facilidad para el aprendizaje. A veces, en medio de la caminata, el guardián se detenía y lo sorprendía pidiéndole que dibujase en el suelo tal o cual letra. Pedro cumplía los pedidos sin error alguno, era muy inteligente.
Casi sin haberse dado cuenta ni detenerse para comer, se encontraron atravesando la sierra del Rebolledo y, antes del anochecer, llegaron a la posada donde había estado el guardián con Manuel y Simón.
Sin entablar mucha relación con los posaderos, quienes mostraban un manifiesto carácter huraño, saludaron, ingresaron al lugar, tomaron la cena cuando esta estuvo lista y, luego, se retiraron a dormir en la pequeña habitación que les habían destinado. Alonso, una vez acostado, no pudo resistir el consistente impulso de sus parpados de cerrar sus ojos, pero cada vez que esto ocurría, la voz de Pedro hacía que se abrieran.
- A, B, C…- Recitaba el jovencito con entusiasmo.
El guardián, satisfecho con el logro que estaba consiguiendo, no lo reprimió la primera vez que el muchacho lo hizo; tampoco la segunda ni la tercera. Cuando perdió la cuenta de en que número de reiteración del abecedario, que interrumpía su sueño, se encontraba el grullo, le dijo con fastidio:
-¡Calla! Por favor, debemos dormir.-
El chico, si decir nada, se quedó en silencio luego de una “M”. Tuvo el impulso de completar hasta la “Z”, pero le hizo caso a Alonso. Al poco rato ambos estaban dormidos.
Cuando a la mañana siguiente llegó el momento de que se fueran, Alonso le pagó al posadero por el hospedaje. Al hacerlo cayó en la cuenta de que casi no le quedaba dinero, por lo que debería afrontar el regreso a Toledo con total austeridad, lejos de posada alguna. No le preocupó mucho el asunto, una vez que volviera a la ciudad, si todo estaba normal, tendría hospedaje en lo de Ximénez y el trabajo en la escuela, el cual le generaría nuevas ganancias.
Al poco tiempo de haber partido decidió continuar con sus lecciones, le resultaba fácil instruir a la lucidez del muchacho.
- Te enseñaré las sílabas.- Le dijo.
- No me enseñes nada.- Respondió su acompañante.- Al amo no le gusta que sepa lo que aprendí.- Completó reprochándole.
Alonso, entendiendo lo que sucedía, logró explicarle que lo de la noche anterior no había sido un fastidio acerca de lo que él había aprendido, sino de lo mucho que hablaba sin dejarlo dormir.
Luego de la aclaración, sin síntomas de rencor alguno, el chico le dijo:
- Enséñame las síblanas.-
El guardián rió con ganas.
Continuaron por el camino y las lecciones, deteniéndose a cada rato a dibujar en el suelo, por lo que avanzaron lentamente.
Estaban muy concentrados en el aprendizaje, garabateando letras en el suelo, cuando sin que lo advirtieran, como volando, desde las ramas de uno de los árboles entre los cuales estaban, un lince, de los más grandes, surcó el aire y, con un zarpazo, hirió profundamente uno de los pómulos de Pedro. Alonso, instintivamente, tomó una rama del suelo y enfrentó al felino. Trató de ahuyentarlo pero este permaneció delante de él, desafiante y dispuesto a atacar nuevamente, El guardián evaluaba como acometería el animal, para asestarle un buen golpe, cuando de repente un recuerdo le vino a la cabeza.
- ¡Lecodám ebinea!- Dijo a viva voz.
El lince se quedó inmóvil, como consecuencia del hechizo de dominación, abandonando su actitud agresiva.
- ¡Shuuu! ¡Vete!- Gritó Alonso extendiendo su brazo y señalando la lejanía con un dedo.
Con gran parsimonia el animal dio media vuelta y se alejó del lugar. El guardián recorrió con la vista todos los alrededores, para cerciorarse de que no hubiera una pareja del atacante. No la había. Luego de la ida de la bestia se dirigió, presuroso, a ver el estado del muchacho. No era bueno, su cara estaba cubierta de sangre y mostraba tres heridas paralelas y profundas en su lado derecho. Por el miedo y el dolor, Pedro solo atinaba a llorar.
- Te pondrás bien.- Le dijo el guardián para animarlo.
Podría curarlo en ese instante, pero el estado de consciencia del muchacho le permitiría descubrir su secreto. Alonso evaluó brevemente la situación y finalmente no le importó que él supiera ¿Qué otra cosa era en ese momento más importante que el bienestar del muchacho? Pensó. Podría morir por esa herida.
- Te curaré.- Le dijo. Pero verás algo que debes prometerme que no lo contarás nunca ¿Me lo prometes?-
El jovencito, con los ojos inundados por las lágrimas y la cara por la sangre, asintió con la cabeza.
Pasando su mano por las heridas el guardián dijo:
- Haraneo atsa.-
Pedro abrió enormemente sus ojos, por un instante, y después expresó con ellos el placer del exilio del dolor. Luego, mientras se ponía de pie, preguntó:
- ¿Qué me has hecho?-
- Es mejor que no lo sepas. Me has prometido que nunca hablarías de ello.-
- Así es amo, yo siempre cumplo lo que prometo, haciéndolo.-
El guardián confió, seguramente con razón, en el chico. Continuaron el viaje y al llegar a un arroyo, el grullo pudo lavar todas sus manchas. Alonso hizo una fogata y, a la vera de ella, colgaron las ropas mojadas del muchacho en unas ramas de roble para que se secaran. El joven también aprovechó a lavar las suyas que olían a suelo de establo y las puso a secar. Las costillas estampadas en el torso de Pedro le evidenciaron al traductor el hambre que debía haber pasado con los rufianes, lo que acrecentó el sentimiento de cariño que tenía hacia él. El calor del fuego los reconfortó y los ayudó, poco a poco, a ir olvidando la situación vivida con el lince. Al rato se vistieron y siguieron caminando en silencio, hasta que le morito dijo:
- ¿Si aprendo a leer podré curar como tu lo haces?-
Alonso dudó un poco acerca de lo que le respondería hasta que, sin tener ninguna certeza de lo que le sucedería en la vida al chico, dijo:
- No lo se, pero si aprendes a hacerlo podrás lograr cosas que jamás habrías pensado que conseguirías.-
Pedro no preguntó más nada sobre el asunto y, poco a poco, el episodio del lince fue quedando en el olvido sobre las huellas que iban dejando, y sus espíritus se fueron animando, por lo que regresaron las lecciones sobre las sílabas. Ma, pe, ta, ti, eran algunas de las cosas que repetía el grullo.
Un par de horas más adelante el jovencito ya componía palabras y, sin que lo hubiesen advertido, la noche les fue llegando, el entusiasmo por las letras disminuyendo y su consciencia sobre el hambre que tenían aumentando. Estaban ya muy cerca de lo de Rafael, la luna aún mantenía fuerza suficiente como para guiarlos y el aullido de los lobos todavía no se había presentado. Alonso decidió que debían seguir y llegar esa misma noche a lo de Aurora.
Una hora más tarde, muy exhaustos pero satisfechos por el fruto del esfuerzo, llegaron a su destino. La casa estaba a oscuras y en silencio, hasta que los animales del corral se inquietaron a causa de su presencia.
Alonso se acercó a la vivienda y sin que tuviera tiempo de palmear sus manos y anunciar su presencia, de las sombras apareció un hombre que estrelló un madero contra su antebrazo izquierdo, escuchándose, con ello, el ruido de dos crujidos.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Convocatoria literaria: este Jueves... Lo que esconden las palabras


La muchacha miró inquisidoramente a su novio y le dijo:
-¿…?-
-¿…?...- Contestó él a la defensiva y apelando a su propia memoria.
- ¡…!- Replicó ella frunciendo el ceño y evidentemente enfadada.
-…- Le respondió minimizando la situación.
- ¿…?- Dijo ella sin abandonar su enojo.
- …- Contestó él con sinceridad.
La joven bajó su cabeza y enfocó sus ojos hacia el suelo por un instante, cuando volvió a levantarlos estaban cubiertos de lágrimas.
-…- Le dijo casi sollozando.
El le lanzó la mirada más dulce que había emitido en su vida y le dijo:
-…-
La muchacha comenzó a calmarse y su novio la abrazó.
-…- Le susurró al oído.
-…- Afirmó ella haciendo una mueca que se asemejaba a una tímida sonrisa.
Se besaron suavemente y se alejaron tomados de la mano.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Convocatoria literaria: Este jueves ... a la playa


Al mar le tomó toda la noche, con la ayuda del chaleco salvavidas que él vestía, llevarlo a la playa. Lo depositó suavemente sobre la arena, boca arriba, dejándolo sometido al caprichoso vaivén de las olas, y comenzó a retirarse, porque si bien aparentaba ser impredecible, nunca dejaba de respetar los horarios de las mareas.
Cuando el joven pudo recuperar la consciencia, un fuerte dolor en la pierna derecha, le impidió recordar las causas por las que se encontraba allí y así. Logró erguir, dificultosamente, su torso y sentarse. Una delgada capa de agua por momentos lo rodeaba, para luego abandonarlo al retirarse hacia su seno, en una acción que se repetía una y otra vez.
Al cabo de unos minutos, Roberto pudo reconocer el lugar, era la isla abandonada a la que muchas veces su padre lo había llevado de paseo en el velero. Esta vez había zarpado hacia allí solo y sin avisarle a nadie. Tonta decisión.
Intentó ponerse de pie pero el dolor de su pierna se intensificó, por lo que no lo pudo hacer. Aunque estaba solo y lastimado en el medio de una playa desierta, no se desesperó, tenía mucha confianza en sí mismo y se sentía seguro de que encontraría una solución a la situación.
Recorrió con su mirada todo lo que a su alrededor estaba y vio varios restos de su velero esparcidos por el lugar. Esto aclaró sus pensamientos y pudo recordar lo sucedido: el impacto de la nave contra el arrecife y su posterior naufragio.
De pronto la suerte pareció ponerse de su lado, a poca distancia de él, meciéndose sobre el final de las olas, divisó su teléfono móvil. Era un aparato diseñado para la náutica, por lo que las posibilidades de que funcionara eran muchas.
Se arrastró como pudo y llegó hasta él, lo tomó, sacudió un poco la arena que tenía y observó su pantalla. Estaba encendido y mostraba dos líneas de señal. Eso era suficiente, estaba salvado, pensó. Buscó en el directorio el número de su padre, ya nadie recuerda ninguno de memoria, y lo llamó. Curiosamente, en lugar de la callosa voz de Don Larrea, le respondió una de mujer, clara y bien impostada:
- La línea con la que intentas comunicarte no corresponde a un abonado en servicio.
¿Qué hice mal? Se preguntó, si siempre llamo de esta manera. Volvió a intentarlo pero escuchó el mismo mensaje.
Llamaré a Lucía, se dijo, creyendo que esto cambiaría algo. Aunque no hubiera querido alarmar a su novia, era la segunda opción válida, según su criterio, para utilizar.
- La línea con la que intentas comunicarte no corresponde a un abonado en servicio. Volvió a escuchar.
- ¡Mierda! Dijo en voz alta ¿Qué le pasa a este aparato?
Probó llamar a varios números más, obteniendo el mismo resultado.
- ¡Mierrrrrdaaaaaa! Gritó en soledad y con desesperación.
Sin darse por vencido hizo otra prueba, llamó al *611, un número de servicio.
La misma voz que lo había enfadado anteriormente, ahora le brindaba un mensaje esperanzador:
- ¡Bienvenido al servicio de atención al cliente!
Para informar sobre un pago ya efectuado presione “1”.
- ¡No, no! Dijo hablándole tontamente al aparato.
- Para conocer el importe de su factura presione “2”. Continuó, indiferente a sus súplicas, la grabación.
Para consultas técnicas presione “3”.
- ¡Daaaale! Le dijo
- Para informar un robo o extravío presione “4”
Para hablar con uno de nuestros operadores presione “5”.
Ahora si, pensó, y eligió la última opción. Esperó lo más pacientemente que pudo escuchando una música latosa, hasta que finalmente alguien le habló:
- Nuestros representantes se encuentran ocupados, aguarde un instante y será atendido.
Sintió el impulso de arrojar el aparato lejos, pero se contuvo, quizás fuera lo único que lo podría ayudar a que lo rescatasen. Tras dos o tres aclaraciones similares, del audífono salió una voz en vivo:
- Buenos días, mi nombre es Florencia ¿En qué puedo ayudarle?
El muchacho pensó un instante acerca de lo que iba a decir, consciente que este iba a ser uno de los llamados más extraños que la joven recibiría en su trabajo.
- Se que esto es extraño, le dijo, pero es el único número con el que me puedo comunicar. He sufrido un naufragio y me encuentro en la isla Coralitos solo y herido.
- ¿La consulta es acerca de la línea de la que me está hablando? Contestó la operadora.
- No, respondió el alterándose un poco, quiero decir si, no tiene nada que ver eso esto es un llamado de…
- ¿A nombre de quién se encuentra la línea? Interrumpió ella.
- ¡No importa! Respondió él. He sufrido un naufragio, necesito solo que lo comuniques a alguna autoridad.
- Si no me dice quien es el titular de la línea no puedo tomar su reclamo, señor.
A punto estuvo de contestarle con un improperio pero logró contenerse, respiró profundamente y contestó:
- Roberto Larrea.
- ¿Me puede decir su fecha de nacimiento? Interrogó la muchacha.
- 21 de Marzo de 1985. Respondió él resignado.
- Perfecto, señor ¿En qué puedo ayudarlo? Dijo Florencia.
- Como te he dicho he sufrido un naufragio, estoy herido y necesito que me rescaten.
- Lo siento señor, no puedo atender ese tipo de reclamos, para eso deberá conectarse con el área técnica.
Esto último lo hizo montar en cólera, totalmente exaltado le gritó a la atenta operadora:
- ¿Es qué no entiendes? ¡Es una llamada de socorro! Solo tienes que avisarle a alguien que hay un naufrago en la isla Coralitos y ya.
- Lo siento señor, deberá marcar *611 opción “3”.
El muchacho le lanzó el insulto más prolongado y mejor entonado que haya dicho en su vida. Colgó y volvió a intentar el llamado nuevamente.
Las respuestas que le había dado Florencia resultarían ser similares a las que le darían Facundo, Ramiro, Lucrecia, Esteban y Marisa.
En el mundo moderno uno pasa cada vez más tiempo hablando con procedimientos que con personas.
La guardia costera lo encontró, muerto en la playa, quince días más tarde. Juntó a él, paradójicamente, el móvil reproducía el inconfundible Nokia tune y en su pantalla, aunque cubierta con algo de arena, se podía leer la palabra “Papá”.